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RETRATO DE VILA-MATAS
PACO CERDÀ
01
Del niño Enrique Vila-Matas su maestro se burló. Delante de sus compañeros Cadena,
Flavià y el resto de la clase, el profesor de los maristas leyó en voz alta su redacción
escolar y se mofó.
— Como pueden comprobar, el alumno Vila-Matas nos informa en este texto de la baja
intensidad de la luz de la lámpara de su escritorio.
Todos rieron.
El alumno Vila-Matas —flaco, cejas largas, frente ancha, pómulos marcados, raya a la
izquierda, grillos en la cabeza asomando por los ojos— debió de bajar la mirada. Había
escrito que aquella lámpara dormía sobre sus ojos en vela. Era una metáfora de su
estado de ánimo; una imagen de la precariedad económica que sufrían en el piso de la
calle de Rimbaud, Barcelona, años sesenta; el mundo de ayer.
Todos rieron.
Pero aquella tarde remota en que su maestro lo llevó a conocer el hielo de la crítica, el
alumno Vila-Matas descubrió algo más importante. Sintió, por primera vez, la íntima
necesidad de escribir.
Y si la lámpara era débil, mejor buscar en un cuarto oscuro.
Ahora ha llegado ese momento.
02
Hace medio siglo que Enrique Vila-Matas (Barcelona, 76 años) empezó a publicar. Lleva más de 40 libros desde que en la mili, en la trastienda del colmado de un
regimiento de artillería perdido en el norte de África, aquel Giovanni Dogo sin desierto
ni tártaros escribió su primera novela: Mujer en el espejo contemplando el paisaje.
En Impostura exploró el misterio de la identidad personal, la pasión por ser otro, la
necesidad de habitar vidas distintas.
En Historia abreviada de la literatura portátil creó los shandys y aquella conjura secreta
de escritores con maleta.
En Suicidios ejemplares cartografió la voluntad radical y última de desaparición que es
la muerte voluntaria.
En Bartleby y compañía —su hit— dibujó una constelación de escritores que
renunciaron a escribir.
En El mal de Montano llevó al límite la obsesión enfermiza por la literatura como patología incurable y a la vez remedio salvífico.
En París no se acaba nunca Marguerite Duras le enseñó que la escritura es un entramado sin principio ni fin.
En Doctor Pasavento, de la mano de Robert Walser, reflexionó sobre la desaparición del sujeto en Occidente y su empeño por reaparecer.
Entonces Vila-Matas ya tenía un proyecto literario; un trencadís a lo Gaudí. Luego fue
sumando teselas y más teselas a su mosaico. Y así tendió un paseo a lo largo del puente
que enlaza el mundo excesivo de Joyce con el más lacónico de Beckett en Dublinesca.
Y encumbró el arte de no hacer nada con el síndrome Oblómov en Aire de Dylan. Y
buscó una frase perdida mientras exaltaba el arte de caminar sin rumbo en Esta bruma
insensata. Y se preguntó si la vida solo fuera leer y escribir flaneando por París y otras
ciudades en Montevideo.
Todo —siempre— entretejido con la literatura. Una catedral metaliteraria.
Ahora da otra vuelta de tuerca. Regresa al espíritu de sus bartlebys que no escriben y
alcanza lo metavilamatiano 25 años después. Su nuevo libro, Canon de cámara oscura,
empieza con la muerte de Antonio Altobelli, un lúcido y marginal escritor barcelonés,
conocido como El Fracasista, que deja un encargo a su secretario y heredero: debe
seleccionar, de entre su inmensa biblioteca, 71 libros y guardarlos en un cuarto mal
iluminado. La misión es que Vidal Escabia, así se llama su asistente, conforme un canon
literario desplazado, intempestivo e inactual. Un canon disidente. Que discrepe. Que
bordee la locura. Que se mueva, oscuro, entre las sombras. Como aquella débil lámpara
en los días no azules de la infancia.
Pero hay una duda. Un misterio. El enigma es averiguar si Vidal Escabia es un hombre
herido por el amor que siente por su hija ausente o acaso es un androide, un Denver-7
infiltrado entre la gente corriente.
Pero qué más da. Mueran las fajas y la trama. Entra Vila-Matas.
03
El escritor saluda. Bufanda y gorra vilamatianas. Mirada vilamatiana, quizá con más bartlebys en las bolsas. Y algo completamente inesperado: saca de una carpeta unos
folios. Unos apuntes, unas citas, un pasaje, el correo de un escritor amigo valorando su
última novela, todo va numerado como numerados van estos perfiles. Me los da. Se
diría que, así como entra en el mundo de sus autores favoritos en mímesis y simbiosis,
ha pretendido penetrar en la forma de este perfil. Vilamatiano, sin duda.
También yo le copio. Le pregunto con una cita.
—Dice Walser: “A menudo cuesta toda una vida librarse de ciertos recuerdos, por muy
irrelevantes que sean”.
—Vuelven muchos recuerdos. Vuelve el día que mis padres, en tono trágico, me dijeron:
“Tenemos que romper la hucha”. Yo no entendía aquella seriedad. No le daba valor a
aquellas monedas que ellos entonces necesitaban y se me grabó el impacto de lo mal
que lo pasaron al romperla. Vuelve también una imagen un poco triste: yo, de pequeño,
por las aceras de Barcelona, agachado por el suelo con una cinta de metro, midiendo
con mi padre la distancia entre farmacias para ver si él podía averiguar dónde cabía
legalmente otra farmacia y así poder sacar adelante a la familia después de haberse
arruinado. Vuelve el camino de cada día de casa al colegio: ahí está encerrado todo. Tu
memoria, tu imaginación; tú mismo. Vuelve también la pregunta que un día me hizo mi
padre bajando por el Tibidabo: “Y tú”, me preguntó, “¿qué quieres ser de mayor?”. Yo
le dije director de un circo. Podría haberle dicho payaso o equilibrista, pero le dije
director.
Es, en cierto modo, lo que viene haciendo Vila-Matas toda su vida: dirigir el circo de
todos esos literatos a quienes hace hablar o callar en un largo número que se repite con
variaciones Goldberg. Esta vez lo ha hecho con un androide. Y es curioso: cuando todos
temen al lobo feroz de la inteligencia artificial, él ha utilizado a un androide como
trasunto para hablar de la libertad.
—De todos mis libros, esta es la voz más extrema, el narrador que más fuera está del
mundo. No ha nacido. No tiene padres. No tuvo infancia. No tiene recuerdos propios. Y
eso me ha dado una libertad que nunca había conocido. Siempre he buscado una voz
libre, porque la literatura es la búsqueda de la libertad. A eso aspiro, como el Quijote: a
la libertad. Porque me crie en una dictadura y hasta los 27 años viví en ella. Eso marca.
Y no quiero volver a ver nada que se le parezca ni lo más mínimo. Sin embargo, este
mundo cada vez se parece más a todo aquello.
—¿Estamos perdiendo libertad?
—Sí. Pero escribiendo puedes ser libre. Yo así me siento libre. Aunque a los libres los
tachen de locos. Mira el licenciado Vidriera: había de ser un loco para decir lo que
pensaba de su época. Lo mismo sucede hoy. Y está bien que así sea: estamos todos tan
necesariamente locos que no estarlo sería otra forma de locura. La absoluta rareza sería
la normalidad.
04
Otra maestra, otra estudiante y otra lámpara, esta vez encendida. Fue cuando la
profesora de literatura le regaló a su alumna adolescente un libro: Historia abreviada de
la literatura portátil. Iba dedicado por su autor. “Para Anna Maria, este regalo portátil”.
El volumen le cambió la vida a aquella muchacha. Hoy la que dedica libros es ella,
Anna Maria Iglesia: periodista cultural, lectora profesional para editoriales y autora de Ese famoso abismo (Wunderkammer, 2020), casi 200 páginas de conversación profunda
con Enrique Vila-Matas.
Ahí sueña Vila-Matas con una novela desterrada de tramas, argumentos y realismos y ya
felizmente instalada en la frontera; una novela en la que sin problemas se mezclara lo
autobiográfico con el ensayo, con el libro de viajes, con el diario, con la ficción pura,
con la realidad traída al texto como tal.
Ahí rememora cómo impactaron en su poética del fracaso estos versos de William
Carlos Williams: “Ninguna derrota / es enteramente derrota: / el mundo que abre es
siempre / un lugar antes insospechado. / Un mundo perdido es un mundo / que nos
llama a lugares inéditos”.
Ahí anhela una vida como viaje rectilíneo, sin Ítaca a la que regresar.
Le pido a Anna Maria Iglesia 25 adjetivos que describan a Vila-Matas. Caída la
medianoche, cuando ya duermen sus hijas, ella se sienta ante el teclado y responde de
un tirón. Y escribe irónico, paradójico, cómico, blanchotiano pero cada vez menos,
autoparódico, ambiguo, reiterativo con variaciones, afrancesado (a veces), anglosajón
(por momentos), extraño, vital, curioso, indagador, reflexivo pero no pedante, creador
de antihéroes tozudos, de ficción sin auto, de ficción pese al yo, burlesco y a la vez
tremendamente serio, inventivo, durasiano (de Marguerite) y pitoliano (de Pitol), pero
sobre todo walseriano.
Es decir, un híbrido.
05
¿Cómo sería hacer un Vila-Matas de su última novela?
Lo primero, tomar las tijeras y cortar algunas frases suyas del Canon de cámara oscura. Por ejemplo estas:
1. Utopía: mi deseo de que un día escribir y respirar no sean ritmos diferentes.
2. Escribir siempre ha sido tratar de escribir lo que escribiríamos si escribiésemos,
aunque no escribamos.
3. La vida de cualquier persona normal es exageradamente ficticia. Todos fingen todo el
rato y lo que sucede es que jamás pueden ser ellos mismos, y a su manera están
tremendamente encerrados en algo que no existe y que tiene todo el aspecto de, en el
fondo, no tener sentido alguno. Hablo del mundo, claro.
4. Vi un mundo que solo era puro vacío, pero a la vez vi que en el vacío no faltaba nada,
que éramos nosotros quienes no veíamos nada en él por culpa de nuestra ridícula visión
endeble.
5. A veces hay que seguir, como si nada, como si nadie, como si nunca.
06
En ocasiones lo han colocado en las quinielas del Premio Nobel. O del Cervantes. Raro
que no tenga el Nacional de Narrativa cuando The Paris Review lo encumbró como uno
de los cinco escritores españoles entrevistados en 70 años; lo más parecido a un canon
contemporáneo.
Ahora bien: donde Vila-Matas siempre gana es en los laboratorios metacadémicos de la
Academia.
En la base de datos que recoge todas las tesis doctorales leídas en España existen al
menos 11 tesis sobre Vila-Matas. Sobre su narrativa breve, su escritura intersticial, su
poética de la conjunción, su concepto de viaje y fuga, su laberinto especular, su
articulismo, su ficción crítica, su poética posmoderna, su aventura literaria como arma
política, algunas cosas más.
Entro en la investigación del senegalés Papa Mamour Diop, titulada Enrique Vila-Matas
y la búsqueda de la novela total (1973-2007): mestizaje genérico e intertextualidad. Son
casi 500 páginas de paseo sesudo por el mundo vilamatiano, pero me deslumbra un
concepto: la literofagia.
Literofagia: literatura que se nutre de y para sí misma. Que engulle y deglute literatura
para degradar literatura, digerir literatura, absorber literatura, excretar literatura y luego
dejar hueco para ingerir nueva literatura. Vila-Matas.
De esta investigación surge un mapa. Un territorio. Su canon real. Ese vasto mundo de
citas y afinidades que van de Pitol a Tabucchi, de Magris a Sebald, de Bolaño a Musil.
Y sobre todo: la angustia existencial de Kafka, el concepto libro-mundo de Joyce, la
escritura infinita de Borges, la desaparición del autor de Walser, el paroxismo de la
experimentación en Goethe, Shakespeare y Cervantes. Son los puntos cardinales de su
atlas.
07
Dice Elias Canetti: “Todo escritor que ha conseguido un nombre y que lo impone sabe
que, por este motivo, deja de ser escritor, pues administra posiciones como un burgués
cualquiera”.
¿Se ha aburguesado?
—Esa idea de Canetti me crea un sentimiento de culpa. No puedo evitarlo. Hay tantas
novelas rechazadas de genios que nos hemos perdido… Y en cambio yo, como otros,
ocupo un sitio. Ahora bien: lo horroroso es si evitas el riesgo para conservar tu sitio
burgués. Porque sin riesgo no tiene sentido la literatura. En este libro está muy presente
el concepto de la oscuridad. A ello me llevó una idea de Maurice Blanchot. Él decía que
la oscuridad que vemos disimula la oscuridad que hay detrás. Solo hallamos alguna luz,
si es que la hallamos, avanzando entre tinieblas. Justo eso es escribir: un oficio de
tinieblas. Cuando avanzas en la oscuridad vas a tientas. Te arriesgas. Vives.
¿Y el miedo al fracaso?
—El fracaso es inherente a la escritura. Y no es ninguna tragedia. Al contrario: el
fracaso es digno. Es más: puede incluso superar al triunfo. Mira: una vez pude
entrevistar a Dalí y me respondió algo que solo ahora he comprendido: “La obra
perfecta es la muerte”.
08
La obra perfecta de un bartleby que no escribe, como Vidal Escabia, es componer un
canon literario desplazado, intempestivo, inactual. De los libros que el narrador va
salvando en su cuarto oscuro aparecen nombres consagrados: Ovidio, Cervantes,
Melville, Montaigne, Musil, Walser, Sterne, Zweig, Kafka, Canetti, Calvino, Fitzgerald,
Barthes, Ribeyro, Martín-Santos, Handke, Banville, Tavares. También surgen otras
plumas más periféricas que entran o aguardan su turno para alcanzar el canon oscuro,
como Alfred North Whitehead, Ryoko Sekiguchi, David Markson, Alberto Savinio,
Harold Duché, Sergio Chejfec, Valeria Luiselli, Pablo Martín Sánchez o Camila
Cañeque, otra cazacitas con sus 452 últimas frases antes del verdadero final.
09
Página 199. Vila-Matas habla de un concepto japonés intraducible: ikigai. Más o menos
quiere decir la razón de vivir, la razón de ser, lo que hace que una vida valga la pena ser
vivida. El ikigai se da cuando se alinean cuatro aspectos:
Lo que te gusta.
Lo que haces bien.
Lo que te da una recompensa.
Aquello que el mundo necesita de ti.
Oír hablar a Vila-Matas en la trastienda de una librería, oírle decir que solo el amor y la
literatura dan sentido a la vida, oírle decir que ama tanto a la literatura que experimenta
con ella un sentido de pertenencia hasta identificarla consigo mismo y con su vida, oír
hablar delante de una carpeta al niño mayor que hace setenta y pico años ideaba
historias imaginarias con sus soldaditos de plomo y que aún sigue con los grillos
asomando por esos ojos en vela, oír todo eso es entender su ikigai: escribir y respira |