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LA TIMIDEZ DEL ALIENÍGENA
[Texto de V-M que, traducido al inglés como The Shyness of the Alien, ha sido incluido en el catálogo de Alienarium 5 (*), performance de Dominique Gonzalez Foerster en 2022, Serpentine Gallery, Londres]
¿Qué pasaría si los extraterrestres se enamoraran de nosotros? La pregunta la formula Dominique Gonzalez-Foerster en Serpentine, en su genial Alienarum 5. Y eso me recuerda que, cuando tenía quince años, sentía un gran pánico a que alguien se enamorara de mí, porque intuía que, en el caso de suceder tal cosa, iba a complicarme mucho la vida porque me casaría con la persona equivocada y eso acabaría provocando que no llegara a reencontrarme nunca con mi verdadero amor, tan lejano en el tiempo.
Tenía, a los quince años, tanto miedo de que se enamoraran de mí como a hablar en público, que era algo que jamás había hecho y que sabía que, tarde o temprano, tendría que hacer, y temía pasarlo muy mal, como así fue.
Recuerdo haber hablado por primera vez en público en una de aquellas bobas y entrañables sesiones escolares de cine de los años sesenta en las que, tras la proyección de un film, los asistentes emitían su opinión sobre “el mensaje” que a su juicio contenían las imágenes que acabábamos de ver. Aquel día, el de mi iniciación a la palabra en público, la película que pasaron fue The War of the Worlds, de 1953, basada en la novela de H. G. Wells, pionero de las historias de invasiones alienígenas de este planeta.
A la proyección sólo habían asistido ocho colegiales, todos compañeros de aula, todos de la misma edad que yo y, por supuesto, unos marcianos, perdón, unos monstruos, además de unos perfectos desconocidos para mí. Llegada la hora del coloquio, todos parecían estar seguros de sí mismos, como si tuvieran gran facilidad para hablar en público. Es más, todos, menos yo, habían levantado la mano para pedir la palabra, porque, por lo visto, tenían algo que decir delante del profesor al que, por la vía de la retórica, querían agradar.
A la vista de esto, también yo pedí la palabra, sabiendo que mi retraso permitiría que fuera yo el último en hablar. Eso me hizo pensar en un poema de Paul Celan que había leído muchas veces sin llegar a saber nunca qué había querido exactamente decir con aquello, pero sonaba bien: “Habla también tú, / sé el último en hablar, / di tu decir”
Aunque no tenía ninguna opinión sobre The War of the Worlds, o precisamente por esto, porque no la tenía, me dediqué a escuchar con atención lo que decían mis compañeros. Y observé que decían las tonterías más dispares, aunque todos empezaban diciendo:
–Pienso que…
Pensaban, no había ninguna duda. Hasta parecían de aquí, de este mundo. Cuando, media hora después, llegó el último turno de palabra, el mío, recibí con apuro el serio impacto de todas sus miradas. Y dije: “Pienso que…”
Me detuve, no sabía cómo proseguir, hasta que, con las miradas todas tan fijas en mí, sentí tal presión que dije:
– Pienso que… ya es hora de que acabe este coloquio.
Sus risas me parecieron plenamente extraterrestres, y al mismo tiempo como salidas directamente del mundo de H. G. Wells. Y a partir de aquel día siempre que, por algún motivo, tenía que hablar en público, no lograba olvidarme de que quienes iban a escucharme podían ser también extraterrestres. Y, de hecho, cada vez que tenía que enfrentarme a un público acababa comprobando que estaba ante un evidente grupo de alienígenas, palabra que podía parecer muy moderna, pero que procedía del latín alienus y significaba “perteneciente a otro”, lo que explicaría que también fuera empleada en Roma como sinónimo de extranjero, de desconocido, de “natural de un territorio que no es el nuestro”.
¿Qué puede uno decir ante un nutrido grupo de oyentes que han puesto todas, absolutamente todas sus expectativas en ti? Y encima, pensaba, alguno de los oyentes es bien capaz de enamorase de mí, o de mi discurso, y complicarme todavía más la vida. Y bien que me la complicaban a veces, seguramente porque descubrían mi punto más débil, la timidez.
Un día, por ejemplo, di una conferencia en Granada, donde vi, por primera vez, por cierto, a Dominique Gonzalez-Foerster. La conferencia la di a las cinco de la tarde de un día de invierno ante un público de señoras que se reunían, una vez por semana, a tomar el té. Decidí centrar mi charla en el tema del suicidio –estaba entonces trabajando en unas narraciones sobre el tema– y pedí al público que, cuando en el coloquio final llegara la hora de comentar “el mensaje” que habían transmitido mis palabras, no me preguntaran si pensaba suicidarme, porque ya les
advertía de antemano que la muerte por mano propia no entraba en mis planes.
Llegué a la hora del coloquio con la misma taquicardia que me había acompañado a lo largo de toda la charla. Y la primera pregunta, en realidad un comentario sin pregunta, la formuló una elegante joven, sumamente –impresión subjetiva– extraterrestre, una joven de la última fila: “Usted nos ha dicho que no pensaba suicidarse, pero, mientras daba su conferencia, no ha parado de fumar”
Hubo risas por parte de todas las asistentes al acto. Y me pareció observar, doblándose así la carga de miedo que llevaba yo encima, que todas las bocas tan reidoras y tan abiertas de aquellas damas eran muy anómalas o, por decirlo de una forma más directa: eran bocas que también tenían, como la de la joven, un profundo e inequívoco aire alienígena.
Después de aquel incidente en Granada, no me quedó otro remedio que comprar Aprender a hablar en público, un manual del psiquiatra Vallejo-Nájera, que no sólo no me ayudó en nada, sino que, para colmo, potenció mi angustia. Hasta que, en Milán, una famosa escritora española me sugirió que tomara con ella un ansiolítico muy estimado por los conferenciantes de todo el mundo: el Sumial. Y, a la hora del coloquio, ella y yo estábamos bajo los efectos de esa medicina y hablábamos con inaudita precaución y lentitud, analizando previamente todo lo que íbamos a decir. Debió de notarse que estábamos algo drogados porque, en el coloquio que siguió, un señor del público nos dijo: “A ustedes, escritores españoles, se les nota mucho más tranquilos desde la muerte de Franco”. Ni le respondimos porque, como el Sumial nos dejaba inmensamente serenos, no fuimos ni capaces de rebatirle su idea.
En fin, poco a poco, fui adquiriendo experiencia de hablar en público gracias a la ayuda inestimable de aquélla pastilla que, charla tras charla, fue dándome una gran seguridad en mí mismo, hasta el punto de que, en Múnich, ante un público muy terrícola (yo diría que muy humano, demasiado humano) que normalmente me habría tumbado de miedo, me atreví a empezar mi conferencia con una nota de humor latino. La empecé tal como, días antes, había iniciado en Madrid una charla Pedro Almodóvar: “Señoras y señores, y para terminar diré… Es que pienso hablar veinte minutos, y he notado que ése es el tiempo que todavía tardan los oradores cuando dicen que ya van a terminar”.
Ese día en Múnich descubrí que el humor podía ser una ayuda aún más valiosa que el Sumial, y desde entonces, siempre que voy a hablar en público, repaso, momentos antes de enfrentarme a la temida audiencia, anécdotas humorísticas, situaciones que han hecho reír de pura angustia a otros colegas. Suelo narrar bastante, siempre para calmarme a mí mismo, lo que le ocurriera al profesor José María Valverde (traductor del Ulysses al español), que dio un día una conferencia en Palma de Mallorca a la que asistieron sólo tres personas: el organizador (que se fue a los cinco minutos), un señor (que se durmió en cuanto él empezó a hablar) y una señora que, al concluir la charla, se le acercó para pedirle que le resumiera al oído la conferencia, ya que no se había enterado de nada, pues, según dijo, estaba completamente sorda.
Está claro para mí desde entonces que, junto al Sumial y al humor, pensar que no hay público, decirse a uno mismo que no hay nadie en la sala, es la tercera solución para evitar el miedo al escenario. Pero esto tiene un punto dramático, porque me exige aceptar, de una vez por todas, que ya no queda nadie en el espacio exterior verdaderamente inteligente y de ojos grandes, alguien dispuesto a enamorarse como se enamoraban antes los míos cuando aún no sabían que los otros, los terrícolas, grandes desconocidos entonces para nosotros, serían nuestro infierno, muy especialmente el infierno de los tímidos.
* En medio de Londres Hyde Park, una puerta de entrada a otro mundo aterrizó un día de 2022. Dominique Gonzalez-Foerster, con su exposición Alienarium 5, transformó la Serpentine Gallery en un collage interactivo, de varias capas, que abrió la posibilidad de encontrar nuevos mundos extraños.
ENRIQUE VILA-MATAS |