ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Lenguaje y significado. A Rossi
Lenguaje y significado. A Rossi



Manual del distraído. A. Rossi
Manual del distraído. A. Rossi




Alejandro Rossi y Vila-Matas en México DF
Alejandro Rossi y Vila-Matas en México DF



A. Rossi
A. Rossi
EL MANUAL DE ALEJANDRO ROSSI: RELATO DE UN DESCUBRIMIENTO

ERNESTO BALTAR


Descubrí aquel libro como se descubren las cosas importantes en la vida: por casualidad. No llegué a su lectura a través de la recomendación de un amigo o de la reseña de un suplemento literario o de las alabanzas entusiastas de otro escritor. Fue más sencillo y natural. Estaba curioseando, a media tarde, entre las mesas y estantes de una librería de la Castellana, cuando de repente lo vi.

Lo primero que me llamó la atención fue el título: Manual del distraído. El nombre del autor, Alejandro Rossi, no me sonaba de nada. No lo había oído nunca, ni recordaba haberlo visto mencionado. Seguí el procedimiento habitual en estos casos: tomé el libro en mis manos, lo abrí aleatoriamente por varias páginas y fui leyendo la primera frase que me saltaba a la vista.

Todas las frases seleccionadas al azar me parecieron perfectas: lúcidas, exactas, melodiosas, inteligentes, penetrantes, rebosantes de talento e ironía. Celebraban la variedad del mundo y demostraban gran amor por el detalle, lo fugaz, lo anecdótico, lo nimio. Aquel acierto unánime no podía ser mera coincidencia. Pensé: todavía es posible el milagro. Y compré el libro, sin dudarlo un segundo.

Traspasada la puerta de la librería, lo saqué de la bolsa y me puse a leerlo. Crucé por el paso de cebra, llegué a la parada de autobús y continué leyéndolo. Subí al 40, me senté en los asientos del fondo y seguí enfrascado en la lectura. No podía dar crédito. Era increíble. «Creo que esto es lo que llevaba buscando toda mi vida» murmuré para mis adentros. Este hombre había escrito no sólo lo que yo quería leer y lo que me gustaría escribir, sino que, en cierto modo, ahí estaba yo. Estaba la voz que decía mis palabras, la mirada que observaba a través de mis ojos, pero también –por así decirlo– una especie de amigo o álter ego. Así, al menos, lo sentía: como un yo de otra época (en concreto, los textos del Manual fueron escritos antes de mi nacimiento), de otro país, con una vida muy lejana pero íntimamente cercana. O algo así.

Llegué a casa y seguí leyendo sin parar. Cada página, cada frase, cada idea, era una nueva constatación de hallarme ante mi doble. El tono, el estilo, las lecturas, los gustos, las influencias, la formación filosófica, la vocación literaria, buena parte de las reflexiones… todo me recordaba a mí. Leer a Rossi era como leer delante de un espejo.

Por si quedaba alguna duda, pasó mi mujer por mi lado, vio el título del libro y dijo: «Manual del distraído. Eso lo han escrito para ti ¿no?».

Sólo había sentido algo parecido, muchos años antes, leyendo alguna cosa de Gesualdo Bufalino: era como si todas las lecturas, todos los clásicos, allí, tan bien digeridos, adquirieran de pronto un nuevo sentido. Al leerlo me sentía extraño: disfrutaba más que nunca, pero también intuía que no me quedaba nada más por decir. Para qué, si ya lo había dicho otro por mí.

Rossi parecía haber logrado la alquimia imposible: conjugar la abstracción de las ideas con los hechos concretos, significativos; concertar lo más grande con lo más pequeño, lo permanente con lo efímero, la pureza teórica con la experiencia personal, la razón perenne con la vida cotidiana, fugitiva. Quizá me hallaba, por fin, ante la anhelada fusión entre filosofía y literatura.

Rossi era como un Juan de Mairena que hubiese leído a Borges. En cuanto al estilo, los giros, las expresiones y el lenguaje, sí, las resonancias eran claramente borgianas. Pero en cuanto a la profundidad de las ideas, la observación de la realidad, la indagación introspectiva y el disfrute de la existencia, era otra cosa. Rossi tenía más empaque filosófico, más sabiduría vital, un sentido del humor más fino. Lo que en Borges se quedaba en juego literario, erudición libresca y retórica seudometafísica, en Rossi adquiría otra dimensión: tenía brillo y valor para la vida; no renunciaba al temblor, a la emoción, a la memoria íntima. Por eso resultaba menos artificial. Además, hacía un uso preciso y elocuente de las citas y partía de unos conocimientos filosóficos sólidos.

En los textos del Manual se respira ese gusto machadiano por la paradoja, por el equívoco, por las ambigüedades del lenguaje y por la concisión, en contraste con el rigor, la sistematicidad y la monotonía de los grandes sistemas filosóficos que el mismo Rossi tenía que abordar en su labor docente en la universidad (hizo su tesis doctoral sobre Hegel y fue uno de los asistentes al recordado Seminario de José Gaos sobre la Lógica hegeliana durante los cursos 1951-1954). De hecho él percibía en Mairena otra forma de hacer filosofía, expresada en estilo literario y con unos límites menos rígidos («enseñar virtudes mostrando defectos: los callejones sin salida de sus reflexiones, las continuas incertidumbres, sus limitaciones, sus ignorancias, las dudas, los dilemas insuperables»), pensaba que a la buena filosofía se llega siempre desde problemas no filosóficos y aconsejaba una lectura «sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle». La grandeza de lo menor.

Por eso, cuando uno de aquellos días, buscando información sobre sus libros en internet, me encontré con su página personal de la Universidad de México (donde había ejercido durante muchos años de profesor de filosofía) y vi que venía una dirección de email, decidí escribirle. Lo veía casi como una obligación, no sé, como una cuestión de honor, de justicia, o de simple educación. Si se hubiese tratado de un autor muy famoso, premiado y reconocido, ni se me hubiese ocurrido escribirle, pero como era un escritor prácticamente desconocido en España (al menos yo nunca había oído hablar de él), me parecía, ya digo, casi un deber. Tenía que agradecerle a aquel hombre lo mucho que estaba disfrutando leyéndolo, contarle la emoción que me había producido su descubrimiento, lo identificado que me sentía con sus gustos, reflexiones, intereses, etc. Además, le explicaba en el correo los libros que había conseguido y los que no, y que seguía sin tener muy clara la lista de su bibliografía. Al final de la carta, me presenté muy brevemente y le expresé mi esperanza de que escribiese más cosas, para poder disfrutarlas.

Lo envié pensando que lo normal era que aquella dirección de email ya no funcionase, pero unos días después me llegó esta contestación:

        Lunes 3 de noviembre de 2008, 22:44 h.

        Apreciado amigo,
        Todo autor desea recibir una carta como la que usted me envió. Ha sido una sorpresa y una alegría. Me complace, en particular, que haya usted estudiado filosofía y tenga 31 años. Yo ando ya por los 76 y con la salud sumamente quebrantada. No sé si dará tiempo ya a publicar cosas nuevas, salvo —en un futuro lejano— páginas de mis diarios.
        Sueños de Occam fue subsumido en Un café con Gorrondona y en cuanto a Diario de Guerra es un texto que también encontrará usted en dicho libro. Por otra parte, da título a una Antología que publicó hace muchos años la revista Vuelta de escritos míos. Lenguaje y significado está publicado en la Colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica y, si me lo permite y me remite su dirección, le diré a la editorial que se lo envíe.
        Una vez más, amigo Baltar, le expreso mi agradecimiento por una lectura tan estimulante y generosa.
        Un saludo cordial,
        Alejandro Rossi.


Le contesté agradecido y le di mi dirección postal. Varias semanas después me llegó a casa Lenguaje y significado, un librito con varios ensayos filosóficos en torno a cuestiones del lenguaje: sobre las Investigaciones lógicas de Husserl, sobre el concepto de «lenguaje privado» en Wittgenstein, sobre la teoría de las descripciones de Russell y la crítica que Strawson hizo de ella, etc. Una maravilla.

Pude distinguir entonces dos Rossis completamente distintos: el filósofo analítico y el literato. El primero es preciso, claro, formal, sobrio y riguroso, como corresponde a su materia; el segundo es agudo, ocurrente, irónico, lúdico y provocador, para solaz de sus lectores. A la postre el Rossi creador vencía al profesor, y en algunos pasajes del Manual los dos perfiles de su fisonomía, tan dispares, habían alcanzado una fusión milagrosa. También en su diario, aún inédito, parece haberse logrado esa prodigiosa alquimia.1

Siete meses después de aquella carta, el 5 de junio de 2009, murió Alejandro Rossi en su casa de México D.F. Llevaba varios años muy enfermo, con un enfisema pulmonar que le obligaba a vivir pegado a la botella de oxígeno.

El recuerdo de su imagen en el azogue del espejo –pasajero enigmático, conversador distraído, extranjero de todo– me acompañará para siempre, como al caminante su sombra, como al personaje su autor.

**Publicado en Clarín: Revista de Nueva Literatura, nº 132, noviembre-diciembre de 2017.


1 En agosto de 2015, en su número 200, la revista Letras Libres publicó algunos fragmentos de su diario inédito. Se mencionaba allí la existencia de decenas de cuadernos y más de mil cuartillas que abarcaban diez años de la vida de Rossi (del 10 de septiembre de 1993 al 23 de diciembre de 2003), con variedad de textos y tonos: apuntes filosóficos, reflexiones políticas, comentarios de lecturas, descripciones de personajes –reales y ficticios–, anécdotas del mundo literario, estampas académicas, pinceladas narrativas, notas de la vida familiar, «atormentadas prosas del insomnio» y divagaciones lúcidas y ociosas. Esperamos poder verlo pronto publicado en su integridad.

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