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MEMORIA PERFECCIONADA
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
En Los emigrados, el extraordinario libro de W. G. Sebald sobre la distancia en el espacio pero también en el tiempo, hay un momento en que el narrador, decidido a averiguar una serie de cosas sobre el pasado de sus parientes expatriados, llega a una ciudadela para ancianos de Lakehurst, Nueva Jersey. Allí, en el curso de una tarde entera, escucha de boca de su tía Fini la narración de la vida y milagros del tío Ambros Adelwarth. Y, como en los libros de Sebald todo el mundo cuenta historias, la tía Fini nos cuenta lo que el tío Ambros le contaba a ella, anécdotas tan fantasiosas que ella nunca llegaba a creerlas por completo. “A veces”, nos dice, “me parecían tan improbables que supuse que el tío sufría del síndrome de Korsakov: como quizás sepas, dijo la tía Fini, se trata de una enfermedad que hace que las memorias perdidas sean reemplazadas por invenciones fantasiosas”.
El síndrome Korsakov. Para cualquier ser humano se trata de una dolencia terrible; para el novelista, en cambio, de una mera metáfora del oficio. Escribir novelas es el arte de convertir los recuerdos reales en recuerdos inventados; de reemplazar nuestra memoria privada, individual y limitada, por la particular manera de recordar que tiene la literatura, cuyo rasgo más extraño es el de formar parte de eso que llamamos inconsciente colectivo mientras nos provoca la ilusión de estar hablando de nuestra vida más íntima. “La memoria”, dice Sebald en otra parte, “es el espinazo moral de la literatura”. En buena medida, es cuando la literatura se dedica a recordar que resulta más incómoda, más subversiva y, por lo tanto, más fiel a su naturaleza. Recordar molesta; son molestos los memoriosos, los que nunca olvidan: no es necesario que un Estado se acomode a nuestra idea de totalitarismo para que dedique buena parte de su energía a moldear el recuerdo colectivo, a veces eliminando los testimonios, a veces eliminando a los testigos. Hace unos años Orhan Pamuk se atrevió a recordar, ante un periódico suizo, un cierto momento incómodo del pasado de su país –la masacre de un millón de armenios– y el gobierno lo acusó de “denigrar públicamente la identidad turca” y estuvo a punto de mandarlo a prisión. La presión ejercida por el PEN y las protestas públicas de varios intelectuales permitieron que todo el asunto tuviera un desenlace menos vergonzoso para el gobierno turco, pero a muchos nos quedó una inquietud en la cabeza: ¿qué mundo es éste donde la memoria es punible, donde el silencio sobre el pasado está protegido por el Código Penal? En El libro negro, la novela de Pamuk, un personaje pierde la memoria, y de él se dice que también pierde el pasado, “lo único que lo unía a su país”. Una vez le pregunté a Pamuk por esta obsesión con el pasado. “En Turquía”, me dijo él, “el pasado es problemático. La implementación de la identidad turca moderna es el acto de olvidar los horrores del pasado. Me interesa la Historia no porque sea simplemente romántica, sino porque aquí es algo vivo. Es una opción política”.
El problema, como bien lo sabe Pamuk y lo sabe todo novelista que trabaja con esta materia prima, es que la Historia tiene la curiosa característica de volverse inofensiva con el tiempo. La razón es sencilla: la Historia se compone de hechos colectivos, y el ser humano no está diseñado para simpatizar con las generalizaciones. Leer un ensayo historiográfico sobre las guerras napoleónicas es una cosa; leer La guerra y la paz, otra muy distinta. Los novelistas son incómodos porque devuelven al hecho público su carácter individual, íntimo y relativo. Después de que la experiencia individual se ha depurado, casi edulcorado, y se ha transformado en la historia que, a falta de mejor palabra, llamaremos objetiva, el novelista la vuelve a transformar en algo que le pasa a alguien. Es como volver a llenar un vaso de agua que se ha evaporado, donde el vaso es la historia y el agua la experiencia humana. Con el tiempo, la experiencia del individuo se evapora, dejando nada más que el hecho desnudo, su vertiente numérica o estadística, su descripción escueta y deshumanizada. El novelista vuelve a llenar la cifra con el destino particular, el sufrimiento particular, la victoria o la derrota particulares de un solo hombre. Y los lectores lo entendemos, ya no con una comprensión fría y distante, sino a través de la particular manera de comprender la realidad que tiene la novela: relativa, intuitiva, desprovista de verdades absolutas pero provista de una absoluta humanidad: la manera de la empatía. Dice Kundera en un libro reciente que en los años noventa, cuando toda Europa se escandalizaba con las masacres cometidas por los rusos en Chechenia, había unos pocos para quienes el verdadero escándalo no era la masacre, sino la repetición de la masacre. Eran los lectores de Hadji Murat, de Tolstói, que ya había contado, 150 años atrás, todo lo que ahora se leía en los periódicos. Estos lectores no habían vivido ese pasado, pero lo recordaban.
Tengo a veces la impresión de que el mundo se divide en dos: los que consideran que recordar es inútil y los que consideran que es peligroso. En esas aguas se mueve el novelista, y esto se debe, en buena parte, a que el pasado es un lugar que, al contrario de lo que suele darse por sentado, no está fijo. Decía Faulkner que el pasado no está muerto, que ni siquiera ha pasado. Se refiere a que las consecuencias de lo que hicimos nos perseguirán siempre, pero también a que el pasado es maleable, a que puede ser manipulado. Y entonces los novelistas se enfrentan a esta paradoja: son al mismo tiempo los principales transformadores de la memoria, en el sentido del síndrome Korsakov, y los guardianes de la memoria, en el sentido de ser quienes recuerdan lo que los demás, voluntariamente o no, ya han olvidado. Son al mismo tiempo fieles e infieles. Pero tienen autoridad: la autoridad de los padres, por ejemplo, que son los únicos capaces de decirle a un hijo si lo que recuerda es cierto o no. Si conservar nuestras memorias privadas es importante para los seres humanos, los padres, únicos testigos de nuestra primera vida, tienen un poder divino sobre nosotros; la literatura juega un papel similar en nuestras vidas como seres sociales, porque en ella muchas veces está la única prueba de los hechos que nos han transformado en lo que ahora vemos cuando nos miramos al espejo.
Y eso, claro, es inaceptable para mucha gente. Hace cinco años, Salman Rushdie habló de su novela Los versos satánicos y del interrogante que palpitaba debajo de su batalla, la de la novela pero también la de Rushdie: ¿quién tiene el poder sobre la historia? Historia, en esta frase, debe leerse como el relato de nuestras vidas, esa narración que construye nuestra identidad, con la que sabemos quiénes somos. Rushdie lo dice así:
¿Quién tiene el poder de contar las historias de nuestras vidas y de determinar no solo qué historias se pueden contar, sino también de qué forma se pueden contar, cómo se tienen que contar? Evidentemente hay historias en las que todos nosotros vivimos, la historia de la cultura y la lengua en las que vivimos, la Historia en la que vivimos y, de hecho, las estructuras éticas en las que vivimos, de las cuales una es la religión. ¿Quién debería tener poder sobre estas historias?
En realidad, la pregunta que está haciendo –la que navega por debajo de estas líneas, como un submarino– es otra: ¿deberíamos dejar ese poder en manos de esas entidades, el Estado, la Nación, la Iglesia? Por supuesto que uno ni siquiera tendría que ponerse frente a estos signos de interrogación si estas entidades no fueran grandes narradoras. Pero lo son: tienen a su disposición todas las armas del mejor novelista y algunas que el novelista no tiene. Cuando se vuelve claro que la Historia es una narración cuyo narrador es el Poder, y por lo tanto que el Poder tiene y tendrá siempre la aspiración de contar nuestra historia, el papel de la literatura cobra una importancia brutal: la literatura se vuelve el espacio donde cuestionamos esa narración monolítica, donde contamos la otra versión, nuestra versión. Y ese enfrentamiento, la lucha de nuestra versión contra la versión oficial, de nuestro relato contra el relato impuesto desde otra parte, o, simplemente, la lucha por el derecho a tener varias versiones en lugar de una sola, se libra, en buena medida, en el pasado: en lo que recordamos, cómo lo recordamos, cuándo lo recordamos y, por supuesto, si podemos o no recordarlo en total libertad y sin miedo ninguno. En su ensayo “La prevención de la literatura”, dice George Orwell: “Desde el punto de vista totalitario, la historia es algo que se crea, no que se aprende”. Y luego: “El totalitarismo exige, de hecho, la continua alteración del pasado”. El ensayo es de 1946; sería un grave error, además de una ingenuidad, creer que no es aplicable al tiempo que vivimos (por haber sido escrito en la inmediata postguerra) así como a los gobiernos que tenemos (por referirse a las dictaduras de antes y no a nuestras democracias de ahora). En 1984, la gran novela de Orwell, los documentos contrarios al régimen son lanzados por un conducto a un incinerador que los desaparece para siempre: es el célebre memory hole. El hueco de la memoria: como todo en el régimen del Gran Hermano, la denominación es astutamente lo contrario de lo que debería ser, pues ese conducto no lleva más que al olvido.
Contra ese olvido, contra esa creación impune de nuestra Historia común por parte de quienes tienen el poder para llevarla a cabo, contra esa alteración del pasado que nunca se da por satisfecha, se enfrenta y se ha enfrentado siempre la literatura. Simon Wiesenthal, citado por Primo Levi, recuerda las advertencias jactanciosas de los soldados de las SS:
De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno llegara a escapar, el mundo no le creería... La historia del Lager seremos nosotros quienes la escriban.
Al final, por supuesto, no fue así: no la escribieron ellos. “La historia de los Lager”, dice Primo Levi, “ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado hasta el fondo”. Cualquiera que haya leído Los hundidos y los salvados sabe que la frase de Levi está llena de melancolía, casi de culpa –la culpa del sobreviviente–: quienes sobrevivieron eran los prisioneros privilegiados, de manera que el horror profundo nunca podrá ser totalmente conocido, porque nadie ha sobrevivido para contarlo. Pero nosotros le debemos a Levi una gratitud eterna: en estos tiempos de negacionismos rampantes y amnesias voluntarias, sus páginas, y las de otros como él, son lo único que se interpone entre el pasado europeo –no: el pasado de Occidente– y su meticulosa obliteración, o más bien su recuerdo alterado, la imposición sobre nosotros de un relato mentiroso. Lo que quiero decir es que toda sociedad se construye sobre un entramado de relatos escogidos por alguien más, relatos cuyo objetivo es traer al proscenio algunos hechos mientras reduce otros hechos a la categoría de secreto, de mentira o de tabú; no es imposible que la tarea de la literatura sea apropiarse de esas ficciones que quieren pasar por verdades y confrontarlas con una verdad hecha de ficciones.
A la hora en que escribo esto ha muerto, a sus 103 años, Francisco Ayala. El diario que me da la noticia ha escogido, para encabezarla, una frase de entre las muchas que Ayala dijo o escribió.
“La vida es una invención”, dice, “y la literatura, memoria perfeccionada”.
Memoria perfeccionada: ¿pero quién la perfecciona, y cómo? Ustedes tendrán sus hipótesis. La mía es ésta: la perfecciona el contacto con la imaginación. Y no me refiero solo a la intervención de nuestra capacidad fabuladora, a esa particular manera de transformar el mundo que tenemos los novelistas, sino al grado de solidez o permanencia que adquieren los recuerdos –nuestra experiencia– cuando han quedado, por virtud del acto creativo del escritor, vaciados en el molde de un lenguaje poderoso. Esa permanencia, esa solidez, siguen siendo el baluarte de lo que entendemos cuando hablamos de humanidad. Somos el invento de quienes nos han narrado: somos la creación de Homero y del Bhagavad Gita, de Cervantes y Shakespeare y Omar Khayyam. Estos relatos nos susurran al oído quiénes somos. Estos relatos nos recuerdan dónde hemos resbalado. Estos relatos nos permiten reducir la distancia infranqueable y cruel que nos separa de lo que fuimos, y son por eso el único anuncio que tenemos de lo que podemos ser.
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