|
EL SILENCIO DE DUCHAMP
ANTONIO MOLINA FLORES
La obra de Marcel Duchamp (1887-1968) puede verse, en su totalidad, como una solución al problema del gusto. Duchamp muestra indiferencia por el gusto, sea éste buen o mal gusto. Ambos le parecen la misma moneda. Si se trata de superar la subjetividad hay, al menos, dos modos de conseguirlo. Uno es disolver esa subjetividad, abandonarla; otro sería indagar, profundizar tanto en ella que lográsemos hacer desaparecer los rasgos distintivos. En el mismo sentido en el que tener un recuerdo es particular, pero tener recuerdos es común. Da igual el recuerdo, de lo que se trata es de “recordar”, una actividad universal. De ahí el sentido intelectual y nada sensible de las acciones que Duchamp emprende. Para “llegar a ser lo más universal posible” (como él mismo declara) es preciso hacer cosas comunes, como jugar al ajedrez, pensar o inventar juegos de palabras con alto contenido erótico.
Hay bastante consenso en considerar a Marcel Duchamp uno de los artistas más importantes del siglo XX, a pesar de sus esfuerzos por no serlo. Se le equipara a Picasso pero hay que hacer notar que Picasso no tuvo, no pudo tener seguidores. Es una isla; en cambio Duchamp es un continente, un campo ignoto. No sigue el camino de la pintura, ni siquiera del arte, en su sentido convencional, sino que pone en cuestión, radicalmente, las prácticas artísticas para desnudar de todas las apariencias su verdad más esencial. Su campo no es el de la acción, sino el del silencio, la soledad, la retracción. Y sus armas no son los pinceles, ni la piedra, ni los bronces, sino la reflexión y el humor. Ni siquiera podemos decir que escribiera una obra en el sentido usual del término. De un modo retorcidamente irónico fue dejando pistas, fragmentos, papeles sueltos. Pero lo sorprendente es que ese corpus es de una coherencia definitiva. Por eso hay que saludar la aparición de sus Escritos, en la cuidada edición que estamos reseñando.
Advertía Joseph Beuys, el 11 de diciembre de 1964, en una acción: “El silencio de Duchamp está sobrevalorado” (Das Schweigen von Marcel Duchamp wird überbewertet). Cincuenta años después nos preguntamos nosotros: ¿Los escritos de Duchamp están sobrevalorados? Veamos. Al intentar aprehender una personalidad tan poliédrica nos encontramos con varias paradojas. Si estuviésemos frente a un artista convencional, los escritos podrían darnos pistas sobre los títulos de las obras, por ejemplo. Pero no es el caso porque, con frecuencia, los títulos en Duchamp no tienen relación directa con el contenido de la obra, sino que funcionan como una especie de campo significativo en expansión que amplía, como en una serie de círculos concéntricos, su alcance; entre otras cosas por el papel activo asignado al espectador, convertido en auténtico co-creador de la obra. Pero, por otra parte, estos Escritos son imprescindibles para entender El Gran Vidrio, la invención de los “Ready-mades”, sus ideas acerca del “proceso creativo” o ese personaje secreto que responde al nombre de Rrose Sélavy.
Otro aspecto destacable del volumen es el re-descubrimiento de Duchamp como crítico, puesto que “Duchamp del signo” y otros textos del volumen, ya habían sido publicados con anterioridad. Nos referimos a los juicios críticos nada belicosos, más bien ponderados y sensatos, emitidos acerca de los más importantes creadores vinculados a las vanguardias. Sus juicios sobre Boccioni o acerca de Matisse y Picasso están llenos de matices. A propósito de este último dice en el “Catálogo de la Sociedad Anónima”: “El solo nombre de Picasso encarna la expresión de un pensamiento nuevo en el reino de la estética.” Y sigue: “Una de las diferencias más importantes entre Picasso y la mayoría de sus contemporáneos, es que, hasta hoy, jamás ha manifestado ninguna señal de debilidad o de repetición en su caudal ininterrumpido de obras maestras. La única orientación permanente en su obra es un lirismo agudo, que, con el tiempo, ha adquirido crueles acentos. De vez en cuando, el mundo se busca una personalidad sobre la que descansar ciegamente –una adoración de esta índole puede compararse con una vocación religiosa y sobrepasa el razonamiento. Hoy día miles de partidarios de las emociones artísticas sobrenaturales se vuelven hacia Picasso, quien jamás los defrauda” (p. 257). Estas ideas que podríamos suscribir hoy sin mucho cambio fueron emitidas hace setenta años, en 1943, y lo sorprendente es que no solo hacían referencia a lo que era ya Picasso, sino a lo que llegaría a ser. Desplegando en esta breve nota Marcel Duchamp no solo una inteligencia razonadora sino –bien más escaso- una extraordinaria generosidad.
La edición, a cargo de José Jiménez, completa y amplía la publicación francesa. Consta de una cuidada Introducción del escritor, crítico, comisario y catedrático de Estética de la Universidad Autónoma de Madrid, que termina con una actualización bibliográfica en español y una cronología. Siguen los “Escritos”, presentados por Anne y Michel Sanouillet, junto a Paul Matisse; “Duchamp del Signo”, reunidos y presentados por Anne y Michel Sanouillet y “Notas”, con Prólogo de Paul Matisse y Prefacio de Pontus Hulten. La edición se concluye con “Notas bibliográficas”, a cargo de Anne Sanouillet. Y, como toda edición que aspira a ser perfecta, finalmente contiene “Índices de nombres y de conceptos” , elaborados por Fernando Pérez Fernández.
Sin embargo, a pesar de las 556 páginas del volumen y la pasta dura de la portada, todo el libro tiene un aire de levedad. Y a partir de la segunda lectura podemos abrirlo al azar con el mismo placer con el que abrimos las enciclopedias o navegamos por Internet. Duchamp parece esperarnos con una leve sonrisa en cada vuelta de página, no abrumando con su presencia sino ayudándonos, como ayuda un faro a los navegantes, a orientarnos en el proceloso mundo del arte. Y no son sus reflexiones lo importante sino las nuestras, las que nos suscita, como si eso también estuviese calculado por Duchamp.
Hemos dicho antes que el volumen contiene una “Cronología” pero leyendo los Escritos tenemos la sensación de que Duchamp no tiene biografía. Claro que nació y murió, adquirió la nacionalidad norteamericana y llegó a casarse, por segunda vez, a los 67 años. Pero nada de esto parece tener importancia porque su verdadera biografía es intelectual. Lo que importa en cada momento de su trayectoria son las ideas que desarrolla en relación con ese mundo complejo que llamamos arte.
El intento minucioso de Calvin Tomkins de establecer su biografía se contrapone a estos Escritos. Estos son algo así como el esqueleto que da consistencia a un organismo llamado Duchamp. ¿Podemos asegurar que estas notas fueran tan importantes para él? No podemos saberlo, pero sí que, en cierto modo, se desentendió de su obra plástica, o de parte de ella, como demuestra el hecho de que muchas de las obras exhibidas en los mejores museos del mundo se deban a una edición realizada en Milán, en 1964 por la galería de Arturo Schwarz, en algunos casos cincuenta años después de su primera ejecución. También, en fin, llegó a morirse, a pesar de su idea de que, por lo demás, siempre se mueren los otros. Pero eso poco importa.
Pocas veces los textos y los documentos guardados por el artista complementan nuestra visión del modo en que lo hacen estos escritos. Hay muchos elementos que nos remiten a una época, como los juegos de palabras, las alusiones eróticas, la iconoclastia, la constante invención de mecanismos, la dialéctica constante entre el carácter conceptual de las creaciones artísticas y el modo artesanal de ejecutarlas. Pero Duchamp parece trascender su época al instalarse ya en el tiempo de la recepción que, en uno de los textos sobre la creación, llama posteridad.
En cierto modo Duchamp se desengañó -hacia 1915- de la retina como quien se desengancha de una droga. Había comprobado su efecto adictivo y adormecedor, por ello siempre practicó el pensamiento. Y en este contexto el ajedrez se nos aparece como una suerte de gimnasia mental que lo mantenía en permanente estado de alerta. De ahí su desafío casi constante. Cuando alguien llegaba, él hacía tiempo que había soltado la escalera. Con un motor infalible: su búsqueda constante de la contradicción.
También Robert Smithson, en una entrevista que resultó ser póstuma, reprochaba a Duchamp que se hiciese el interesante con sus silencios y mantuviese esa distancia olímpica que Smithson contrapone a otras actitudes más dialogantes que llama ‘democráticas’. Ahora sabemos lo que había en esos silencios, por eso son tan importantes estos Escritos. Fernando Pessoa escribió en secreto una obra que pudo perderse, sin pensar en sus contemporáneos. De un modo parecido, Duchamp, un gran indolente, un gran “respirador”, parece trabajar siempre –cuando trabaja- para la posteridad, a la que identifica de un modo muy gráfico como el público del futuro.
Una gran mente, con una proverbial seguridad dan como consecuencia una de las propuestas más libres y originales del siglo XX occidental, ya de por sí extravagante. Si comparamos dos grandes inteligencias del pasado siglo, Bobby Fischer y Albert Einstein, el primero, durante algunos años campeón mundial de ajedrez, se ocupa casi exclusivamente y de un modo obsesivo en las combinaciones de los sesenta y cuatro trebejos del tablero. Un ejercicio deslumbrante pero melancólico. Einstein, en cambio, aplicó su inteligencia a un objeto impensado, el universo en expansión. Tal vez poseyera Duchamp una mente con elementos de ambos: por un lado la pulsión obsesiva por el tablero de ajedrez y por otro la apertura a un universo más amplio, el mundo del arte en un siglo de transformaciones y vanguardias. Duchamp supo ver los nuevos límites y pudo realizar acciones que los ampliaron. Parco, meticuloso, reflexivo, nos legó una obra polémica que resulta tal vez ilegible sin estos Escritos, verdadera síntesis de un pensamiento nervioso y transgresor.
Pero esta es una escritura en el espejo. Es sabido que Leonardo da Vinci utilizó una suerte de escritura especular, método de su invención, que le permitía una transmisión críptica de su pensamiento. Si para leer esta escritura necesitamos un espejo que la positive, algo similar ocurre con el pensamiento, las ideas y las ocurrencias de Marcel Duchamp. Es necesario someter sus palabras a un juego de múltiples refracciones, en varios espejos, para encontrar algunos de los significados que él fue dispersando como semillas que buscan a la novia. La inspiración en Leonardo es clara, lo nuevo es el método. La iconoclastia no está reñida con la adoración. Pese a ello, al ver “L.H.O.O.Q.”, nuestro último pensamiento es que se trate de un homenaje, pero tal vez lo sea. Si nos volvemos al autor de los Escritos, ¿qué encontramos? A Marcel Duchamp respirando y sonriendo en la distancia, con ironía.
Por lo demás siempre se equivocan los otros.
(1) Marcel Duchamp: Escritos. Duchamp del signo, seguido de Notas. Escritos reunidos y presentados por Michel Sanouillet y Paul Matisse. Edición en español dirigida por José Jiménez. Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores. Barcelona, 2012.
|