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LA HUELLA DEL INCIDENTE
Decíamos “ayer” que Thomas Bernhard llegó a situar con Maestros antiguos su
actividad literaria en un lugar tan radical que se convirtió en un artista con una visión de
la vida sin consuelo, ni promesa de gracia, ni fe en nada. Veía errores en todas las obras
maestras y finalmente sentenció: “Todo es ridículo si se piensa en la muerte”.
Esa incontestable sentencia me ha perseguido en forma de obsesión las dos
últimas semanas, añadiéndose a ella la huella implacable que me dejara la paranoia
nocturna de haber sido secuestrado y haber accedido en un lugar solitario a “una
visibilidad de mi muerte inminente”.
En otras palabras, quedé contagiado y anulado en el empleo de las palabras por
la radicalidad del síndrome Bernhard. Y, además, preso de la terrorífica huella del
incidente tan vivido a fondo. En mis intentos de escapar de lo que me tenía atrapado,
hasta busqué transformarme en “otro” y obligarme a la penitencia de ser simple y
directo y lograr que, por ejemplo, en una sola frase se haga visible de repente la
estructura desnuda de un suceso autobiográfico cualquiera. Estoy hablando de algo
parecido a aquella fórmula kafkiana que abstrae y sólo deja en pie lo esencial. La
dominaba Kafka, pero, nos guste o no, también Simenon: “Si se quiere decir que llueve
en una novela, hay que escribir que llueve”.
Dos semanas de terror cargando con la huella del incidente. Y largos paseos por
el barrio buscando lo que Beckett llamó “las palabras por fin verdaderas de la mente en
ruinas”, Hasta que, hace un momento, casi he chocado con una ilustre vecina –pura élite
intelectual, diría alguno– que, nada más verme, me ha bajado de golpe a la tierra
preguntándome si ya sabía que yo tenía alma de entrenador de fútbol, porque era de los
que, si el equipo había sido fiel a su estilo de juego, restaba importancia a la derrota.
¿Han sido estas palabras una consecuencia de tanto haber dicho yo que jamás me
he traicionado a mí mismo? Espero no traicionarme si un día llego a poder escribir el
relato de terror cien por cien autobiográfico vivido recientemente en dura soledad, con
el asesino subiendo lentamente la escalera hacia el cuarto en el que me encontraba
secuestrado y donde me había anunciado que sin piedad me ejecutaría.
Si nada podía hacer para evitar aquel final gratuito e injusto, nada tampoco he
podido hacer para evitar decirle con lenguaje claro y directo, a la ilustre vecina que,
mientras aguardaba en la noche terrible que apareciera el pistolero que no llegó nunca,
estuve buscando una frase alta, digna, glamurosa, para soltársela al imbécil del asesino y
no sentirme una rata en mi adiós a la vida.
Aun no la conocía, pero me habría venido bien la de Eduardo Mendoza en
Oviedo: “Lo último que se pierde no es la esperanza, sino la vanidad”. Y el caso es que,
en aquel momento crucial, a pesar de contar para la frase con todo tipo de palabras
verdaderas, no di con una sola que llegara a parecerme digna.
Enrique Vila-Matas
Café Perec, El País, 28/10/2025
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