Luna Park, Coney Island
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BASADO EN HECHOS REALES
JOSÉ LUIS PARDO
Celebra Vicente Verdú, en su columna del 14 de enero en este periódico, Contra la imaginación, que haya llegado ya la hora en que el estar una ficción "basada en hechos reales" se considere como un valor positivo. Como es el caso que el columnista habla en su escrito de "noveleros" y "peliculeros", y este último (Peliculeros) es el título de una tribuna que el mismo día publicaba Juan Marsé en EL PAÍS a propósito de una cinta pornográfica recientemente estrenada; considerando que además José María Ridao había hecho alusión al mismo asunto en un artículo del 3 de diciembre del año pasado (Los fueros de la ficción), y finalmente que yo mismo llevo años escribiendo sobre estas cosas, a veces también en este mismo diario, propongo continuar la reflexión al menos un poco más para situar la cuestión en un contexto más amplio. Para empezar creo que es de rigor reconocer que Verdú acierta plenamente al hablar de un "plusvalor" que el "hecho real" le añade a la ficción, plusvalor que, según se deduce de los fenómenos editoriales recientes, parece ser esencial para el lector contemporáneo. Pero esto, sin duda alguna, revela lo que yo llamaría "el descrédito de la ficción", es decir, que por algún motivo la ficción ya no parece poder sostenerse autónomamente en su condición de ficción, sino que necesita para legitimarse el auxilio de los "hechos reales".
La cuestión no es menor, si se piensa que toda la literatura moderna se ha erigido de acuerdo con el proyecto de una "autonomía de la ficción" (y de la obra de arte en general) con respecto a toda clase de poderes -precisamente- fácticos que intentaban ponerla a su servicio para legitimar los estados de cosas creados por ellos. Puede sin duda ocurrir que los autores dados a este género, o al menos algunos de ellos, hayan decidido tomar un atajo que les libere de las duras exigencias del oficio de construir narraciones creíbles, extrayendo esta credibilidad de una fuente extraliteraria que les hace gratis el trabajo: el poder intimidatorio que ostentan los sucesos históricos por el miserable motivo de haber ocurrido de manera patente y fatal; pero lo que sin duda constituye la principal consecuencia de este procedimiento generalizado es que, so pretexto de parasitar la historia con fines literarios, es en verdad la historia la que utiliza subrepticiamente a la literatura para justificar su inapelable facticidad.
Bien es cierto que los "hechos" cuya autoridad aprovecha este tipo de ficción no son "meros hechos", sino que la historia viene en ellos convenientemente envuelta en una valoración moral aclamatoriamente triunfante: cuando se trata de una ficción "basada en hechos reales", ya sean estos los fanatismos y fundamentalismos religiosos, el maltrato machista contra las mujeres, la sublevación del 2 de Mayo, los abusos cometidos con menores, la guerra civil española, el nazismo, el 23-F o la enfermedad de Alzheimer, tanto el lector como el autor tienen perfectamente claro antes de empezar a leer y a escribir quiénes son los buenos y quiénes los malos, y la ficción no tiene otra pretensión que la de confirmar a ambos en ese saber previo, con el regusto de unos personajes y unas situaciones específicamente construidos para ese fin y de una empalagosa maquinaria narrativa que presenta la coherencia propia del relato (la del planteamiento, nudo y desenlace) como un espejo de la coherencia moral de nuestros valores; de modo que es muy probable que ese goce suplementario de saberse triunfalmente en lo cierto sea lo que constituye el secreto del éxito de estas historias, y lo que en rigor debiera considerarse como el "plusvalor" que los hechos añaden a la ficción cuando se utilizan de este modo. Ni siquiera puede decirse, pues, que este tipo de obras, pese a su nula calidad literaria, al menos "cumplan una función social" (la de sensibilizar al público contra la inmoralidad), pues por su propia definición sólo pueden hacer efecto a lectores ya previamente sensibilizados por esa moralina. Es, al contrario, la literatura que conserva la autonomía de la ficción -la que mantiene las distancias con respecto a la historia y a la "facticidad" moralmente establecidas, la que devuelve la ambigüedad tanto a los "buenos" como a los "malos", la que descongela los hechos y restituye su esencial discutibilidad, su pluralidad significativa- la que, como decía el filósofo Richard Rorty, es capaz de ampliar la imaginación moral de la humanidad y de aumentar nuestra comprensión de los demás y de nosotros mismos.
Huelga, pues, decir que el descrédito de la ficción es aquí un avatar secundario con respecto al descrédito padecido por los propios hechos -que se vuelven indigestos cuando no se suministran previamente etiquetados con la valoración moral que los hace inofensivos-, cosa que se pone de manifiesto en el redoblamiento con el que tienen que aparecer en escena para ser tomados en serio: la construcción lingüística que se ha vuelto canónica -y sobre cuyo carácter epitético no creo que nadie haya llamado hasta ahora la atención-, "basado en hechos reales", revela cuán poco ha de ser el crédito otorgado a los hechos mismos para que sea preciso remachar su positividad advirtiendo que se trata de "hechos reales", como si hubiese alguna clase de "hechos" que, no obstante su facticidad, fuesen irreales.
Verdú desconfía como el que más de las narraciones "históricas", y restringe el valor literario de la "realidad" al factor de lo experimentado directa e inmediatamente por el autor de una ficción, sin lo cual las obras se volverían "artificios, mentiras arteramente ensartadas para enganchar al comprador". Pero esto no es únicamente otra prueba de la debilidad de la ficción -que ha de buscar en la vivencia personal un expediente de autentificación del que ella misma carece- sino que arraiga en otra de las causas de esa misma debilidad, muy propia de un tiempo ahíto de la llamada "literatura del yo": que son las miserias de la "vida privada" del autor las que, añadiendo al arte un morbo dirigido a las bajas pasiones del espectador, conseguirán atraer al público a las librerías, a las salas de cine o a las exposiciones. ¿No es esto una estrategia mezquina "para enganchar al comprador", ya se trate de Gil de Biedma, de Francis Bacon o de Thomas Mann? ¿O ya nadie se acuerda de quienes no eran capaces de encontrar el valor de una obra como La muerte en Venecia más que en la homosexualidad larvada del escritor alemán?
Pues no sólo es evidentemente posible haber "estado allí" cuando algo sucedió, "haberlo visto con los propios ojos" y no haberse enterado de nada, sino que si fuera el caso que los productos artísticos y culturales no fuesen más que la expresión desnuda de los sentimientos interiores de sus productores, el público haría bien en protegerse contra tales emanaciones (propias de los llamados programas del corazón), como en general procuramos apartarnos de las secreciones internas de los demás, por muy indudable que sea su autenticidad hormonoglandular.
Por el contrario, el valor artístico, cultural y, por lo tanto, público de una ficción depende, cuando lo hay, de que el autor haya conseguido transmitir en ella una emoción que precisamente ya no es suya ni tiene nada que ver con su privacidad, una emoción perfectamente impersonal y virtualmente universal, haciendo así comunicable algo que en origen no lo era en absoluto, convirtiendo en común lo que parecía no serlo y arrojando así luz sobre la naturaleza de los sentimientos y sobre su significación humana. Algo que nada tiene que ver con añadirle perezosamente a la ficción el marchamo de una facticidad histórica o testimonial, sino justamente con lo contrario, con el poder de la ficción para desenquistar los hechos, para liberarnos de su amedrentamiento y para arrojar dudas razonables sobre su justificación y su legitimidad. Esto es, sin duda, lo que Juan Marsé -utilizando unos términos que no todas las voces pueden pronunciar con igual seriedad- llamaba "la verdad y la belleza" de una ficción, y que con toda razón relacionaba con la solvencia profesional en la producción cultural y el rigor en el trabajo artístico.
José Luis Pardo es filósofo. En 2005 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por La regla del juego.
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