Sandycove (foto V-M).
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EL EXTRAÑO EN EL ESPEJO
BERENGUER POU
A Enrique Vila-Matas
“No, no está, es extraño, pero no está en casa. Llame dentro de media hora”. La mujer volvería a llamar media hora más tarde, y en ese momento él debería decirle la verdad. No le había mentido. Durante los interminables minutos que siguieron a la primera llamada, se convenció de que no había mentido y que nunca encontraría, en el caso de repetir la primera llamada, una respuesta más verdadera. Una respuesta irrefutable. Su padre no estaba, esa era la única cosa cierta en esa fría mañana de mediados de marzo. Su padre había muerto. Cuando la mujer volvió a llamar, nada había cambiado, y respondió lo mismo, que su padre no estaba, aunque precisó el motivo de su ausencia, con la intención de prevenir a la mujer de la absurdidad de una tercera llamada: “Mi padre ha muerto”. Sólo recordaba algunas palabras de la conversación que siguió. Después de una breve condolencia ya no hubo una tercera llamada. Encontró el cadáver de su padre unos minutos antes de la primera llamada. Se quedó mirándolo desde debajo de la puerta, sin entrar en la habitación, como si estuviese sosteniendo el dintel de una estructura a punto de derribarse. Unos minutos antes, había ido al baño a lavarse la cara después de haber bebido mucho la noche anterior. Cuando se miró en el espejo, no reconoció la cara de angustia del desconocido que le examinaba con unos ojos sobrios y grises. Justo antes de entrar en el baño, esos ojos habían visto una extraña oscuridad en el interior del dormitorio de su padre. El extraño en el espejo permaneció largo tiempo observándole. Apoyando la cabeza sobre el perfil de la puerta, no se atrevía a encender la luz de la habitación. Sus ojos, ahora grises y oscuros como la imagen del extraño en el espejo, fueron revelando a través de la oscuridad el cuerpo inmóvil de su padre. Estaba boca arriba y cubierto con las sábanas hasta el cuello. Sin moverse, intentó, primero susurrar algo para romper el delicado sueño de su padre, y luego hablar más alto para comprobar que ya no lo rompería nunca más. El extraño en el espejo ya lo sabía.
En los años que siguieron, cada vez que Gabriel Vilabella oía un teléfono, a veces tenía la necesidad de correr hasta el aparato y arrojarse sobre el auricular para decir que no, que él, no estaba, en un intento desesperado por decir la verdad. Sin embargo, y muy a su pesar, siempre que respondía al teléfono, se daba cuenta de que sí, sí estaba, era extraño, pero estaba. Hacía ocho años que había abandonado el piso de alquiler donde vivía con su padre y sus hermanos, y no recordaba si el espejo del baño era redondo o era uno nuevo y cuadrado que habría sustituido al primero después del algún accidente. Tampoco recordaba el color de las baldosas, aunque se hubiese aseado en ese baño hasta sus veintiún años. Cada vez que recordaba esa mañana de sábado de mediados de marzo, era incapaz de reconstruirla del mismo modo, el relato era siempre otro. Sólo dos elementos aparecían en todas las variaciones: el extraño en el espejo y las dos llamadas telefónicas. Gabriel recordaba muy pocos sueños, aunque estaba convencido de soñar todas las noches. Solía pensar que todos sus sueños empezaban con una llamada y terminaban media hora más tarde, con una segunda llamada. Sus días se encerraban entre las dos llamadas, treinta minutos apoyando la cabeza sobre el perfil de la puerta en el dormitorio de un muerto. Todo lo demás era sueño. Una noche creyó haber soñado el espejo y el extraño que había en él. Creyó oír su voz desde el espejo, como si la voz del extraño fuese la suya. Una llamada telefónica lo despertó. Se levantó muy resfriado, un resfriado eterno, había perdido la voz de forma irreversible. Descolgó el teléfono y no pudo articular palabra. Angustiado, colgó el auricular y decidió esperar. Esperaba una segunda llamada. No volvieron a llamar. Se apresuró hasta el baño para tomar unas pastillas para la garganta. Cuando abrió el pequeño armario, se quedó helado. Le parecía haber visto su reflejo alejándose del espejo, saliendo a toda velocidad del baño. Se tomó las pastillas y no se atrevió a cerrar el armario. Una sensación de agotamiento invadió repentinamente todo su cuerpo. Sintió como sus extremidades se disolvían lentamente. Intentó mantenerse en pie, apoyándose en las paredes del baño, pero cuando tocaba las baldosas, cambiaban de color y se fundían resbaladizas entre sus dedos. Se arrastró hasta su dormitorio con la intención de enterrarse debajo de las sábanas, y acabar de una vez por todas con ese sueño tan angustioso. Con su cabeza contra el perfil de la puerta, observó como el extraño en el espejo estaba durmiendo boca arriba, cubierto con las sábanas hasta el cuello. Otra vez. Se acordó de Kafka. Se preguntó quién era de verdad el extraño. Se preguntó por qué solía decirse a sí mismo que le tenía miedo al extraño. Como era habitual, no supo qué contestarse; en parte, por el miedo que le inspiraba el extraño; en parte, porque en la justificación de dicho miedo intervenían demasiados pormenores para poder exponerlos con una aceptable consistencia. Se acordó de Vila-Matas. Intentaría, otra vez, darse una respuesta por escrito, instalaría un nuevo puesto de avanzadilla hacia el abismo, arrastrándose hasta el escritorio, de espaldas al extraño: procuraría darse una respuesta, otra vez, aun sabiendo que lo haría en forma muy incompleta, ya que, aun escribiendo, el miedo y sus efectos lo atenazaban cuando pensaba en el cuerpo que yacía en su cama, y porque las dimensiones del tema excedían con mucho los límites de su memoria y su entendimiento. Kafka, otra vez. Gabriel deseaba explorar el vacío que se precipitaba en los ojos grises de aquel extraño que dormía a sus espaldas. Sabía, por otro lado, que la auténtica realidad de los exploradores que avanzaban, siempre iba precedida por un sueño. Sabía, sin embargo, que eso, seguramente, ya lo habría dicho Vila-Matas. En todo caso, el relato era siempre otro. |