ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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More pricks than kicks. Beckett
More pricks than kicks. Beckett




Chaleco que Joyce regaló a Beckett (hoy en el pequeño museo de Torre Martello en Sandycove)
Chaleco que Joyce regaló a Beckett (hoy en el pequeño museo de Torre Martello en Sandycove)




Beckett
Beckett





Hibernian Hotel
Hibernian Hotel




"La influencia de Joyce sobre mí no fue mortal; me hizo darme cuenta de lo que es la integridad artística". Así describe Samuel Beckett su relación con James Joyce. Desde 1928 hasta la muerte de Joyce, en 1941, Beckett y Joyce mantuvieron una íntima y en ocasiones difícil amistad. La naturaleza de esta relación entre dos de las principales figuras literarias de este siglo ha intrigado a muchos: dos irlandeses exiliados en París en los últimos años, antes del estallido de la segunda guerra mundial, producen una obra que ha revolucionado el concepto actual de la literatura. En estas declaraciones, una de la pocas que concede desde que recibió en 1969 el premio Nobel de Literatura, el autor de Esperando a Godot evoca sus recuerdos de Joyce y los acontecimientos de hace más de cuarenta años. La conversación con Beckett coincide, además, con la celebración, el pasado 16 de junio (véase EL PAÍS de ese día), del centenario del día en que Leopold Bloom, protagonista del Ulises de Joyce, iniciaba su peregrinaje por Dublín. La citada fecha ha sido recordada por joyceanos procedentes de todo el mundo, que hicieron el trayecto seguido entonces por Bloom, y sirvió para que el doctor Patrick Hillary, presidente de la República, desvelase en el Stephen's Green el busto con que la capital irlandesa recordaba a su más fiel y cruel reportero.


BECKETT RECUERDA A JOYCE

TOM McGURK


"Soy sabemillas mejor yo como hacer el milagro. Y veo en su diarreo que está dejando de tartamudear en su silenciada vejiga, ya que le desvinculé más como amigo y hermano para que se dejara un manguito y canonizara sus pies muertos en el aire del río metiéndose con el pensamiento en la cuarta dimensión e interponiendo el océano entre la suya y la nuestra..." "Manguito pronto te encarrilará con su mano tus orejas de Erin...". (Joyce en Finnegans Wake).

"Su distanciamiento era absoluto. Era asombroso. Daba igual que fuera la caída de una hoja, o la caída de la noche, o incluso la caída de un imperio, el distanciamiento de Joyce era absoluto".

Tras todos esos años, el recuerdo más indeleble y más inmediato que Beckett conserva de Joyce es lo que llama su "distanciamiento: daba igual que fuera la caída de Humpty Dumpty o la caída del imperio romano, Joyce se mantenía totalmente distanciado". Extiende las manos para dar énfasis a las últimas palabras y la conversación entra de nuevo en un silencio de recuerdos.

Para la mayoría de la gente, el silencio en la conversación supone un callejón sin salida del pensamiento. Para Beckett constituye una hábil arma y un retiro familiar. Parece cubrirse con él cuando lo desea, como si se tratara de su abrigo favorito.

En la actualidad, Beckett lleva una existencia tranquila y solitaria en su piso del bulevar St. Jacques, frente a la prisión Santé, con su esposa Suwannee. Tiene una pequeña casa de campo en la región del Marne (descrita por un amigo más como una fortaleza que como una casa de campo) y pasa parte del verano en Túnez. Allí, puede disfrutar de sus dos pasatiempos preferidos, la natación y caminar sin ser molestado, en anonimato.

La soledad de un genio

A sus 76 años, se mantiene todavía en una asombrosa forma física. Los años no han hecho mella en su ligero cuerpo de 1,82 metros, y conserva aún un paso rápido y erguido. Su presencia física irradia vitalidad: su perfil aguileño, y su rostro todavía atractivo, forman un medallón profundamente esculpido.

Su idea de una cita a las siete es presentarse a las siete en punto. Nos reunimos en un pequeño bar de una callejuela; ese es otro precio que tiene que pagar por la fama: ahora rehúye sus restaurantes favoritos del bulevar Montparnasse, como La Coupole, a donde ha estado acudiendo con regularidad durante muchos años; los turistas norteamericanos son su mayor azote. Su bebida, como siempre, el whisky irlandés.

Ha desarrollado el don sutil de llevar las conversaciones en exactamente la dirección que quiere que tomen. Puede que lo aprendiera del mismo Joyce, como han dicho algunos, pero si la conversación se dirige en una dirección no deseada, y especialmente cuando empieza a girar en torno a él, la mata silenciosamente refugiándose en su silencio. Y no se trata tanto del silencio como de una lenta caída de la cabeza y un estudio meditado de la superficie de la mesa.

En este año del centenario de Joyce, Beckett se ha visto asaltado con peticiones para participar en las muchas ceremonias, pero las ha rechazado. Recordó que en cierta ocasión, en los años cuarenta, un grupo de académicos norteamericanos le encargaron que investigase el costo de traslado de los restos de Joyce a Dublín. Llegó incluso a consultar una funeraria de Pearse Street, pero luego, muy acertadamente, se olvidó la idea.

Quitar interés al pasado, en esa manera, sería inaceptable. Joyce, sólidamente enterrado en su recuerdo, sigue siendo para él una tumba importante que visitar en privado cuando lo desea y en el momento adecuado.

Sin embargo, conocer actualmente a Beckett debe tener prácticamente el mismo efecto sobre la gente que tuvo su primer encuentro con Joyce en 1928. Beckett tenía veintidós años y acababa de llegar de Trinity College para pasar dos años estudiando en la École Normale. París seguía siendo la última gran ciudad de brillo literario. Y en aquellos días, antes de que Joyce se retirara definitivamente tras el velo protector de su familia, mantenía allí su corte. Beckett acudió a su primera velada con el escritor irlandés Thomas McGreevy, visitante regular de la casa de Joyce.

Como Joyce en aquella época, la presencia de Beckett es enorme e intimidante. Durante la conversación, sus ojos azules te absorben intensamente; hay algo de timidez y de nerviosismo, y largos silencios. Tal como dijo a Deirdre Bair, su biógrafo oficioso, detesta el interés por su persona, "lo único que importa es lo escrito". Esta resistencia a separar la persona del arte le da un tono casi confesional a cualquier conversación. Produce una inmediata lealtad. Los escritores famosos de nuestros días no llevan vidas de monjes: son hombres públicos a quienes los medios de comunicación recompensan con la dudosa moneda de la fama. La determinación de Beckett de evitarlo le coloca, en el lenguaje de los periodistas, entre Greta Garbo y Howard Hughes. Y lo que quizá encuentran más imperdonable es su total rechazo de la noción modernista del ego. La televisión, que domina nuestra sociedad, tiene el ego como único criterio. Que este asceta aguileño prefiera mantenerse fuera de la vista del público, meditando en silencio en la soledad de su desierto personal, se considera una actitud excéntrica e incluso desagradecida.

Alegre y divertido

Sin embargo, nada menos cierto que la idea de Beckett como una personalidad solitaria y triste. Efectivamente, Beckett es un hombre muy alegre y divertido. Siempre acoge con gratitud toda noticia de Dublín, incluso aunque le produzca un suspiro de incredulidad al oír que el hotel Hibernian ha desaparecido. Para quienes conocen su pasado deportivo, no debería sorprenderles su interés por el equipo irlandés de rugby (este año ha visto todos los encuentros del Trofeo de las Cinco Naciones en la televisión), llegando incluso a sentir admiración por Ollie Campbell.

Discutimos el tema de un equipo de rugby formado por escritores irlandeses, proponiendo yo que ya que Beckett era un medio mélée, Joyce debería jugar por fuera como medio exterior; él insistió cortésmente que "no, jamás, Joyce jugaría de ala". Para quienes conocen bien el rugby no hace falta ninguna explicación.

Los biógrafos han documentado abundantemente la relación entre los dos hombres. Comenzó a finales de los años veinte, hubo un período de separación mientras Beckett viajaba por Inglaterra y Alemania, y más tarde, en los últimos años antes del estallido de la guerra, los dos hombres se vieron con mucha frecuencia.

No podemos más que imaginarnos el efecto que debe haber tenido sobre el joven escritor recién llegado de Dublín. Exiliado de su ciudad natal, cuyas costumbres y maneras había llegado a odiar, Beckett se puso a los pies de Joyce en tremenda admiración. Al fin y al cabo, ahí estaba el hombre que había jurado atrapar en sus manos la conciencia artística de su propia raza. Ahí estaba el hombre que había dejado todo de lado para partir a un exilio medio inconsciente en respuesta a las voces artísticas que le llamaban.

Y durante todo ese tiempo en que Joyce estuvo reconstruyendo su ciudad natal y llenándola de hombres mortales en su propia imaginación, conservó los valores esenciales de la baja clase media de la católica Irlanda que había abandonado. El hogar de Joyce no era una buhardilla de bohemio: el vestirse para cenar, los elegantes manierismos, el gusto por la buena comida y el buen vino, las veladas hasta muy tarde en torno al piano mientras las melodías de Moorese desperdigaban por la noche parisiense, todo eso estaba presente en casa de los Joyce.

Pero, sobre todo, este asombroso hombre, enfermizo pero infatigable, trabajaba en su vocación única. Cuarenta años después, Beckett está todavía asombrado del ritmo de trabajo, sin importar lo enfermo que estuviera Joyce, que estuvo prácticamente ciego durante largos períodos, y a pesar del aumento de sus problemas familiares.

Como Beckett recuerda ahora con cariño, se llamaban entre sí "Mr. Joyce y Mr. Beckett. Me estuvo llamando Mr. Beckett más de diez años y luego dio el tremendo paso de llamarme simplemente... Beckett".

Pero tras las formalidades se esconden unos indicios importantes sobre la forma de vida de Joyce. Estaba intensamente dedicado a su familia. A todos los demás, incluso a sus amigos más íntimos, les mantenía a distancia. "Amaba muy profundamente a su familia", recuerda Beckett, "y siempre les protegió. Y, por supuesto, en sus últimos años, los problemas de Lucía le hicieron mucho daño. La amaba especialmente y jamás pudo sobrellevar su enfermedad". (Lucía Joyce enfermó de esquizofrenia muy joven; actualmente vive en un hospital en Northampton, Reino Unido).

Hace algunos años, Beckett entregó al museo Joyce de Sandycove un chaleco que Joyce le había regalado. Originalmente perteneció al padre de Joyce y supone un indicio importante del concepto que Joyce tenía de su familia. "Sintió una gran afección por su padre", recuerda Beckett, "ese chaleco en particular se lo ponía una vez al año, el día del cumpleaños de su padre; siempre daba una fiesta".

Superviviente entre cascotes

Los demás cumpleaños familiares eran también celebrados invariablemente. Joyce se mostraba obsesivo con fechas y números, llegando a insistir en que la traducción francesa del Ulises se publicara el día de su cumpleaños, el 2 de febrero.

Durante sus primeros años en París, Beckett prestó una gran ayuda a Joyce cuando se resentía de su salud. Con Joyce sin poder leer, Beckett escribía al dictado partes de la obra que se convertiría en Finnegans Wake. También le traía noticias frescas de Dublín, que tan importantes fueron siempre para Joyce. La Irlanda de los años anteriores a la independencia había cambiado poco hacia finales de la década de los veinte, cuando Beckett estaba decidiendo su futuro. La omnipotente influencia de la Iglesia católica y la política nacionalista no eran en absoluto de su agrado, y llegó finalmente a ser incluido en la santificada lista de escritores irlandeses prohibidos cuando su segundo libro, More pricks than kicks, cayó en desgracia con la junta de censores.

Respecto a Dublín y a todo lo irlandés, Beckett reconoce que Joyce podía llegar a mostrarse incluso sentimental, "pero jamás en su obra, por supuesto". Beckett relata otra anécdota que recalca su comentario. Durante una visita a Dublín en los años cincuenta, Beckett se desplazó hasta Island Bridge y cogió una piedra plana del lecho del Liffey, hizo que le grabaran una inscripción y se la llevó a Joyce como regalo. Fue siempre uno de sus recuerdos más preciados.

Con las nubes de la guerra extendiéndose sobre Europa, Joyce hizo los preparativos para marcharse a Zúrich. En uno de sus últimos encuentros, Beckett recuerda que Joyce se enfadó mucho al oír que pocos dublineses, si es que había alguno, habían leído su recién publicado Finnegans Wake. En junio siguiente, cuando los alemanes se aproximaban a París, Beckett cogió uno de los últimos trenes a Vichy, donde estaban los Joyce. Fue su último encuentro, y se separaron para siempre cuando los Ejércitos del Tercer Reich se echaron sobre Francia. En enero del año siguiente, 1941, Joyce moría.

"Trabajo con la impotencia, con la ignorancia... mi pequeña exploración es esa zona del ser que los artistas han dejado siempre de lado como algo no aprovechable, como algo por definición incompatible con el arte", así describió Beckett su trabajo en cierta ocasión, comparándolo con Joyce, de quien consideraba que iba camino de la omnisciencia y la omnipotencia como artista. "Cuanto más sabía Joyce", escribió Beckett, "más podía hacer".

Sin embargo, no hay duda de que Murphy, Watt, Malone y otros son ciudadanos de honor de la "ciudad del 16 de junio", con igual derecho que Bloom y Dignam y los demás, y los dos hombres son, cada uno a su manera, maestros inigualables de la lengua inglesa.

A veces pienso que tras el terremoto que Joyce desató en el lenguaje, Beckett es como un superviviente caminando entre los cascotes. En un rincón de ese trágico paisaje que ha vuelto a levantar, entre los fecundos desperdicios, arde su pequeña hoguera. Después de los tóxicos excesos que se dieron con anterioridad, Beckett ha reducido el lenguaje al grito original.

Sobre todo, lo que Joyce hizo por Beckett fue, primeramente, ofrecerle un modelo irreprochable de integridad artística: el distanciamiento, tal como hoy lo recuerda. Los amigos parisienses, cuando hablan de Joyce, recuerdan a Beckett sentado a su derecha. No resulta extraño pues que en Finnegans Wake Joyce comentará de él: "Muy pronto te afinará a mano tu oreja de Erin..."

Publicado en El País, 04/07/1982.
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