ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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[escribir] París

Sylvia Molloy y Enrique Vila-Matas
DESDE LEJOS: LA ESCRITURA A LA INTEMPPERIE

SILVIA MOLLOY


Hace unos años escribí un relato sobre mi deseo de regresar a la casa donde me crié y lo titulé Casa tomada, copiando deliberadamente a Cortázar. El gesto no era tanto homenaje como intento de alejarme del género confesional y trabajar más en clave literaria. Cuento cómo me entero a través de un amigo de que la casa de mi infancia, en un suburbio de Buenos Aires, ha sido demolida o por lo menos renovada a tal punto que ya no es reconocible. Tanto una como otra posibilidad son extremas, pero cediendo a la urgencia dramática del mensaje escojo por supuesto la primera, más catastrófica, y confiando en mi amigo –que también era del mismo barrio– reacciono indignada: ¡cómo se atreven! Continúa mi texto contando cómo, en un viaje subsiguiente a Buenos Aires, voy a ver la casa el mismo día en que llego: está por cierto cambiada (han construido una extensión de la planta baja, lo cual cambia la fachada) pero todavía es reconocible. A mi regreso a Nueva York le reprocho a mi amigo: ¿qué lo llevó a decir que la casa había sido demolida cuando todavía está allí? Él insiste en que ha sido completamente modificada, demolida y reconstruida, el patio de adelante y el árbol enorme ya no están. Pero tanto el patio como el sauce llorón estaban en la parte de atrás de la casa, y no al frente, le digo, y lo que han agregado es mínimo, la casa ha cambiado muy poco. Pablo porfía que no, que ya no es la misma casa y que el árbol estaba al frente. Mi relato concluye, me doy cuenta de que es inútil que insista en lo contrario: probablemente los dos tengamos razón.

Pienso en la desterritorialidad que sentimos muchos de los que escribimos afuera y en la necesidad, como anota Salman Rushdie, de crearse casas imaginarias. En realidad, Rushdie habla de imaginary homelands, es decir no sólo casas sino países/casa: el inglés reúne oportunamente en una sola palabra la casa y la tierra, el hogar y la patria. Acaso la palabra querencia, en español, diera idea de la dimensión afectiva que contiene la palabra homeland, por lo menos para un latinoamericano. (En España la querencia es el espacio donde, durante una corrida, ponen al toro a recobrar fuerzas: pese a la brutalidad del escenario la idea de un espacio, un “adentro” reconfortante y regenerativo, me parece adecuada, incluso me agrada.)

Prefiero hablar de la escritura del afuera y no de la escritura del exilio porque la carga a menudo heroica y/o dramática de esta última palabra de algún modo oblitera la noción – engañosamente más simple – de desplazamiento. Si digo “afuera” presupongo un “adentro” al que, en teoría, puedo volver; si digo exilio la posibilidad de la vuelta es menos clara y, de llegar a darse, ardua – pienso en el libro En estado de memoria de Tununa Mercado – cuando no catastrófica: la vuelta del personaje de Cozarinsky en El viaje sentimental, la vuelta real de Solzhenitsin a Rusia. Lo que me interesa principalmente es la escritura que resulta del traslado; o mejor, la escritura como traslado, como traducción; la escritura desde un lugar que no es del todo propio y sin duda no lo será nunca, un lugar donde subsiste siempre un resto de extranjería y de extrañeza, donde se aprende una lengua nueva pero se escribe en la lengua que se trajo, y donde, si por azar uno oye hablar en castellano en la calle, uno se siente interpelado y se da vuelta: me están hablando. A mí.

La escritura del afuera es la del que se va quedando (expresión que siempre me ha parecido algo amenazadora) o, para usar otra expresión traicionera, del que se deja estar hasta que de pronto se da cuenta de que se ha ido de veras, perdiendo el entorno de donde partió. Una de las características de escribir afuera es, como es obvio, la doble mirada. El remanido consejo – hay que escribir sobre lo que se conoce – sólo funciona a medias. Lo que se conoce bien está lejos o ha quedado atrás; lo que se conoce menos bien es lo que se tiene delante, la realidad de un lugar otro, donde se habla un idioma otro: no un homeland sino, para usar otra expresión en inglés (porque el mezclar lenguas es característica de quien escribe afuera) un home away from home, una casa fuera de casa; en suma, un lugar provisorio, aun cuando llegue a ser permanente. El imaginary homeland se vuelve homeland portátil, como Venezuela para los venezolanos, casa a la que se acude en el recuerdo, fuente inagotable de relatos que permiten asentarse. “Estoy donde no estoy” escribe memorablemente Gabriela Mistral en un poema. Hubiera podido decir “Escribo donde no estoy”.

Se me dirá, con razón, que, en términos generales el desplazamiento, la deriva, la incertidumbre – la carencia, incluso – son características de todo acto de escritura, aún la de quienes, espacialmente, geográficamente, están donde están, son donde son: escribir, en fin de cuentas, ya es estar en otro lugar. Pienso en el consejo del olvidado y acaso olvidable Valery Larbaud: Hay que escribir, decía, “donnant un air étranger à ce qu’on écrit”, procurando dar un aire extranjero (o de extranjería) a lo que se escribe. Cuando leí la frase, allá por los años sesenta del siglo pasado, durante un primer viaje fuera de la Argentina a Francia, me pareció brillante: transformaba lo que yo percibía como falla en ventaja, a veces incómoda, pero ventaja al fin. Tomé el consejo literalmente. Me costaba escribir en castellano; al mudar de país quería encontrar cabida en una nueva realidad y, sobre todo, en un nuevo idioma, el francés, que hablaba fluidamente pero en el cual, podría decirse, no había vivido. Durante un brevísimo momento pensé que adoptaría esa nueva lengua y la haría de veras mía al escribir. No lo logré y durante un tiempo quedé suspendida entre lenguas, con la sensación de que no escribiría nunca en ninguna. Sin embargo no olvidaba el consejo de Larbaud y recurrí entonces a escribir, por así decirlo, “en traducción”. Arrancaba en inglés o en francés, en general de una cita en una de esas lenguas “otras”, que me permitía plantear un afuera lingüístico para entonces incorporarlo, volverlo mío, a través de la traducción. Recuerdo un cuento no muy bueno que escribí por aquella época y que dejé inconcluso, comenzaba con una cita más o menos textual de Gide que, traducida al castellano, me daba el envión necesario para seguir adelante. Otro tanto hice con un verso de Eliot, con resultados igualmente mediocres, pero el impulso estaba allí. Mucho más tarde y ya en otro país que también me era extranjero, recurrí a un sistema similar como aguijón, para provocar la escritura. Esta vez había decidido escribir un libro de crítica en inglés y si bien no recurrí a las citas traducidas para asegurarme un punto de partida, me dediqué a armar listas de palabras y expresiones cuyo sonido me gustaba como hitherto, nevertheless, despite – por alguna razón casi todas adversativas – para poder arrancar e instalarme, siquiera precariamente, en la otra lengua. El hecho de que ese libro fuera sobre en género autobiográfico y que eligiera escribirlo no en la lengua materna sino en la paterna acaso complique aun más el planteo.

¿Qué ocurre con la escena de escritura cuando se la desplaza? ¿Cómo se tejen las sutiles relaciones entre autor, lengua, escritura y nación? ¿La extranjería de un texto comienza en la distancia geográfica, o en el uso de otra lengua, o en el sesgo de la mirada crítica? Y por último, ¿qué comunidad de lectores y qué contexto de lectura convoca el texto del escritor desterrado? Estas son preguntas que me hago, no para encontrar respuesta – no la hay – sino para mantener vivo un diálogo, no sé demasiado bien con quién. La relación del escritor desplazado con su nuevo lugar de escritura sin duda varía pero creo que puede resumirse en una palabra: desconfianza. Escribir afuera aumenta la inseguridad de toda escena de escritura al volver tangible una extrañeza que si bien beneficia la escritura puede ser fuente de incomodidad: se me nota? Las sorpresas lingüísticas se dan a diario, incluso para el más aguerrido: cuando paseo por las afueras de Nueva York y veo en una granja un cartel que dice “Hay”, no se me ocurre pensar que venden heno, me pregunto “¿Qué es lo que hay?” Después de años de vivir afuera, sigo leyendo primero en castellano.

Muchos escritores “se pasan” resueltamente (no sé si es el adverbio adecuado) al otro lado, se aposentan en la otra lengua: el polaco Conrad, escritor inglés, que defiende sus orígenes cuando se lo acusa de traición; el norteamericano Julien Green, escritor francés; la canadiense Nancy Huston, que pasa del inglés al francés y de vuelta al inglés; el ruso Nabokov que primero pasa al francés y luego al inglés; el checo Milan Kundera que escribe en francés como lo hace la argentina Silvia Baron Supervielle; el bosnio Aleksandar Hemon y el serbio Charles Simic, aclamados escritores norteamericanos; el ruso Joseph Brodsky, que escribe en inglés sin dejar el ruso y a quien se premia como poeta americano (American Poet Laureate) y como escritor ruso (el premio Nobel). Si, como se dice con frecuencia, la patria del escritor, su casa, su homeland es la lengua, entonces escribir en francés sería ser escritor francés, escribir en castellano de la Argentina sería ser escritor argentino: pongamos por caso, Ana Kazumi Stahl. Pero las etiquetas no dan cuenta de una serie de estadios intermedios. Porque a ver un poco: Nabokov, ¿escritor norteamericano? El norteamericano Jonathan Littel, autor de Les Bienveillantes, ¿escritor francés? Dudamos. Pero por otro lado: William Henry Hudson, mejor conocido en la Argentina como Guillermo Enrique Hudson, que escribía en inglés ¿escritor norteamericano, cuando la Argentina lo reclama – traducido, claro está – con orgullo nativista? En todos estos casos, podría decirse que la lengua dejada atrás, o a la vera del camino, nunca desaparece, subsiste como resto activo, interviene, afecta – perturba – la lengua nueva. Se quiere pertenecer como escritor a la cultura adoptada pero no se lo logra del todo: se está en casa prestada, finalmente ajena.

Pero no es necesario cambiar de lengua para experimentar lo extraño. La misma lengua que uno se llevó afuera, la que era casera, por así llamarla, al transplantarse se desfamiliariza, se vuelve otra, es y no es del todo la lengua de ese homeland que se dejó atrás. Se tiene la sensación, a veces, de estar hablándola entre comillas. Se vacile entre niveles de lengua: ¿procurar o tratar? Se guarda una lengua para la escritura – en mi caso un español neutro pero cautelosamente teñido de argentinismos – y otra para el intercambio hablado, donde, pongamos por caso, la argentina que soy evita esos mismos argentinismos: nada de macanas, o de pichinchas, o de términos caídos en desuso como, pongamos por caso, presumido, que implacablemente fijan al autor en una época como al Cortázar de Rayuela. Y si el traslado altera la lengua también la imaginación pierde asidero, literalmente se aliena. “Se llega a un lugar sin haber partido / de otro, sin llegar”, escribe Silvina Ocampo en Invenciones del recuerdo. Escribir afuera propone siempre ese vaivén: ni se llega ni se regresa del todo. En el mejor de los casos uno siente que participa en dos mundos, el que dejó y el que habita. En el peor – acaso el más frecuente – siente que no participa en ninguno. El sentimiento libera y a la vez obsesiona. El mundo que se dejó, pensado a distancia, adquiere un aura nostálgica que no siempre beneficia la escritura si se toma demasiado en serio: pienso en el caso de un Guiraldes, que imagina un ridículamente sensiblero retorno a la “pampa de siempre” para su personaje Raucho en la novela homónima. Pero el que escribe afuera hoy en día, lejos de nacionalismos esencialistas, cuando nada es “de siempre”, al fabular retornos a un homeland fantasmático evita resueltamente los finales felices a la Guiraldes (o, si vamos al caso, de Olegario Andrade hace dos siglos: “todo está, nada ha cambiado, la casa la calle el río”). Pienso en “La visita al museo”, relato brutal y a la vez sardónico de Nabokov, en “El viaje sentimental” de Edgardo Cozarinsky, en “Regreso” del cubano Calvert Casey o en “Viaje a La Habana” de Reinaldo Arenas. Son relatos a un homeland otro, desde otro lado y en otra lengua. A veces literalmente: el inglés de Nabokov, el español algo americanizado de Casey, el “inglés de extranjero” de Cozarinsky quien, dando un paso más, luego se autotraduce al castellano “para que el original mismo se vuelva traducción”: es decir, quede extrañado.

Recuerdo que cuando publiqué mi novela En breve cárcel hace muchos años en España, la editorial me corrigió el uso de ciertos argentinismos. Yo, que me había esforzado en ignorar geografías y evitar nombres, iba aceptando sin entusiasmo los cambios propuestos hasta que llegamos a un episodio donde la protagonista come pan con manteca. Mantequilla, puso el corrector, aclarando con petulancia en el margen “manteca es grasa de cerdo”. Fue el único cambio al que me negué estridentemente: no importaba que la historia transcurriera en una ciudad europea no nombrada, no importaba que no se supiera de dónde era la protagonista – estos datos se darían al final del texto – pero lo que mi personaje comía era definitivamente una muy argentina, intrasladable manteca. Mi vehemencia debe de haberlos sorprendido: no insistieron. Recuerdo también que esa novela tardó en circular en la Argentina, sin duda por la censura pero también, sospecho, por la desterritorialidad deliberada. En consecuencia tardé en volverme “novelista argentina”. Recorría en vano librerías pidiendo el libro: se había publicado en el extranjero, no lo habían distribuido, nadie me conocía. “¿Cómo dice que se llama la autora?” me preguntaban y no me atrevía a decirles que la autora era yo.

Vivimos en un mundo donde se viaja cada vez más, donde el desplazamiento es una forma normal de vida, donde el contacto con “el otro” se vuelve dispersión entre muchos “otros”, donde las diásporas ya no solo se deben a razones políticas o económicas, donde una aventura de viaje puede muy bien transformarse, sin que uno se dé del todo cuenta, en trasplante. O como dicen en inglés, para mezclar lenguas una vez más, We’re all in the same boat, estamos todos en el mismo barco, sin que se sepa bien, como en ciertos cuadros de Xul Solar o de Lazar Segal, si el barco va o viene y, sobre todo, dónde estamos. O nos encontramos en el mismo avión: recuerdo una crónica de viaje de Martín Caparrós escrita durante un vuelo. Mira hacia abajo, ve tierra, ve poblaciones, escribe suspendido, intentado fijar lo fugaz, sabiendo que lo único que fija, en el momento de la escritura, es su propia letra. Pero el que estemos todos en el mismo barco no significa que hayan desaparecido las fronteras, acaso todo lo contrario. Los trámites ocasionados por los desplazamientos se multiplican, se vuelven absurdamente exigentes, los movimientos se vigilan. Paradójicamente – o quizás no, quizás sea consecuencia natural del perpetuo vaivén que caracteriza las vidas y las escrituras de quienes vivimos afuera – se hace perentoria la pregunta acerca de los orígenes. El que vive afuera no solo desconfía de su nuevo entorno sino que, dentro de ese entorno, se vuelve él mismo sospechoso: viene de afuera ¿afuera de dónde? No hablo simplemente del engorroso control de fronteras geográficas, el tener que decir a cada paso de dónde se viene, adónde se va y por cuanto tiempo, aunque ese control, en Estados Unidos, no carece de brutal ironía: se hace para defender – y aquí la palabra se torna ominosa – la Homeland Security del país. “Dime cuál es tu homeland y yo te diré si puedes entrar en la mía”.

Ese querer saber de una vez por todas de dónde es el otro rebasa la pesquisa fronteriza. El escrutinio responde a la necesidad de detener la fluidez del otro, de ubicarlo en un contexto controlable, de fijarlo como si fuera una mariposa más del famosamente nómade Nabokov. Y, en el caso del escritor de afuera, la necesidad de asignarle, las más de las veces, el ingrato papel, más bien la obligación, de representar a su país. No en vano recuerda Cortázar, citando a Jacques Vaché, los efectos nefastos de este requisito: “Rien ne vous tue un homme comme d’être obligé de représenter un pays”, nada destruye más a un hombre que el verse obligado a representar un país, de ser, cómo observa Ha Jin, escritor chino que escribe en inglés, su portavoz. La consigna parecería ser “Dime cuál es tu homeland y yo te diré quién eres”. O, lo que es peor: “te diré cómo escribes” – o “como quiero que escribas para ser un escritor de afuera”. Porque escribir afuera supone un delicado trámite con el otro – ya lector, ya editor, ya comunidad cultural –, un otro que busca reconocerlo tal cómo él piensa que ha de ser, y le pide datos para confirmar esa opinión: escritor latinoamericano, escritora mujer, autor gay; la lista es larga. Pero la ventaja para el que escribe afuera – que no por ejemplo para el inmigrante que quiere cruzar la frontera – es que puede no darse por aludido, puede eludir esa representatividad impuesta. Puede, de algún modo, no dejarse reconocer y sobre todo puede no intervenir demasiado, elegir el margen. No es una posición fácil porque uno se queda a la intemperie. Lo sé por experiencia: Yo, cautelosa. Yo, argentina.

Más de una vez el que escribe afuera se pregunta cómo habría escrito si no se hubiera ido. Yo, que comencé escribiendo crítica, me pregunto a menudo si, de haberme quedado en la Argentina, hubiera descubierto esa “otra” escritura mía, la ficción. (Hago mal en llamarla “otra”, pues es, fundamentalmente, la misma: sólo que la crítica vino primero, antes de dejar la Argentina, la ficción después). El trasplante geográfico me situó en tierra de nadie donde pude ensayar otras vidas, elaborar identidades provisorias, presentes tentativos, pasados imaginarios; donde pude replantear lealtades y cometer traiciones, sin que me quedara siempre claro dónde estaba la diferencia. El que escribe afuera escribe siempre como si le faltara algo, situación propicia para la ficción. O por lo menos para mi ficción, que recurre a recuerdos, propios, ajenos, o inventados, para plantear una realidad verosímil, una realidad que para mí, necesariamente, ha de escribirse en español. Acaso allí esté la diferencia entre mis dos escrituras del y desde el afuera. Puedo traducir mi trabajo crítico sin esfuerzo, pasar de una lengua a otra. En cambio, en el caso de la ficción, no puedo traducirme porque siento que ya escribo, de algún modo, en traducción.

Pienso en un cuento de Borges que resume, de algún modo la problemática relación entre la escritura afuera y el retorno a casa. “El milagro secreto” reescribe de algún modo el relato “Occurence at Owl Creek Bridge”, de Ambrose Bierce. En los dos textos Dios – o la intervención de lo fantástico, que es un poco lo mismo – concede a un hombre condenado a muerte (un soldado de la confederación en Bierce, un escritor judío condenado en Borges) el tiempo necesario para que se cumpla un deseo. El personaje de Bierce elige retornar a casa, junto a su esposa y su familia: un happy ending que le permite cumplir su vida. El personaje de Borges, escritor, no elige volver a la casa, ni al homeland, sino a la literatura: pide terminar su obra de teatro antes de ser fusilado, lo cual es también, a su manera, un happy ending. Creo que el enfrentamiento, el conflicto, incluso, que evidencia este cuento entre casa y escritura – entre el retorno y la intemperie – puede ser, en última instancia, la contribución de quien escribe afuera.

Vuelvo al comienzo de mi charla, a los recuerdos encontrados que teníamos, mi amigo Pablo y yo, de la casa de mi infancia, casa que no figura en mis ficciones escritas pero casa cuyo recuerdo necesito para mi escritura, como asidero, por así llamarlo. Resuelta a comprobar una vez por todas que Pablo se equivocaba fui a verla en otro viaje. Una vez más la encontré algo distinta, sí, pero de acuerdo con los cambios que yo recordaba y no los que recordaba la memoria tremendista de Pablo. En ese momento salía un muchacho y le pedí entrar, siquiera un minuto, explicándole que esa casa había sido mía. Iba apurado pero cedió al pedido, me llevó a la parte de atrás donde sí vi construcciones nuevas, una cocina del todo desconocida. Una puerta separaba esa construcción nueva del resto de la casa, una puerta vieja con manija de porcelana que reconocí con felicidad: la puerta que llevaba al comedor, el de antes, es decir mi comedor. Iba a pedirle al muchacho si abrirla para ver (o para recordar, que era lo mismo) lo que había detrás cuando me dijo que tenía que salir ya para la facultad o llegaba tarde. No me atreví a insistir y a mi vez me fui. Al día siguiente ya no recordaba los cambios en la casa, el espacio añadido, sólo recordaba la casa de antes, es decir la casa de siempre. Me impresionó esa trampa de la memoria. Me senté y escribí la historia. Fue – es – mi manera de escribir afuera.
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