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VIENEN LOS FANTASMAS
A. G. PORTA
« Courage, jeune homme,… Ne quitte ton atelier que pour aller consulter la nature. Habite les champs avec elle. Va voir le soleil se lever et se coucher, le ciel se colorer de nouages. Promène-toi dans la prairie, autour des troupeaux. Vois les herbes brillantes des gouttes de la rosée. Vois les vapeurs se former sur le soir, s’étendre sur la plaine et te dérober peu à peu la cime des montagnes. Quitte ton lit de grand matin, malgré la femme jeune et charmante près de laquelle tu reposes… Va voir l’orage se former, éclater et finir ; et que, dans deux ans d’ici, je retrouve au Salon les arbres qu’il aura brisés, les torrents qu’il aura grossis, tout le spectacle de son ravage ; et que, mon ami et moi, l’un contre l’autre, appuyés, les yeux attachés sur ton ouvrage, nous en soyons encore effrayés.
Diderot. Salon de 1765. Loutherbourg.
“Querido Toni, acabo de soñar contigo… los dos estábamos de pie y hablábamos de un poema mío, pero dentro de una atmósfera de espera, el poema era perfecto y yo no lo había mandado a un concurso, tú me preguntabas por qué, entonces comprendía que el organizador del concurso eras tú y tal vez traías el dinero en un bolsillo y yo te decía que había olvidado el poema, que era sangriento y ya no me importaba…”
Roberto Bolaño, octubre de 1982.
Ahora vienen los fantasmas, se presentan de improviso, sin avisar. Me recuerdan que no hubo concurso, ni poema ni dinero. Me hacen pensar en las paletadas grises y en la atmósfera de espera, en los futbolines y en los cuartos en penumbra. Vienen los fantasmas, digo. Todavía ahora, tras los años, con mucho sigilo, asaltan la memoria, juegan sus partidas, como tú y yo, tú al otro lado, rey imbatido de Córdoba, ese lugar donde los jugadores solían temerte, te temían o temían perderte. Y ahí te veo, mientras arrastras la bola y preguntas por la Plaza Martorell; quieres saber si recuerdo sus mediodías, si son como eran antes, como entonces. Repaso nuestra conversación. No sé qué sentido tiene, si no es atravesar el pasado o la memoria, como si ésta fuese materia blanda y la palabra un alfiler hiriente. Y todo sucede mientras seguimos jugando, mientras pasan las horas y los días. A veces escribes, y tus cartas llegan de improviso, silenciosas, como si te hubieras ido y yo no esperara nada. Mis novedades son pocas, dices, escribo, converso con mi perra, paseo bajo las murallas. Otra editorial te ha devuelto la novela. Vienen los fantasmas, pienso, con su pesada carga, el grueso de sus obras atadas a la espalda. Revisan el pasado, ponen boca arriba cuanto creíamos cierto, acuden a nosotros con sus recuerdos, surgen de cualquier rincón, de cajones y baúles repletos, llaman a las puertas y hablan de sus cosas, que son las nuestras de aquellos tiempos.
A veces escucho tu voz. Viene, como los fantasmas, tal como fue tal como era, a través del teléfono, esa llamada semanal que nunca falta. Preguntas por mi escritura, por Anna y por Joel. Luego mandas uno o dos consejos: Escribe, insistes. A veces me sorprende verte a mi lado. ¿Qué hay Tonet?, quieres saber. Lo de siempre, respondo, las cosas no han cambiado. Mientras, la gente me observa preocupada. No es que hable solo, lo que ocurre es que mi amigo es invisible, les digo. A estas alturas te has convertido en uno y en muchos a la vez, y tienes el don de la ubicuidad porque estás aquí y ahora, en tu Blanes querido, y en tu Distrito quinto, en tu D.F., y en Viña del Mar, en la piscina Recreo tirándote piqueros. Mario ha muerto, anuncias. Te refieres a Mario Santiago, por supuesto. Tu voz es floja y parece que va a perderse en la lejanía del teléfono. Hablas de perdedores, de enfermedad y de miedo, pero sobretodo de derrota, de héroes, estoicos ellos, que aguantan, apuntas, lo que aguante el cuerpo.
A veces escribes: tus cartas llegan en papel fino transparente, tus postales representan Dragones de Lusitania o Carabineros de María Luisa. Quieres saber qué hago, cómo me va. Qué tal me sienta la escritura. A veces llamas, preguntas si puedo llevarte a alguna parte. ¿Cuándo?, te interrogo. Ahora, me apremias tú. Luego, en la carretera cambias de planes y decides un destino nuevo: una cafetería de autopista de esas que tanto detesto. Entonces enciendes un cigarrillo y respiras profundamente. Has escrito durante la noche y tienes sueño; una chica aparca afuera, tras los cristales. Un poeta puede soportarlo todo: el hambre, la soledad, la traición, incluso el rechazo y el silencio. Son bonitas las muchachas, dices mirando al cielo, como si doliera su hermosura, como si no pudieras verla, como si no pudiera verte tras sus gafas oscuras. A veces se te ve cansado. A veces me entran dudas.
Ahora quisiera irme, pero me retienes aún. Quédate, me pides, y pasamos el rato en silencio. Yo no abandono, comentas al fin. El miércoles te pondrás la corona de espinas y la chaqueta de cuero. Visitaré editoriales, afirmas. De nuevo tus cartas. “Querido Toni, perdimos el Gijón y nos rechazaron en Planeta.” Y más tarde: “Mi novela avanza por el camino de la miseria, el más esforzado y noble. Escribo algo que me granjeará la paciente amistad de algún lejano y joven lector de mi lejana y joven América. Apenas acabe daré comienzo a la redacción de la Enciclopedia Abreviada, contigo o sin ti, como decían esos boleros de burdel veracruzano. Que Valle Inclán me ilumine o nos ilumine. Te mando besos.”
A veces fumamos un cigarrillo juntos, mirando al mar desde el paseo, desde el vacío de la tarde. ¿Qué hará el Barça?, preguntas. Lo de todos los domingos, te digo. Hablamos de van de Kerckhove, futbolista y poeta. Hablamos de Latinoamérica, de la niña y de Lautaro. Aunque para poetas, los de Francia, claro. Luego te despides, pero permaneces ahí sin moverte. Hasta pronto, sonríes, y yo sigo mirando al mar, lejos, muy lejos, más allá de las barcas de los pescadores y de los transatlánticos que lo surcan sobre el horizonte. Como siempre, no sé aconsejarte. Sé que te esperan, que has de ir sin demora y se me ocurre pedirte que no te entretengas conmigo. Vete ya, te digo. No has de dejar de amarnos pero vete. Vete a Nueva York, sueña que eres un detective y que Mark Twain te contrata para salvarle la vida a alguien que no tiene rostro. Vete a ver si encuentras esa universidad desconocida. Deambula anónimamente por las Españas, y cuando regreses, hazlo con tus generales rusos y el tablero de estratega. Tráete a tus poetas, a esos policías latinoamericanos sin futuro, a las putas oprimidas y a los ángeles guardianes. Déjanos ver tu mundo asimétrico, todo ese espectáculo avanzando, esa columna inmensa, ese pulmón de esperanza. Querido Roberto –te escribo en una postal–, cuando regreses, hazlo al frente de tus ejércitos de rebeldes; al frente de tus legiones de romanos, rodéate de jóvenes revolucionarios. Tráete a Pound y a Carlos Williams, a Estellés y a Ferrater. Dios mío, a Ferrater, a quien tanto quieres, y también a Parra y a Lihn. Tráete a Biga. Tráete a esos poetas que descubriste nadie sabe dónde ni cómo, salvo Mario, claro está. Tal vez sepa él de dónde salen los poetas, tal vez lo haya escrito en alguna parte, puede que en un papel, aunque quizás tampoco nadie recuerde dónde lo guardó, ni si lo llevó consigo. A Nadia Tuéni, a Nicole Brossard... A veces todo sucede en los futbolines de Tallers, mucho antes de los cigarrillos y de los paseos mirando al mar, desde el vacío, tú y yo, por aquel entonces, recitando la tragedia angustiosa del mundo, del día a día infernal de los poetas, me refiero a los malditos porque los demás no cuentan, el amor por esas muchachas jóvenes, tanto como lo éramos nosotros entonces, y entre partida y partida sus miradas, como si se ahogaran en un grito. Antes de irte, mientras golpeas la bola, les mandas un último beso, y con la voz bien alta y clara me pides que recite contigo: Matthieu Messagier, amén; Bruno Montané, Mario Santiago, Orlando Guillén, amén; Michel Bulteau, Adeline, Ferry, Geoffrois, la Electric Press y Faussot, amén; Verástegui, Pimentel, amén.
A veces la escena sucede en el Céntrico, justo en la esquina de los fantasmas con los sueños. Vienen éstos con su pesada carga, el grueso de sus obras atadas a la espalda, en una larga letanía se ve desfilar a Poe, a Rimbaud, a Valéry y a Verlaine. Vete ya, no alargues más el tiempo, apura el cigarrillo y lárgate de aquí, de esta esquina donde tú y yo, de nuevo sentados tras la ventana, armados de humo y de cafés, hablamos de hoy y de ayer, de lo que a pesar nuestro aún queremos ser, y yo te acompaño a la puerta y tú, murmurando, emprendes ese camino esforzado y noble que ha de alejarte de mí. Vete ya, te digo. No has de dejar de amarnos pero vete. Vete a Sonora, al D.F., sueña que eres un detective y que Mark Twain te contrata para salvarle la vida a una mujer sin rostro, tal vez una poeta. Recemos pues de nuevo, ya que nada más nos ha sido concedido. Vete ya y desde tu destino encomiéndanos en tus oraciones: William Burroughs, amén; Lawrence Monsanto Ferlinghetti, amén; Jack Kerouac, Joan Vinyoli, Gregory Corso, amén; Karl Shapiro, Denise Levertov, amén; Ginsberg, Lowell, O’Hara, LeRoi Jones; El sistema del infierno de Dante, amén. Y añádele, si puedes, un último pensamiento para Cesárea Tinajero y Sophie Podolsky, que en el cielo estén.
(*) Este poema en prosa lo escribió A. G. Porta en 2003, a la muerte de su gran amigo Roberto Bolaño y pertenece a un libro de poemas inédito: Cartas a los muertos. Es un libro que consta de tres poemas, los tres dedicados a Bolaño. |