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YA EN LA DIMENSIÓN DESCONOCIDA.
Se habla tanto del odio que encuentro divertido saber que John Banville odia sus novelas. ¿Humor irlandés? No creo, porque Banville siempre ha dicho que el único modo de huir de Irlanda es quedarse en ella. Claro que también esto podría ser humor irlandés. En su entrevista de The París Review le preguntaron si es verdad que detesta sus novelas. Y Banville responde: “Sí, en serio, las odio. Nadie me cree, pero es verdad. Son una vergüenza y una causa profunda de bochorno. Son mejores que las de los demás, claro, pero no lo bastante buenas para mí”.
¡Mejores que las de los demás! Parece una alusión a un rumor muy extendido en los medios literarios: ningún escritor querría ser el único de toda la historia de la humanidad; a la mayoría, en
cambio, le encantaría ser el único escritor de su tiempo, y un buen número cree ingenuamente que ese
deseo le ha sido concedido.
Es evidente que a los ingenuos les daña su bochornoso narcisismo. En cuanto a los que forman esa mayoría que lo pasa mal con cualquier banalidad que creen que beneficia a un rival y colega, hay bastantes que se mueven en el digno terreno de la exigencia creativa, lo que hace que pueda comprenderlos, aunque no justificarlos. Entiendo que tengan la noble necesidad de afirmar su representación del mundo, aunque pierden el tiempo al querer imponer una sola visión. Y lo pierden porque el Tiempo, como cantaban los Rolling, no espera a nadie. Puedo comprender que Conrad, por ejemplo, odiara injustamente a Dostoievski, que, como se sabe, suele estar en todas las bofetadas, pero
veo más difícil que algún día comprenda que Beckett liquidara la obra de Proust con una sola palabra:
“Patrañas”.
Recorriendo los variados improperios que unos y otros dedicaron a sus queridos rivales, se nos
haría tarde y, al final, hasta podría aparecer el gran fantasma de tanto insulto: la carroza de las redes sociales, cubierta como nunca de suciedad y de mucosidad, como si ellas mismas hubieran sido un brutal parto.
En otro apartado, Emmanuel Carrère. Por nombrar sólo a alguien receptivo con quienes buscan
dimensiones desconocidas en lo que escriben. En declaraciones a Laura Fernández, explicó que veía a
Dostoievski como un visionario de la historia del siglo pasado. Y a Philipp K. Dick como el Dostoievski
del nuestro, porque “fue el tipo que lo captó todo; lo que hace veinte años llamábamos el mundo de
Philip. K. Dick ahora es el mundo a secas”.
A todo esto, acabo de ver un hilo narrativo que uniría la más famosa de las frases que por error se
atribuyen al gran Dostoievski con unas palabras de Dick en Metz. Con las dos se podría componer este
relato: “Si Dios no existe, todo está permitido / Así que puede que yo esté hablando de algo que no existe, de modo que tengo absoluta libertad para decir todo y nada”.
Este cuento mínimo sintetizaría el salto que hemos dado en nuestra percepción del mundo en los
últimos años: la vida que cada mañana inauguramos con un nuevo sobresalto, como si viviéramos en el polvorín de una vertiginosa de una vertiginosa dimensión desconocida.
Café Perec, EL PAÍS, 22/02/2022 |