ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Edmundo de Ory






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GUÍA DE PASOS PERDIDOS

JAVIER VELA

Hacía ya mucho que no volvíamos al sur, y ambos nos preguntábamos qué habría sido del hombre que nos había iniciado en sus misterios dos décadas atrás, llenándonos de atenciones, e imprimiendo en nosotros el sacerdocio de su inteligencia, su cortesía y su hospitalidad. María evocó su nombre: ¿qué fue de Karl Borromäus? ¿Seguía viviendo en Cádiz o habría cambiado de ciudad o país? Unas semanas antes de emprender el viaje, le escribimos, pues era de esa clase de personas que se complacen en contestar enseguida con entusiasmo y afecto. Esta vez, sin embargo, su respuesta se estaba haciendo esperar. Calculamos la edad que nuestro amigo, a la sazón guionista y cineasta (y poeta ocasional), podría tener por entonces, si es que su alta y desgalichada figura seguía aún deambulando por este lado del mundo, y concluimos que no menos de ochenta, ya que estaría frisando en los sesenta cuando lo conocimos. Por fortuna, Borromäus era un hombre carente de rencor. Podíamos estar años en un completo mutismo sin que ello debilitase la amistad que nos mantenía unidos. Antes bien, aprovechaba hábilmente las raras ocasiones que se nos presentaban para, con su carisma y algunas pocas palabras de generosidad, conseguir devolverle su voltaje inicial.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar hacia 1999 o 2000, en los pasillos del Museo Provincial. Borromäus —que, a su pesar, nos dijo, componiendo una especie de hagiografía esquemática, compartía nombre con el arzobispo que más severamente había azotado las ideas protestantes en el norte de Italia— no estaba allí casualmente: inauguraba una muestra sobre realizadores andaluces en la que había ejercido como comisario. Tras la rueda de prensa, había resuelto dilatar unos días su estancia en la ciudad para guiar en persona a varios medios especializados antes de regresar de nuevo a Leipzig, en donde impartía clases de Estética del Cine y Teoría de la Imagen. No recuerdo con exactitud si nos dirigimos a él para recabar alguna clase de información al respecto o si fue él quien, apiadándose de nuestra bisoñez, se ofreció voluntariamente a ayudarnos. En cualquier caso, lo cierto es que nos condujo por la exposición con una amabilidad y una cercanía infrecuentes, desprovistas por cierto del menor signo de presunción. Como pudimos comprobar enseguida, aquella prole de directores de cine le era visiblemente familiar. Se conocía al dedillo sus trayectorias y filmografías, en especial la de la granadina de padres alaveses Ana María Lagarra, en cuyos pormenores se demoró algo más, complaciéndose en proclamar sin reservas su admiración hacia ella, al tiempo que trataba de despertar la nuestra. «Hay en Andalucía», observó mientras iba encaminándonos por el itinerario expositivo, en un postizo español, «nombres ya indisputables para el mundo del cine, como Fernando Esteo, Nuria Galeno o Luis García de Sola, y verdaderas promesas como Ramón Salazar, pero Lagarra, bueno, es otra cosa. Lleva el cine más lejos y nos hace pasar al otro lado, como Fellini o Bergman. Sin épica, sin énfasis, sin fuegos de artificio ni piruetas formales; me atrevería a afirmar que sin estilo», dijo.

Tras visitar la muestra, salimos del museo juntos y fuimos dando un paseo por la Alameda Apodaca hasta llegar al hotel, situado cerca del muelle, donde nos despedimos al cabo de media hora de buena conversación, emplazándonos para la tarde siguiente.

El lugar elegido para este segundo encuentro fue el Café de Dos Mares, un barecillo de ambientación portuaria con trasmín a bodega donde se daban cita poetas y periodistas —y hasta gente peor— de toda naturaleza. Cuando llegamos él ya esperaba sentado a una mesa de velador situada junto a la barra. Enseguida, se puso en pie para recibirnos y nos abrió los brazos. Para nuestra sorpresa, gastaba en este caso una gruesa camisa de leñador (bien distinta a la ropa con que vestía la víspera, de corte más formal) que los rigores de un invierno tardío y la humedad ambiente le habían hecho sacar, y, como en el museo, daba la impresión de estar en su propia casa, instalado en una plácida domesticidad a la que no eran ajenos los otros parroquianos del café. Los camareros tomaban nota sin prisa, aun conduciéndose sin excesiva demora, y él parecía tener una palabra amable para cada uno de ellos, cuyas angustias y frustraciones diarias no le eran desconocidas. Para toda esa gente, Borromäus era objeto de un culto particular. Pronto descubrimos por qué. Los gaditanos se vanagloriaban del apego que este sentía hacia la ciudad, y que, según supimos, resonaba a las claras en varias de sus películas y cintas documentales. Lo había cantado asimismo en una breve colección de poemas reunidos bajo el título de Guía de pasos perdidos —que eran de alguna forma una destilación expresionista de ciertos modos de Henzel, ciertos tropos de Rilke y ciertos temas y motivos de Trakl—, y en una dupla de artículos a mitad de camino entre la crónica y el libro de viajes. Era por lo demás evidente que su interés por Cádiz había ido permeando en el pueblo y suscitando en él una querencia y un afecto recíprocos.

Pero a María y a mí, no podíamos evitar preguntarnos, ¿qué peculiaridad nos había hecho merecedores de su interés o su estima? ¿Por qué este agente de la cultura europea, tan conocido dentro como fuera de España (había enseñado y dado conferencias en universidades de toda Europa central), y siempre tan ocupado, ponía su foco en nosotros, un par de advenedizos, regalándonos generosamente su tiempo? Curioso es que esta duda nos surgiese a una edad en que los dones de la naturaleza nos parecían sin duda conquistados de una vez para siempre. La mirada sincera y como abismada de Borromäus se posaba a menudo sobre María —cuya figura atlética, fresca y estilizada solía atraer a propios y extraños—, una mirada exenta de deseo y más bien orientada hacia sus dotes intelectuales y su temperamento, que enseguida ponían de manifiesto el desparpajo de una mujer de excepción. Por descontado que una mirada untuosa hubiera hecho justicia a su belleza (en nada parecida a la que, a su pesar, ostentan comúnmente las heroínas ingrávidas de Ana María Lagarra), pero ese no era el caso. A Borromäus le hipnotizaba su ingenio, mezcla de astucia y desenvoltura, tan semejante al que proliferaba por todas partes en Cádiz y que insistía en mostrarnos en sus distintos hábitats: baches, tabernas, peñas o tablaos, a fin de que viviésemos una experiencia íntegra y diversa de la ciudad y su gente, ahondando en sus raíces y en el venero de lo popular, pero sin concesiones al acarreo folclórico ni a ese tipismo espurio como de suvenir.

Empezó por llevarnos a conocer las «casas de vecinos» de ciertos barrios humildes, cuyo encanto no suele revelarse a los ojos del crucerista efímero que solo colecciona monumentos como por completar una yincana del patrimonio histórico local. En todas ellas fuimos recibidos con sencillez y naturalidad. Nos adentrábamos libremente en sus patios, donde éramos tratados como viejos amigos (amigos de Borromäus) pese a que varios de ellos se encontraban en un estado de sugerente abandono —la decadencia es siempre fotogénica para quien no la sufre—, o a que no pocos de sus propietarios seguían aún en pijama, o sin zapatos o descamisados, u holgando, «como en casa», o con la ropa aún húmeda al oreo, mañosamente tendida, o acaso acicalándose y preparándose para salir a la calle, si no volviendo de ella tras hacer los mandados, los propios y los ajenos, que en ocasiones hacían subir a sus pisos por medio de un sistema improvisado con una cuerda de nailon y una cesta de mimbre, a guisa de montacargas. Al acceder a los patios (vestidos con aspidistras, helechos, esparragueras y todo tipo de crasas que descansaban sobre el brocal de los pozos o los aljibes comunes, parcialmente tapiados, y de los que tomaban el agua para regar, fregar el suelo de losas o baldear las aceras), tentábamos al paso los sillares de vieja piedra ostionera que daban fuerza a sus muros y lustre a sus fachadas, en ligazón de fósiles, arenas y cascajos sedimentados por la argamasa del tiempo, y en los que se leía como en un libro la historia de la ciudad. Nadie jaló cortinas, bajó persianas o cerró postigos. A Borromäus ‘el Gallo’, ‘el Lámpara’, ‘el Calicha’ —como se lo apodaba casi indistintamente en alusión a su aspecto y al tono de su piel, flojita de melanina—, a quien se figuraban «más blanco que un bidé», «un dedo malo», «un rábano por dentro»; «más pálido que un cirio» o «un palaústre de yeso»; a Borromäus, decía, nadie le ponía trabas.

Luego de haber salido a una placita colmada de jacarandas continuamos caminando hasta El Óvalo, un barrio amurallado de origen medieval. Nos demoramos en una calle estrechísima, sombría, adoquinada, larga como un mal sueño, y él se perdió por una casapuerta que unía dos o tres fincas entre sí, serpenteando por pasadizos secretos como sacados de una ficción de Salgari. María y yo le seguimos y entramos a una casa que recibía por nombre ‘la Cueva de las Tres Puertas’, en la que había grabada una leyenda («Se sufre, pero se aprende») de procedencia anónima y sobre cuyos muros se sucedían retratos de cantaores flamencos colgados al tresbolillo como un elenco de celebridades claveteados en el tablón de un idólatra: de ‘Pericón’ a Carmen de la Jara, pasando por Antonio Díaz ‘el Flecha’, Adela ‘la Chaqueta’, ‘la Perla’, Chano Lobato, ‘el Beni’, Sánchez ‘Donday’, Paco Bustelo ‘el Broa’ o Mariana Cornejo. Una vecina que abandonaba su piso, ancha de hombros y de pelo entrecano, asomó de repente por el hueco de la escalera al escuchar la voz de Borromäus. Lo saludó con énfasis y luego nos pidió que la siguiéramos mientras se dirigía hacia la azotea anticipándonos «la que se iba a formar».

—¡Están todos arriba! —dijo con alborozo.

—¿Quiénes son «todos»? —me atreví a preguntar.

—Los Salazar, los Torres, los Heredia; los Vera-Vargas, los Scapacini; seguramente los Campos —se apresuró en enumerar Borromäus.

Subimos juntos hasta la última planta. En la azotea se celebraba una fiesta por el aniversario del patriarca de la familia Torres, un gitano atezado, cálido y jaranero de grandes manos leñosas que tamborileaba —a golpe de nudillo— sobre una mesa de plástico para marcar el compás. Una mujer más joven cantaba un tango por chuflas con socarronería. La acompañaba al toque un guitarrista brioso y reconcentrado, y tres niños fungiendo de palmeros ritmaban el espectáculo. El resto armaba jaleo, tocaba los palillos y percutía en el suelo formando corro en torno a los artistas. Nuestra presencia no parecía incomodarles. María y yo los mirábamos desde el pretil del patio con placentera envidia, sus ropas ondeando al viento, risueños, alborotados, como si en ellos se cifrase el futuro.

Fue Borromäus quien, media hora más tarde, nos extirpó de allí. La fiesta le había abierto el apetito, dijo, a modo de disculpa. Le acompañamos a una freiduría donde el pescado fresco y el vino generoso le hicieron engolfarse como un bárbaro. Sus cualidades como cicerone se aquilataban al hablar de comida, pero menguaban pronto al desplazarse de la teoría a la práctica. Era un glotón omnívoro. Le entusiasmaba pringotearse los dedos metiendo sus manoplas, según los usos locales, en un cartucho de papel de estraza que rezumaba aceite de fritanga y olía a cartón reciclado, al grito de: «¡Gloria, primo!», interjección con que nos expresaba su plena satisfacción, y que emitía impostando pasablemente el deje, la entonación incluso, de sus amigos gitanos. Su habla fingía el acento rudo y apocopado del andaluz doméstico, y sus modales la encrespadura del sur, aunque su condición de diletante y connaisseur omnímodo pronto lo traicionaba, dejándole al descubierto. «No vale con estudiar», nos dijo Borromäus que le dijeron cuando topó con ellos a su llegada a Cádiz. «Aquí no hay pentagramas. El flamenco se escribe con faltas de ortografía, y tiene que doler. No puedes cantar jondo si no has pasado fatigas».

—¿Qué puede uno responder a eso?

Incapaz de adaptarse a la estructura de su lenguaje y de su pensamiento, se infiltraba entre ellos valiéndose de una jerga formada con retazos de palabras que oía a su alrededor, y de silencios que jamás había oído. En los años siguientes, tuvimos ocasión de comprobarlo y aun de emular su método. Cada vez que viajábamos a Cádiz procurábamos verle siquiera por espacio de unas horas y renovar los votos de nuestra amistad. Durante mucho tiempo bastó con avisarle apenas unos días antes. Nunca faltó a la cita. Bajábamos del Alvia y allí estaba, afectuoso y solícito, dispuesto siempre a ofrecernos su compañía cercana y desinteresada. Su corpachón fraguado en los rigores de la visión germánica venía bamboleándose a través del andén, achinaba los ojos en una mueca cómplice y, abriéndonos los brazos, nos abarcaba a ambos como un pequeño dios. Parecía que los años no pasaran por él. Tampoco su programa de visitas había cambiado mucho con relación a aquel primer encuentro, al menos en lo esencial. Museos, tabernas, patios, bibliotecas: un mapa genuino cuyo centro era él mismo.

Un día ocurrió algo inesperado. Habíamos convenido reencontrarnos en un espacio neutral, a tal hora, en tal sitio, y Borromäus llegaba con retraso, cosa infrecuente en él. Tras la inicial sorpresa vino enseguida la preocupación. ¿Le habría pasado algo, nos dijimos, o se trataba solo de un simple malentendido? La espera se hizo inútil y al cabo de un buen rato María y yo nos marchamos con una extraña sensación de orfandad.

Por fortuna, un recado salvífico nos esperaba en la recepción del hotel. Nuestro amigo se había luxado un hombro cuando salía de casa, al tropezarse con el resalte del ascensor, y había tenido que acudir de urgencia a un centro sanitario donde una terca enfermera se había empeñado en vendárselo. Se deshacía en disculpas y, no contento con eso, nos proponía fijar un nuevo encuentro algunas horas más tarde. Por supuesto, aceptamos. Borromäus acudió convaleciente al lugar acordado, el brazo en cabestrillo, en la mirada en cambio un brillo insólito para alguien de su edad, una gravitación adolescente solo justificable por el hecho de que, sin advertirlo, se hubiera enamorado de María en el transcurso de aquella última estancia, o como resultado de sucesivas visitas a una ciudad en la que nuestro «guía» había acabado por instalarse a placer, por largas temporadas que eran de cierto cada vez más extensas.

Una vez en la calle, nos congeniamos para dar un paseo por el Campo del Sur. Los tres echamos a andar, de buen ánimo, con Borromäus en medio como un rey flanqueado por dos de sus consejeros. Él, como de costumbre, timoneaba nuestra expedición, y María y yo asistíamos a sus explicaciones con una mezcla de interés y nostalgia extrañamente cabal.

Haciendo un alto en el itinerario, nos descubrió el estudio de un artista llamado Juan Cantero al que le unía una íntima amistad. Aunque él había salido, alguien abrió la puerta y sin dudarlo nos invitó a pasar. Era una casa baja, de una planta, hecha con materiales de derribo y hundida entre tabiques que parecían a medio construir, pero tensada en cambio por una luz indirecta procedente del patio que le daba una atmósfera y un encanto especiales. La galería quedaba presidida por un autorretrato del artista labrado en piedra alabastro, y en una sala exenta se almacenaban varias de las piezas en que se hallaba inmerso en aquel tiempo: «cáusticas, deformantes», a juicio de nuestro amigo, que algunos años antes había abordado la obra de Cantero en un texto académico de tono abiertamente laudatorio, «emparentadas con el bestiario grotesco del grabador francés Louis Le Breton, pero con una carga filosófica, canallesca y rebelde de la que este carece». Borromäus se giró sobre sí mismo para abarcar un ángulo más amplio y esparció una mirada cavilosa sobre las esculturas que se arrumbaban junto a la ventana. «Mirad sus “aprendices”, como él suele llamarlos; criaturillas oníricas a mitad de camino entre lo monstruoso y lo burlesco, como encerradas en una ópera bufa», dijo. Luego nos presentó a su compañera, María del Mar Aguirre, pintora y escultora también ella de natural talento («una obra andante en sí misma»), pero cuya figura quedaba ensombrecida por la ambición creciente de Cantero, que trasponía los límites del arte para abarcarlo todo.

Me permito un instante desviarme de nuestro recorrido para volver al núcleo de estas páginas, cuando nos disponíamos a regresar a Cádiz tras muchos años de ausencia, en febrero de 2019, dos décadas después de que emprendiésemos nuestro primer viaje a la ciudad. Al no obtener respuesta por parte de Borromäus, más sosegados o más pacientes que entonces, le eximimos ahora de todo compromiso, esperando encontrarlo de un modo más bien casual, al volver una esquina o salir a una plaza. Aunque él no usaba móvil, nos era fácil contactar con personas que habrían podido ubicarlo —localizarlo incluso— en tal o cual taberna, pero ambos preferimos dilatar de momento la incertidumbre de nuestro reencuentro dejándolo al albur.

Al día siguiente de nuestra llegada, sábado, logramos conseguir un par de pases para asistir al último espectáculo que los alumnos del Ballet Flamenco tenían previsto dar en la terraza del hotel La Abadía antes de Carnaval. Llegamos un poco tarde, mediada ya la actuación, pero igualmente entramos. Un bailaor local zapateaba a un ritmo desbocado en el tablao instalado para la ocasión, todo él envuelto en sudor, en la asexuada trepidación de las formas, mientras que el resto del conjunto aguardaba formando un semicírculo a su espalda como a la espera de una indicación. Estábamos sentados en el suelo como dos groupies en la pradera de Max, el sol se deslizaba hacia el ocaso y el espectáculo se acercaba a su término. Al cabo de diez minutos, con los primeros aplausos, el organizador de todo aquello se encaminó directo hacia los chicos para felicitarles y estrecharles la mano, y lo que le dejaran, mientras el público iba disgregándose y empezaba a abandonar la terraza. También nosotros nos pusimos en pie, y fue en ese momento cuando, al fijar los ojos en los asientos del final del aforo, emborronado por el tropel de personas que obstruía la salida, creí atisbar de repente la silueta encorvada de Borromäus, y a buen seguro hubiese ido a su encuentro si no es porque María, acaso menos miope, acaso simplemente mejor fisonomista que yo, logró sacarme de la confusión.

Pasamos la mañana del domingo callejeando por el mercado central, comprando libros de saldo y objetos anacrónicos pero realmente hermosos —un fonendo de plástico, un sifón, un quinqué— que aún permanecen en los estantes domésticos como tesoros desenterrados del mar, almorzamos temprano, a pie de playa, y a media tarde decidimos sentarnos a tomar una copa viendo pasar las nubes desde un quiosco del paseo marítimo. A nuestro lado un tipo bebía solo, acodado en la barra, mientras distraídamente hacía pasar las páginas de un diario local. Esta vez fue María quien creyó ver la faz de nuestro amigo impresa en blanco y negro entre las líneas de la sección de Cultura, solo que en este caso no se trataba de un sencillo equívoco. Una fotografía de Borromäus acompañaba a la noticia de «un filme de timbre documental» cuyo estreno, entendimos, estaba por producirse. El titular rezaba: UN PROFANO EN LA ‘FIESTA DE LOS LOCOS’, y la entradilla daba más detalles sobre el empeño del realizador, que había logrado retratar con éxito, y sin caer en estereotipos folclóricos, «los júbilos urbanos y el acervo humorístico» de las agrupaciones callejeras del Carnaval de Cádiz «tomadas del natural», en un guiño discreto a la sacrílega Fête des Fous con que el clero, entre la orgía y la ascesis, entre la carcajada y el delirio, purgaba sus miserias durante la Edad Media. El rostro de Borromäus, extrañamente lozano, congelado en la época en que María y yo lo conocimos, nos pareció entrañable al tiempo que fantasmal. ¿Cómo seguía tan joven después de tantos años? Sin duda que el periódico no era precisamente «actual», nos dijimos, ¿o se trataba de alguna imagen de archivo que alguien le había tomado a las puertas del cambio de milenio y con algún pretexto el rotativo recuperaba ahora? Aguzamos la vista y entablamos una sucinta conversación con el hombre a fin de cerciorarnos de la veracidad de aquella página, pese a que, parco en palabras, él no estuviera por sacarnos de dudas. ¿Qué era de Borromäus?, le preguntamos. ¿Lo conocía, quizá? El tipo cerró el periódico. «El alemán», nos dijo secamente, trazando un breve apunte sobre una de sus películas, sin que fuera posible colegir por su tono si seguía vivo o no, ni, en caso afirmativo, si residía aún en Cádiz o había levantado el vuelo; «un fiera», concluyó. Luego apuró su copa, plegó el diario en dos partes, compuso un gesto vago para salir del paso y se esfumó.

A partir de esa tarde, el demonio de la curiosidad —del enigma— se apoderó de nosotros. Pasamos varios días huroneando en las calles en busca de información, poniendo oído en los patios, en las tabernas, en las freidurías como a la caza de algún detalle elidido: un chiste, un comentario, una alusión oblicua, una sencilla anécdota que deslizara el nombre perdido de Borromäus, aquí llamado ‘el Gallo’, ‘el Lámpara’, ‘el Calicha’, mientras nuestra avidez por encontrarle seguía creciendo a ojos vista. Pero todo fue en vano. Fuimos a sus lugares predilectos y a los rincones secretos que, siempre en su compañía, habían fundado nuestro imaginario con el pasar de los años; recurrimos a ciertos amigotes y conocidos comunes, quienes nos arrastraron en correrías nocturnas plagadas de requiebros y afectuosos insultos, algunos de los cuales se me antojaban de una crueldad exquisita… Nadie había vuelto a verle desde hacía ya algún tiempo.

Interrogada al respecto —María maneja hábilmente el arte de la pesquisa—, la mujer que nos hizo los honores al visitar algunos años antes ‘la Cueva de las Tres Puertas’, quizá más vieja pero no más débil, zanjó arrugando el ceño y en tono lapidario, como tironeando del hilo de sus recuerdos:

—Hablaba raro pero despacito, el hombre. Yo lo tenía por uno de los nuestros. Con ser payo, era noble (y tenía ángel). Un alemán de aquí.

En el Café de Dos Mares, un camarero dijo haberle visto —«a lo lejos»— hacía algo menos de un año. También él evocaba amablemente al poeta que había cantado a sus calles (en ese tono lánguido con que las prostitutas suelen hablar de amor) con desigual fortuna.

—Un tipo tan sencillo —recordó— pero a la vez tan culto. Salía de vez en cuando en el periódico y en la televisión, y a mí me daba orgullo verlo ahí «dentro» porque era cliente mío. Pero quién sabe, ¿no? La gente viene y va… Seguimos inquiriendo a otros vecinos sin demasiado éxito. ¿Qué había sido de él? Para unos, había dejado este mundo y estaba ya en la gloria con una copa de fino y un papelón de chocos, obsequio para bienaventurados. Para otros, en cambio, seguía viviendo en el centro, paseando de día por los museos y alternando de noche por los bares y tinglados locales. Solo el tendero de un ultramarinos (que nos vendió al fiado las chacinas, pues no llevábamos suelto) se aventuró a poner a nuestro amigo en una suerte de limbo entre la vida y la muerte, «en la salita inhóspita donde a los paganinis nos toca esperar turno», sugirió.

Pero antes de marcharnos sucedió algo que nos llenó de esperanza, como también de asombro. Era la tarde de un Domingo de Coros. El Carnaval había dado comienzo el viernes anterior, y una marea de gritos y festejos ocupaba las calles de forma ininterrumpida. La multitud llenaba la Plaza de las Flores en oleadas unánimes, atentas a los flujos de la agenda local, estructurada por los concursos de coplas que se desarrollaban por todo el casco histórico sobre las tablas de escenarios efímeros armados a la intemperie. Conforme avanzaba el día las zonas más tranquilas de la plaza iban quedando gradualmente desiertas. Ahora se hacía de noche, y la corriente humana había ido replegándose en dirección al Barrio de la Viña. En los alrededores renqueaban todavía algunos cuantos quincuagenarios erráticos, precariamente embozados debajo de sus disfraces y absortos en su propio ir y venir. Se desplazaban solos o en grupos de tres o cuatro, visiblemente borrachos, mientras que al fondo de los callejones varias parejas jóvenes huían furtivamente de sus pandas para buscar cobijo bajo la oscuridad de los portales o se ocultaban entre las filas de coches desbaratándose el maquillaje y la ropa.

Borromäus —la visión de Borromäus— apareció de pronto entre las sombras de un angosto pasaje. Iba solo (¿iba solo?), vestido de Mefistófeles, dejando entrever un paño de terciopelo rojo en medio de la pechera, bajo un chaleco de brocado negro ennoblecido por la amplitud de su capa, negra también y larga, de anchos vuelos, que iba apartando con una mano enguantada y guarnecida con bocamangas de encaje. Caminaba despacio, con las cautelas y pausas propias de la vejez, aunque avanzaba erguido y bien anclado en un suelo que ya abundaba en orines, bolsas y vidrios rotos. Era difícil reconocer sus facciones debajo de la máscara y de una peluca blanca —si es que era una peluca— como tocada de purpurina en las sienes, pero sus labios y sus ojillos sagaces quedaban al descubierto dándonos un esbozo de su rostro sumido en la distancia, un rostro ajeno y a la vez familiar, y cuya ambivalencia le confería un aspecto subyugante, entre una estatua gótica y un viejo vocalista de dark metal. A medida que nos aproximábamos, María y yo nos sentíamos cada vez más seguros de estar ante Borromäus, o ante la proyección de Borromäus, en cuya imagen habitaba un extraño, y, ansiosos por deshacernos en grandes gestos de afecto y agasajar al hombre que asomaba debajo del disfraz, nos obstinábamos con más fe que certeza en vislumbrar en la de Mefistófeles, apóstol de Satanás, la cara de nuestro amigo, prefigurado ahora a poco menos de una veintena de metros y envuelto en un aura mítica, igual que un paseante solitario llegado desde otro siglo. Salimos a su encuentro propelidos por una euforia infantil, los ojos fijos en él, que parecía no obstante confundirnos con un par de turistas despistados a quienes el alcohol u otras sustancias hubiesen desviado de su rumbo. Cuando cruzó por fin a nuestro lado, pasó de largo sin más. María y yo supusimos que se trataba de una inocentada y que en cualquier momento se giraría entre risas y correría a buscarnos abriéndonos los brazos, pero un cortejo de jóvenes, vestidos y maquillados como diablillos traviesos, salió danzando de una casapuerta y lo arrastró consigo. Permanecimos por un instante en silencio, incrédulos, sin movernos del sitio, esperando quizá que se volviese tan pronto sus acólitos se unieran al desfile general de las almas que ahora vociferaban en una calle aledaña. Pero nunca lo hizo.


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