ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Hickling - Us ViceConsul Ponta Delgada. Azores







Parque Botánico Terra Nostra Thomas Hickling







Furnas dos patitos







Furnas







Furnas







V-M, Sofía Molina, Tote King y compañía

TRAS LAS HUELLAS DE THOMAS HICKLING

TOTEKING

En agosto de 2023 viajamos a la Isla de São Miguel en las Azores. Días antes de salir yo había actuado en el Festival Sonorama por un caché considerable, y como tengo por máxima aquello que decían Les Luthiers de: “la vida merece ser vivida y la muerte merece ser morida”, le dije a María que íbamos a utilizar el pago del Sonorama para vivir en las Azores como realmente nos merecíamos.

Reservamos en el Terra Nostra, el mejor hotel de Furnas. Teníamos un precioso Audi esperándonos en la casa de alquiler del aeropuerto, pero por una serie de inconvenientes que no haríamos mal en calificar de penosos, acabaron dándonos un Fiat 500. Tuvimos que meter las maletas a través del techo solar porque no entraban en el maletero. Los turistas que salían de la casa de alquiler derrapaban y tocaban el claxon cuando veían nuestro Micro Machine.

El recinto del hotel era inmenso, estaba dentro de un jardín botánico de doce hectáreas, en cuyo centro, había una piscina natural de aguas ferruginosas. Me puse el bañador en cuanto nos dieron la habitación y salí corriendo hacia las termas, una vez allí, dejé mis chanclas sobre un banco de piedra y me sumergí en el líquido cobrizo. A mi lado había un par de turistas pálidos y una familia de patos mordisqueando verdina en el borde del manantial.

A pocos metros de la piscina, en el núcleo del jardín botánico, había una mansión de estilo neoclásico. Salí del agua y me acerqué a husmear. Quería saber quién había tenido la suerte de despertar allí cada mañana. Thomas Hickling resultó llamarse, un tipo normal a juzgar por el retrato al óleo que encontré en una placa: pequeño, de ojos grandes, con esa calvicie parcial que recuerda a la tonsura de los druidas. Apunté su nombre en el bloc de notas de mi teléfono móvil y volví hacía las termas.

Cuando llegué encontré a María en un banco con el bikini puesto, le dije que venía de ver nuestra futura casa y ella se rió, nos metimos en el agua y andamos hacia el islote del centro, los patos nos acompañaron. Me senté en el borde del manantial y me puse a buscar en Internet información sobre Thomas Hickling.

Nació en Boston en 1744, en una familia de comerciantes. A los veinte años lo obligaron a casarse con una mujer quince años mayor que él. Con ella tuvo dos hijos. En un principio se dedicó al comercio de melaza en el Caribe, pero alguien le habló de las Azores y decidió visitarlas para ampliar su negocio. Se enamoró perdidamente del lugar cuando llegó. Abandonó entonces a su mujer y a sus hijos en Boston y se quedó a vivir en la isla. Nunca más volvió a pisar América.

Le pregunté a María si ella sería capaz de vivir en las Azores, me dijo que ni pensarlo, aun así entré en Idealista y me puse a mirar precios: millón, millón y medio, descartado. Le dije que si a mí me dejasen vivir en la mansión de Hickling yo también la abandonaría a ella, y luego me tiré al agua de cabeza espantando a los patos.

En 1773 Thomas Hickling ya era el hombre más rico de la isla de São Miguel. Todo gracias al comercio de naranjas y limones, y mientras amasaba una fortuna y absorbía el negocio de otros promotores, su esposa en Boston exhalaba su último suspiro. Poco después fue nombrado vicecónsul estadounidense en Ponta Delgada, cargo que no le pareció suficiente, y le escribió una carta al mismísimo George Washington solicitándole el puesto de cónsul.

Inspirado por esta carta quise enviarle un correo a Enrique Vila-Matas para hablarle de Hickling, pero Enrique adora Ponta Delgada y probablemente ya conociese la historia. María y yo seguíamos en el islote junto a los patos, el cielo estaba gris, el relieve de las nubes parecía un puzle incompleto y entre los huecos de las fichas ausentes, se filtraban gotas de lluvia y rayos. El murmullo de las termas me transportó a mi juventud, a aquellos atardeceres lentos cuando algún castigo o enfermedad me impedían salir a jugar.

En 1778 Thomas Hickling se volvió a casar. Esta vez con alguien que eligió: una joven llamada Sara Falder que había llegado a São Miguel de milagro, pues el barco en el que viajaba naufragó. Tenía quince años cuando se casó con Hickling y estuvieron juntos hasta que él murió. Tuvieron dieciséis hijos.

Según los escritos de Insulana, un archivo del Instituto Cultural de Ponta Delgada que estuve consultando, la mansión que yo acababa de visitar era la residencia de verano de Sara y Hickling. Fue construida en 1780, frente a aquellas aguas termales, y el jardín botánico lo cultivaron juntos, con semillas de árboles americanos que traían de Boston. Plantaron lirios gigantes de flores rojas y un roble inglés que sigue en el fondo del parque. También parece que el agua de las termas en aquella época estaba bastante más caliente que la de ahora. Cito del archivo de Insulana:

“Hay unas cuevas de azufre de las que manan, casi en el mismo punto, dos arroyos, uno tan frío que no se puede meter la mano en él, y el otro tan caliente que si se mete a un cerdo y luego se le saca se deja la piel ahí”.

Quise ver el roble que plantaron Sara y Hickling y me fui a caminar por el jardín botánico mientras ojeaba los archivos. Al parecer Thomas Hickling se tomó en serio su cargo de vicecónsul y se convirtió en un gran anfitrión, recibía y atendía a todos los visitantes del pueblo que venían a bañarse en las termas y a pasear por el parque.

“Como la propiedad del Sr. Hickling está muy de moda, todo el mundo acude en masa para verla. Tiene un efecto precioso ver la pequeña isla llena de campesinos con sus mejores galas, tocando la guitarra o paseando alrededor del tanque”.

Thomas Hickling sabía ganarse a la gente porque unas páginas más adelante leí este otro párrafo en el archivo:

“Una vez, al llegar a su casa, la encontró llena de gente conocida, pero le dijo al criado que no les dijera que estaba allí, para que no se fueran y se fue a dormir a otro lugar. Terminó diciéndole: "Sabes, es mejor que molesten a uno solo que a veinte”.

No encontré el roble ni el lirio gigante de flores rojas, o igual pasé por delante y no supe distinguirlos. El jardín botánico era inmenso, uno tardaría dos días en verlo entero si fuese deteniéndose a leer los letreros de cada arbusto. Di media vuelta y regresé a las termas, cuando llegué María estaba debajo de la catarata, dejando que el agua de la fuente le masajeara los hombros. Me acerqué y le dije que había leído en internet que algunos isleños beben de la fuente ferrosa porque creen que el agua tiene propiedades mágicas. Ella me dijo que no bebería allí ni por asomo, e instintivamente volvió la cabeza hacia los patos.

En el año 1830 una plaga atacó a los naranjales en Ponta Delgada y muchos comerciantes se arruinaron. Thomas Hickling tenía entonces ochenta y seis años por lo que si a alguien afectó aquella crisis sería a sus dieciséis hijos.

“La ruina económica dio lugar a una reducción del nivel de vida de estos "granjeros caballeros", muchos de los cuales ya no podían permitirse el mantenimiento de sus hermosas casas y jardines. Muchos de ellos todavía pueden verse en los suburbios que rodean Ponta Delgada y su estado ruinoso es un testigo silencioso tanto de la grandeza como de la miseria de la época”.

Estaba anocheciendo y no quedaba nadie en las termas. María estaba fuera del agua mirando el móvil en el banco de piedra. Ya había encontrado el lugar donde iríamos a cenar. Cocido Das Furnas se le había antojado, me enseñó una foto del plato y pensé que de ahí podían comer los Hickling, sus dieciséis hijos y aún quedarían sobras para los patos silvestres. Nos vestimos y fuimos caminando al restaurante, caía una lluvia fina, imperceptible, las luces del parque se encendieron y entre las copas de los árboles vimos ascender el humo del manantial.


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