ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Siri Hustvedt




Matisse




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Matisse




HABLANDO CON SIRI HUSTVEDT

LAURA FERNÁNDEZ


En una ocasión un periodista le preguntó a Siri Hustvedt si todo lo que sabía de psicoanálisis se lo había enseñado su marido, el también escritor Paul Auster. Siri dijo que no. Pero el periodista insistió. El periodista le dijo que claramente ella sabía todo lo que sabía de neurociencia y, sí, psicoanálisis, porque vivía con Paul Auster y él debía ser el experto. Hustvedt sonrió e hizo lo que hace siempre en estas ocasiones. “No me lo tomé en serio”, recuerda. “Lo peor de este tipo de comentarios es tomártelos en serio. Por suerte tenemos la risa. Podemos y debemos reírnos de todo eso, porque si te lo tomas en serio, si te enfadas, la sensación es la de que ellos ganan”, dice.

¿Qué hizo? “Le dije, muy seria, que mi marido no tenía ni la más remota idea de neurociencia ni de psicoanálisis, y le detallé mis intereses, dejándole completamente fuera de juego, porque no iba a atreverse a dudar de algo que él también desconocía por completo”, contesta. “Aún me pregunto si su comentario pretendía hacerme daño, si estaba siendo verdaderamente cruel o simplemente inocente. Tal vez sólo quería creer que su escritor favorito era responsable de la educación de su mujer”. Sí, aquel comentario estaba precedido de otros muchos, y le siguieron, y le seguirán otros del mismo calibre. Pero Hustvedt, que además de una brillante novelista, es experta en neurociencia y psicoanálisis –“No dejo de leer artículos, ensayos, prácticamente leo durante cuatro horas al día, y todo lo que leo me afecta, cambia la manera en que pensaba hasta el momento en que he dado con lo que sea que esté leyendo”, confiesa–, no le teme al lobo feroz del prejuicio (machista), porque tiene, dice, su sonrisa, la ironía punzante que siempre, ríe la última y ríe mejor.

Y pese a ganar todos los combates sigue preguntándose por ello, ¿por qué los hombres siempre le explican cosas? ¿Lo hacen por verdadera descortesía? ¿Es una falta de respeto consciente o es algo que simplemente no pueden evitar hacer? En La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres (Seix Barral), su fascinante colección de ensayos –escritos entre 2011 y 2015– en la que la acompañamos al museo y la vemos contemplar cuadros de Picasso protagonizados por mujeres, devorar de forma compulsiva a Kierkegaard, obsesionarse con el sexo –y con cómo pensar en él– a la manera en que lo hizo Susan Sontag, detenerse en su admirada Louise Bourgeois, visitar a su psicoanalista, y despedazar a Karl Ove Knausgard, el autor de Mi lucha, la vida del escritor que redefine su masculinidad en seis volúmenes y que lo hace a partir de viajes de ida y vuelta a la guardería, a fiestas de cumpleaños, a los recuerdos de cuando iba a la piscina con el gorro de baño de su madre siendo niño. Es decir, explotando su lado femenino. Pero avergonzándose por ello. “En serio, creo que si una mujer hubiera hecho algo así, habría pasado desapercibido. Habrían dicho: 'No es más que otra mujer hablando de ir a buscar los niños a la guardería'. Es francamente triste”, dice.

Parece relajada. Está sentada en una butaca. Es increíblemente alta, delgada. Sonríe a menudo. Habla de su hija Sophie. La actriz y cantante Sophie Auster. Dice que fueron juntas a la manifestación que se convocó en Washington D.C. Al día siguiente de la victoria de Donald Trump. No le gusta Donald Trump. Cree que su elección ha tenido mucho que ver con el miedo que los hombres tienen a las mujeres. Miedo a que el feminismo avance. “Es un intento de devolvernos al lugar del que no debimos haber salido”, dice. También dice que los hombres no quieren compartir ciertos espacios. Espacios que creen que las mujeres están invadiendo. Como si el hecho de que los invadieran significara que desaparecen. Se encoge de hombros. Sacude la cabeza.

¿De qué cree que tienen miedo?
La sensación que tengo es que temen perder su autonomía. No quieren volver a sentirse niños. Para ellos, un lugar ocupado por una mujer es un lugar en el que sentirse pequeños, dependientes. A las mujeres esto no nos ocurre. No vemos entrar a un hombre y nos decimos: 'Oh, no, ya no estamos solas. Esto era nuestro y ahora ya no lo es'. Porque no tenemos miedo a perder nuestra independencia porque haya un hombre con nosotras. En el caso de los hombres, la idea de la madre sigue siendo tan potente que no pueden evitar pensarlo. De ahí que se sientan tan incómodos cuando creen que ocupamos un espacio que era propio, un espacio en el que no había 'madres'.

¿Pero no es una reacción infantil?
Sí, aunque no de forma consciente. No sé si diría que es miedo, más bien diría que para los hombres, no existimos. Que sólo se sienten importantes ante la mirada de otro hombre. Que sólo actúan para otros hombres. No ven a las mujeres, para ellos no cuentan. De ahí que todo el asunto de Knausgard sea tan sintomático.

¿Sintomático?
En uno de los ensayos incluidos en el libro, cuento cómo, durante una charla en la que hice de su interlocutora, durante la presentación de uno de los volúmenes de 'Mi lucha' en Estados Unidos, se me ocurrió preguntarle, hacia el final de la entrevista – y no debemos olvidar que era una entrevista con público, y público mayoritariamente femenino –, por qué no había menciones a escritoras en sus novelas, y si es que no había habido en su formación como escritor demasiadas autoras. Me contestó que no, y me dio el nombre de una autora – Julia Kristeva – que, por lo que pude saber después, es la que todo el mundo lee por obligación en el instituto. Y cuando quise saber por qué, me contestó que porque las mujeres no son competencia. La charla se acabó ahí, y no tuve oportunidad de preguntarle a qué se refería exactamente.

¿Y a qué cree que se refería?
Me niego a creer que fuese a que para él Kristeva es la única autora que merece un respeto. Creo que lo que quería decir es que para él competir significa medirse con otros hombres, aunque luego opine que leer y escribir es cosa de mujeres, o que eso es lo que aún no puede evitar pensar. Y aunque su obra sea esencialmente femenina, porque se ocupa de aquello que entendemos por femenino, lo doméstico, los sentimientos.

Así, ¿diría que aunque Knausgard no considera a las mujeres competencia su obra es básicamente femenina?
Sí. Opino que todos somos un poco hombres y un poco mujeres, y que la obra de una mujer puede ser mucho más masculina que la de un hombre –fijémonos en la de Louise Burgeois– y que la de un hombre puede ser femenina que la de una mujer, y aquí Knausgard sería el ejemplo más paradigmático. Y es apasionante porque estamos hablando de conceptos que nada tienen que ver con el sexo de su autor o su autora. Pero también podría explicar por qué se ha creado tanto revuelo alrededor de 'Mi lucha'. Después de todo no es más que un hombre escribiendo de lo que supuestamente escriben sólo las mujeres: sentimientos.

Recuerda en el libro cómo llevaba a su hija Sophie al colegio con trenzas y se pregunta si el peinado ha tenido o aún tiene mucho que ver en nuestra concepción de lo masculino y lo femenino, ¿lo tiene?
Creo que sí. Hay creencias arraigadas de las que no podemos desprendernos, y es curioso pero en este terreno podría decirse que las niñas tienen más margen para explorar las formas masculinas que al revés. Es decir, los niños no irán al colegio con trenzas ni con horquillas, pero las niñas si pueden cortarse el pelo como un chico y nadie va a reírse de ellas, de lo que se desprende que el poder contaminante de lo femenino para un niño es mayor que el de lo masculino para una niña.

Pero usted siempre ha llevado el pelo largo.
No siempre, pero nunca me he atrevido a raparme, hay algo en el pelo que tiene mucho que ver con nosotros mismos. Cortarlo equivale a cortar con un yo anterior.

Confiesa en el libro haberse psicoanalizado y seguir haciéndolo –dos veces por semana– y también que el psicoanálisis la ha hecho más libre.
Sí. Y aún sigue siendo un misterio cómo me ha hecho más libre. Y cómo me ha cambiado. Y en cierto sentido he llegado a la conclusión de que el psicoanálisis tiene mucho que ver con el arte. El hecho de crear. Funciona de forma intuitiva, como ocurre en el arte, y lo que se crea es a la persona que se psicoanaliza. Se la crea a partir del diálogo. Como en el arte, hay un yo creador y un yo imaginario. No sé, cuando escribo una novela siempre tengo la sensación de que desentierro recuerdos, y eso es un poco lo que haces en la consulta.

¿Su fascinación por la neurociencia partió del episodio que relata en La mujer temblorosa, de su crisis nerviosa?
No, es anterior. Empezó en la universidad. Me empezó a interesar el misticismo, y leyendo sobre él encontré la conexión con la ciencia a través de la epilepsia. Desde entonces podría decirse que ando buscando la pieza biológica que explica nuestros comportamientos.

¿Y de dónde viene su obsesión por Kierkegaard?
No lo sé. Quizá tenga algo que ver con el lugar en el que vivíamos cuando era niña. Más bien, con los vecinos que teníamos. Vivíamos en Northfield, en las afueras de Minnesota. Nuestros vecinos eran Edna y Howard Hong, y por entonces estaban traduciendo todos los libros de Kierkegaard para la edición que ahora tengo. Cada vez que iba a verlos veía a Kierkegaard como una montaña de papeles encima del escritorio de Edna. Recuerdo que me hacía pensar en un hombre gris y fantasmal, porque su nombre me recordaba a la palabra 'kirkegarden', que significa 'cementerio' en noruego. Lo que puedo decir de lo que pasó cuando lo leí por primera vez es que sentí toda esa pasión de la que hablaba.

¿Qué edad tenía?
15 años.

También fue a los 16 que empezó a leer a Freud.
Sí. Supongo que todo empezó en la adolescencia.

¿Habla de todo ello con su marido?
A él no le interesa tanto como a mí, al contrario de lo que pensaba aquel periodista que no dejaba de insistir en que era Paul quien me lo había enseñado todo, pero evidentemente, hablamos del tema.

Decía que fue a la manifestación de mujeres que se convocó después de la victoria de Donald Trump, ¿cree que lo que ocurra con Trump en el poder será en muchos sentidos irreversible?
Estoy aterrorizada. Pero por suerte, la democracia es un sistema lento. Por primera vez, me siento afortunada por el hecho de qu exista la burocracia. El sistema está diseñado para no ser eficiente, y eso puede ayudarnos a luchar contra Trump. Pero hay que salir a la calle y decir que no nos gusta. Y organizar una resistencia. Yo formo parte de ella. Recaudamos dinero para montar todo tipo de actividades. Que quede claro que no nos gusta lo que está pasando. Y para asegurarnos de que nuestro gobierno volverá, y que lo hará intacto. Después de todo, hay un completo incompetente al frente del país con el ejército más potente del mundo. Podría pasar cualquier cosa. Y no queremos que pase.


[Barcelona, Vanity Fair, 24 de abril de 2017]

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