Sospecho que si Perec no ha sido situado todavía junto a Proust y Céline en el gran canon de la literatura francesa del siglo pasado es porque está demasiado vivo y sigue generando continuamente ideas y porque es como si estuviera todo el rato recomendando a sus lectores que vayan abriendo puertas, bajando escaleras, interrogando a todo aquello que les parezca que ha dejado de sorprenderles para siempre. Y porque, además, es como si quisiera recordarnos que sólo cuando la mente intenta mirar más allá de las ideas recibidas, las cosas comienzan de verdad a volverse reales, individuales, detalladas, diferenciadas unas de otras. Leyendo el otro día a Perec, recordé unas palabras de Bioy Casares acerca de ciertas obras que siguen un patético destino de infelicidad porque “lo que un escritor trabajó con su más lúcido fervor se marchita (...) y lo que, en cambio, hizo como en un juego, perdura, como si la creación despreocupada comunicara un soplo inmortal”. Entiendo que Perec se decantó, desde un primer momento, por una, sólo en apariencia, creación despreocupada, es decir, por el lado lúdico de la literatura –es claro heredero de Sterne– y no por el de la “creación trascendental”, que es aburrida y, además, demasiado conocida por todos. Es decir, que se decantó por el revés de lo solemne, así como por una risa infinita y por esos instantes en los que las cosas insignificantes comienzan de verdad a volverse reales y, por tanto, individuales.

ENRIQUE VILA-MATAS
* Publicado en Le Monde, Dossier Perec, 6 mayo 2022