ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Manet: Olympia






Manet-Hopper






Manet: Musica en el Jardín de las Tullerias
MANET EN LONDRES

BORJA BERGARECHE

Murió joven y clásicamente, a los 51 años y de sífilis. Pero en tres cortas décadas de carrera artística el pintor francés Édouard Manet (París, 1832) definió los contornos de la mirada moderna. Para demostrarlo –para mostrarlo, mejor- la Royal Academy de Londres ha reunido 51 cuadros, varias acuarelas y algunas fotografías en la muestra «Manet: retratando la vida», que se inaugura este sábado y que constituye la mayor exposición hasta la fecha sobre este crucial artista francés en el Reino Unido. La intención de sus responsables es descubrirnos a Manet como el retratista de la vida moderna par excellence a través de una obra en la que hasta las pinturas de género eran en realidad afinadas representaciones de los protagonistas de su tiempo.

Su obra es indisociable de su vida, sus personajes, con nombres y apellidos, salen directamente de vivencias concretas, y los presuntos géneros y temas no son más que reflejos meta-pictóricos de una obsesión: retratar la vida moderna en la gran ciudad. “Es el padre de la pintura moderna”, asegura Larry Nichols, especialista del museo de Arte de Toledo (Ohio). “La exposición muestra cómo cruzaba del retrato a la pintura de género, y cómo se diluyen las fronteras entre una y otra cosa”, explica.

Manet nació en París en una familia acomodada. Su padre era un alto funcionario del ministerio de Justicia. Su madre era la hija de un diplomático. Y la capital francesa fue el universo en el que creó su propia modernidad. “Manet era sobre todo una criatura urbana y social, para él la vida moderna es París, y en el París de la segunda mitad del siglo XIX lo moderno es pintar lo que ves, no hay mitología, no hay imaginación”, afirma Mary Anne Stevens, responsable de la muestra junto a Nichols. “Su empeño es construir un nuevo lenguaje que refleje las nociones de modernidad que él y sus amigos discutían”, explica Stevens.

El pintor francés respetó siempre a sus contemporáneos los impresionistas, pero se negó siempre a exponer su obra con ellos en los ocho salones impresionistas que marcaron la escena artística del momento, entre 1874 y 1886. Su pelea era otra, más ingrata. Cuando salía de París, no lo hacía en busca de nuevas sensaciones paisajísticas como sus amigos Monet o Degas. Y cuando enseña su célebre Olympia –en la que representa a la Venus de Tiziano como una prostituta parisina, encarnada por su modelo-fetiche, Victorine Meurent, objeto de una sala específica de la exposición– la crítica es feroz.

La exposición, ordenada por temas y no por cronología –“no es una retrospectiva”, advierten-, dedica una espaciosa sala a Música en el Jardín de las Tullerías. En apariencia una escena costumbrista del ocio burgués de la época, Manet inserta en el cuadro a miembros de su familia y a amigos como los escritores Téophile Gautier y Charles Baudelaire o el músico Jacques Offenbach. El propio Manet aparece como un actor más a la izquierda del cuadro. La pintura de género se convierte así en un retrato urgente de su propio momento en el que casi se puede escuchar las discusiones sobre el asunto que les ocupaba: el papel de la música en el arte moderno. Con los elegantes vestidos de sus protagonistas y detalles como el moderno mobiliario del jardín, Manet se hace eco de las concepciones sobre la belleza de su gran amigo Baudelaire, poeta y crítico de arte, para quien la música es la forma más elevada de arte. Pero, más que un teórico, Manet era un moderno en el sentido más anti-academicista del término. En El almuerzo, en apariencia un bodegón que retrataría una comida en un restaurante, los personajes no se comunican y se ha terminado la comida. No hay cordialidad. Son seres aislados.

El joven protagonista es, en realidad, Léon, el hijo de paternidad desconocida de su mujer, la holandesa Suzanne Leenhoff. La atención se centra misteriosamente en el estudio gastronómico a la derecha del cuadro –a la manera de los bodegones flamencos- y en el barco de vapor que aparece difuminado detrás de la ventana de la izquierda. Un «juego bi-dimensional», según Stevens, en el que el artista nos obliga a ver el proceso de elaboración del cuadro tanto como sus protagonistas. «Cada manet debe ser entendido como una serie de extrañas proposiciones ficcionales, y El almuerzo es incluso más ambicioso que otros cuadros suyos», escribió el crítico británico Julian Barnes.

Obras suyas como La vía férrea, una de las que cierra la muestra, dejaron aturdidos a los críticos del momento. Una joven madre –de nuevo, la modelo Victorine Meurent- nos mira mientras su hija, de espaldas, contempla la nube de vapor que deja el tren a su paso. “Es un retrato, sí, de la niña que nos da la espalda”, explicó Manet en su día. En el primer plano, la calma de la escena familiar. En el segundo plano, el ruido y la violencia de la vía férrea enclavada en la ciudad, muy cerca de la Gare St. Lazare. Al lado de ese emplazamiento vivía el poeta simbolista Stéphane Mallarmé, gran amigo del pintor. “No pintes el objeto en sí sino el efecto que produce”, defendía Mallarmé, una de las influencias clave en el diálogo permanente sobre la modernidad que impulsó la obra de Manet.

La muestra incluye, en las dos salas dedicadas al círculo intelectual y literario que rodeaba al pintor, el retrato tan manetiano que le hizo su amigo en 1876. Mallarmé, máximo representante del ideal del arte por el arte, aparece en actitud ensoñadora, recostado, sujetando un puro en lugar de la pluma de escritor. “No hay elementos literarios sino el poeta mismo, es un nuevo concepto del género del retrato literario”, explica Stevens.

En el único de los dos autorretratos pintados por Manet obtenido por la Royal Academy –que ha tardado años en pactar todos los préstamos necesarios para esta muestra–, el propio Manet no se retrata al uso, como un pintor, sino como un miembro más de esa sociedad urbana y moderna en la que vivía. El retrato de otro de sus grandes amigos, el escritor naturalista Emile Zola, es un prodigio de relato en varios niveles. Zola y Mallarmé fueron los grandes defensores del pintor durante el escándalo creado por su Olympia. El panfleto azul Manet, escrito entonces por Zola –quien en 1898 denunciaría el antisemitismo en el ejército con su célebre carta Yo acuso por el caso Dreyfus–le sirve al pintor para firmar el cuadro, en el que cuelga en una de las paredes una imagen del polémico lienzo. Es una lástima que el original de Olympia no forme parte de la exposición.

En las manos de Zola, un libro sobre Goya y Velázquez, las dos grandes referencias para Manet junto al holandés Frans Hals. «Manet siempre dijo que Hals debía haber sido español», explica Stevens a ABC. En 1865, el pintor realizó su único viaje a Madrid para ver de primera mano la obra de los dos «gigantes» españoles. “Fue una revelación para él”, comenta Stevens.

La radical diferencia de composición y actitud en los retratos de estos dos escritores muestran la profundidad intelectual y versatilidad técnica de un artista que es, para muchos, también el último retratista de la escuela que iniciaron sus maestros. Así, el retrato del actor Philibert Rouvière vestido de Hamlet es un puro ejercicio velazquiano, además de un posible guiño a su amigo Baudelaire, muy enfermo, y gran aficionado al trabajo de Rouvière.

Otro de los platos fuertes de la exposición, que estará en Londres hasta el 14 de abril de este 2013, procedente de Ohio (EE.UU.), es el célebre Déjeuner sur l'herbe, del que la muestra ofrece una versión más pequeña y posterior al cuadro que causó furor en el histórico “Salon des Refusés” parisino de 1863.

Publicado en ABC el 25.01.2013

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