Monterroso escribió que tarde o temprano un escritor latinoamericano enfrenta tres posibles destinos: destierro, encierro o entierro.
A Bolaño le conocí justo al final de su etapa de encierro, aunque sería más exacto llamarla de anonimato, de aislamiento, de enclaustramiento.
Le conocí un 21 de noviembre de 1996 en Blanes en el Bar Novo, un local que era una especie de «granja catalana», uno de esos centros que se caracterizaban por su decorado lechero e impoluto; lugares en realidad tan supuestamente higiénicos como horribles, sobre todo para quien, como yo en aquellos días, amaba la turbia negrura de los grandes bares nocturnos.
Había entrado en el Novo con Paula de Parma a tomar un zumo, y justo lo acababa de pedir cuando entró Roberto Bolaño. Ella, que trabajaba en un instituto de Blanes, acababa de leer Estrella distante (recién publicado por Anagrama) y recuerdo como si fuera ahora que le preguntó a Bolaño si era Bolaño. Lo era, dijo él. Y yo era Vila-Matas, añadió Bolaño.
–¡Hostia! –se oyó poco después.
La expresión provenía del propio Bolaño, y la conversación que siguió tengo la impresión de que ha durado tanto como «la larga risa de todos estos años», que diría Fogwill.
Recuerdo que con Roberto hablé siempre como si lleváramos conociéndonos toda la vida. Vivía con su mujer, Carolina López, y el hijo de ambos, Lautaro, en el 17 del Carrer del Lloro (la calle del loro) y tenía un pequeño estudio en el 21 de la misma calle. En el 19 estaba la carnicería en la que se inspiró para ese memorable poema que es «Entre las moscas»: «Poetas troyanos, / Ya nada de lo que podía ser vuestro / Existe / Ni templos ni jardines / Ni poesía / Sois libres / admirables poetas troyanos».
No tenía teléfono y su apartado de correos era el 441, allí recibía las noticias de sus premios de provincia; el último de estos llegó de San Sebastián a finales de aquel 1996 y fue para su cuento «Sensini», una obra maestra. El importe de aquel premio era una cifra en verdad muy módica, pero Carolina y Roberto, que vivían del sueldo municipal de ella, recibieron la noticia con un entusiasmo más propio del Nobel que de un premio local.
Mi no muy elocuente diario personal –construido con cierta sequedad, solo con datos, anotaciones y comentarios breves– me resulta sin embargo de inestimable ayuda cuando se trata de evocar algunos de los lugares de Blanes que más frecuentamos en los vertiginosos años que siguieron: Debra, Bacchio, bar del Puerto, bar del Casino, Kiko, El Mexicanito, hall del cine Ample, Can Flores, bar Centro, Pastelería Planells, La Gran Muralla, Terrassans, L’Antic. Nos reuníamos en nuestras respectivas casas, pero también en esos locales, que fueron escenarios de conversaciones, riñas, pasiones, destellos de creatividad, infinitas discusiones, risas, frases que huían como el humo: «Fumar con los ojos entornados y recitar bardos provenzales / en el solitario ir y venir de las fronteras / Esto puede ser la derrota pero también el mar / y las tabernas […]» (La universidad desconocida)
Sospecho, quizás a contracorriente, que residir en Blanes, pasear por un tiempo amargo de silencio, vivir en la derrota –en la adversidad, pero con el mar y las tabernas– tuvieron que sentarle perfecto a Bolaño. No, no lo digo con ironía. Estoy solo pensando en la fábula de aquel provinciano al que todo le fue bien salvo asomar la cabeza en París, porque, cuando lo hizo, la ciudad le engulló. No sugiero que fuera exactamente el caso de Bolaño, pero, cuando pienso en él, no puedo olvidarme de cierto periodo de felicidad de algunos artistas, de gloriosos días sin gloria vividos antes de haber oído hablar del mundillo literario, de las envidias, de los egos y el mercado: días en los que esos artistas fueron misteriosos y antisociales y, por mucho que deploraran moverse entre tanta desolación y tristeza, vivían y respiraban plenamente en su personal reino sagrado del arte.
El caso del aislamiento de Bolaño durante años en Blanes me recuerda a esos libros de los que nos habla Elías Canetti en La provincia del hombre, libros que tenemos a nuestro lado muchos años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos y a los que llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeemos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque solo sea una frase completa. Luego, al cabo de los años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un imperativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de esos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo; este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga, y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los años en los que ha vivido mudo a nuestro lado.
Al igual que ese libro, Bolaño seguramente no habría podido decir tantas cosas de no haber estado mudo durante todo ese tiempo.«Durante este periodo hay que suponer que se acumularía la energía formidable que se despliega a partir de 1994», apunta Ignacio Echevarría en «Bolaño extraterritorial». A la energía que se iba acumulando habría que añadir probablemente la felicidad de no ser nadie y al mismo tiempo ser alguien que escribía. A veces, el tiempo de silencio es el paraíso de los escritores.
Con Carolina, había llegado a Blanes en el verano de 1985 para trabajar en una pequeña tienda de bisutería que había instalado su madre en el Carrer Colom 28 y donde él atendía a los clientes, generalmente turistas. En los primeros meses actuó como un discreto detective y se dedicó a buscar las huellas del Pijoaparte, el personaje que Marsé situara en Blanes con una moto Ducati. «Cuando la tienda me dejaba un rato libre y como pasear cansa, entraba en los bares de Blanes a beberme una cerveza y hablaba con la gente, y así fue como no encontré la casa de Marsé pero encontré amigos», recordaría en su Pregón de Blanes.
Esos amigos eran pescadores, camareros, jóvenes drogadictos (todos sentenciados a muerte), la famosa escuela de la vida. No hay duda de que la etapa de anonimato, de aislamiento, fue dura, pero también creo que providencial, pues si bien es cierto que, por ejemplo, nadie del mundillo literario le prestaba la menor atención, también lo es que su condición de gran desconocido no hizo más que facilitarle su plena dedicación a la escritura. Es más, entiendo que en la intensidad de la rudeza de aquellos días en los que él era el gran olvidado, se fue forjando su carácter y muy especialmente su potente –a veces rencoroso en buena lógica– estilo. Suele ser duro pasar por momentos de desolación, quién negaría esto, pero también puede ocurrir que a un artista la vida aislada y áspera le reporte un aprendizaje severo pero muy estimulante y, además, útil en el momento en que deja atrás las tinieblas del desprecio o indiferencia de los otros y aparece a plena luz del día, para sorpresa de cuantos hasta entonces le habían ignorado… Aparece armado hasta los dientes, preparado para todo, curtido en el aislamiento y la felicidad de tantos años. Un samurái en Blanes. Me hace pensar en aquel aforista madrileño que escribió aquella verdad tan exacta: «El carácter se forma los domingos por la tarde».
Le conocí a Bolaño justo cuando salía de esa etapa de infinitos domingos en los que se había ido forjando su salvaje ánimo, le conocí al final de ese prodigioso año donde algunas cosas acababan justo de dar un vuelco para él y para su familia, ese año que empezó con Seix Barral publicándole La literatura nazi en América y terminó con Anagrama editándole Estrella distante.
Bolaño estaba –habría que decirlo con acento brasileño– maravillado. Nunca le había faltado el humor y ese año aún iba a faltarle menos. De aquel día en el bar Novo por encima de todo recuerdo haber tenido la sensación o el presentimiento, al poco de conversar con él, de estar ante un escritor de verdad, algo que el lector debe saber ahora mismo, sin más dilación, que no es experiencia frecuente: «La poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito»; la sensación de encontrarme ante un chileno que no parecía chileno y se asemejaba en cambio mucho a la idea romántica que en la vida real había yo perseguido durante dos décadas, la idea que tenía de lo que debía ser un escritor. No hace mucho, Gonzalo Maier citaba un ensayo de Fabián Casas en el que este, al recordar a Bolaño, hablaba de lo mucho que echaba en falta a «los escritores de antes, a todos esos tipos que, como Cortázar, fueron mucho más que simples escritores y también fueron maestros, ejemplos de vida, faros potentes en los que él y sus amigos se proyectaban».
A mí Cortázar nunca me pareció un faro, pero entiendo de lo que habla Casas. De hecho, ahora no creo engañarme si digo que, aquel día en el Novo, lo que no tardé nada en ver o en reconocer en Bolaño fue a un ermitaño lunático o, mejor dicho, a «un escritor de antes», esa clase de personajes que consideraba ya inencontrables porque creía que pertenecían a un mundo que había entrevisto en mi juventud pero que se había ya perdido para siempre; ese tipo de escritor que jamás olvida que la literatura, por encima de todo, es un oficio peligroso; alguien que no solo es valiente y no pacta ni un ápice con la vulgaridad reinante, sino que muestra una contundente autenticidad y que une vida y literatura con una naturalidad absoluta; un increíble superviviente de una especie en extinción; ese tipo de escritor sorprendente que pertenece con orgullo a una casta de gente zumbada, obsesiva, maníaca, trastornada en el buen sentido de la palabra: tipos obstinados, muy obstinados, que saben ya que todo es falso y que, además, todo absolutamente todo acabó (creo que cuando uno está en situación de medir las dimensiones de lo falso y del final de todo, entonces, solo entonces, la obstinación puede ayudarle, puede empujarle a dar vueltas en torno a su celda para así intentar no perderse el único y mínimo instante –porque ese instante existe– que puede salvarle); tipos en verdad más desesperados que la famosa revolución, lo que en cierta forma les convierte en herederos indirectos de los misántropos desahuciados de antaño.
Esos desahuciados vivieron en los tiempos en que los escritores eran como dioses, vivían en las montañas cual ermitaños desesperados o aristócratas lunáticos; escribían en esos días con la única finalidad de comunicarse con los muertos y no habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y solitarios y respiraban en el reino sagrado de la literatura. Seguramente, los «escritores de antes» son herederos de los enigmáticos y misántropos ermitaños desesperados de antaño; son como los más oscuros tipos duros del callejón más difícil y por supuesto –lo diré para poder incluir aquí una nota de humor, acorde con la larga risa de todos estos años– nada tienen que ver, por ejemplo, con los grises escritores competentes que en su momento tanto proliferaron en la llamada «nueva narrativa española»; los «escritores de antes» van en busca de un modo muy personal de expresarse, no ignorando que en ese modo puede haber todavía –después del fin de la vieja gran prosa y después de la muerte casi ya definitiva de la literatura– un camino, quizás el último camino a recorrer. ¿O no? ¿O no hay ya ninguno? ¿Usted piensa que ya no hay ninguno? En ese caso, le recuerdo una línea –solo es una línea pero qué línea– del cuento «Llamadas telefónicas»:
«B también piensa que el callejón no tiene salida».
Conocer a Bolaño –añado aquí el dato de que en 1996, literariamente hablando, llevaba ya varios años yo desorientado– fue como volver atrás y recordar que vida y literatura, por mucho que lo fueran desmintiendo con sonrisitas los grises escritores competentes, podían perfectamente caminar juntas, tal como había intuido yo una vez, en los años en que empezara a escribir, es decir que no era pecado ni error alguno mezclar vida y literatura y encima era algo que se podía ensamblar con una naturalidad asombrosa.
Me encontraba y paseaba con Bolaño algunas tardes junto al mar y a veces me preguntaba si no sería que aquel amigo llevaba de verdad la literatura en la sangre. Todavía hoy, su más famosa declaración de principios me ayuda a poder seguir con salvaje ánimo hacia adelante: «La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura».
Esta rocosa pero también conmovedora declaración no la habría podido hacer nunca un escritor sin una idea muy fiera, muy pasional de la literatura. Era una idea que, como un día dijo Rodrigo Fresán, contagiaba, casi instantáneamente, una cierta teoría romántica de la actividad poética y de su práctica como utopía realizable… De hecho, estar con Bolaño en la terraza de un bar frente al mar era como estar con un «escritor de antes», con un poeta, y vivir en esa utopía viable.
Miro, leo, repaso mi diario personal. Ayer me di cuenta de lo bueno que fue en esos días registrar tantos detalles ínfimos, tantas cosas que habría olvidado de no ser porque desde 1985 las fui anotando. Al buscar qué escribí acerca del 21 de noviembre de 1996, me encontré con este escueto pero en el fondo muy expresivo –por contundente– apunte:
«Bolaño».
Vi también, al repasar mis notas, que, cuatro días después del encuentro en el Novo, el 25 de noviembre, había ido yo en Barcelona al hotel Condes de Barcelona, a la rueda de prensa de presentación de Estrella distante. Me sorprendió este dato porque no recordaba tan cercanas las escenas del Novo del día 21 con esa rueda de prensa del 25. De aquella reunión periodística recuerdo, entre otras cosas, que mientras Herralde presentaba a su nuevo autor, yo no podía separar la vista de la cita de Faulkner que abría aquella nouvelle de Bolaño:
« ¿Qué estrella cae sin que nadie la mire?»
Estábamos al final de aquel 1996 en el que Bolaño había sido por fin visto, mirado, detectado. Y aquella cita ofrecía, entre otras, la posibilidad de ser leída en esa dirección. Le miraba yo a Bolaño y, en una especie de juego silencioso, me dedicaba a confirmar una y otra vez que no tenía nada del siniestro aviador de Estrella distante, de ese tipo del que el narrador de la nouvelle decía que parecía un hombre muy duro, como solo pueden serlo –y solo pasados los cuarenta– algunos latinoamericanos. Y añadía: «Una dureza tan diferente de la de los europeos o norteamericanos. Una dureza triste e irremediable».
La posible dureza de Bolaño, aquel día de la rueda de prensa, tenía bien poco de triste y en realidad ofrecía un ángulo que parecía de cierta posible alegría. Quizás fuera porque todo empezaba a ser nuevo para él, quizás porque todo se había vuelto de golpe más divertido y peligroso que antes y la máquina del anonimato, con toda la energía acumulada a lo largo de los días lunáticos, se ponía de pronto en movimiento, el caso es que parecía haber una templada euforia allí: «¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso».
Hacia el minuto cuarenta, cuando todo por fin se hubo relajado ya en el ambiente, él se dejó llevar por una pregunta sobre la realidad modesta de Chile y de pronto empezó a soltar un largo monólogo, absolutamente fascinante, fuera del tiempo y del lugar, un monólogo sobre la disciplina, la marcialidad británica del ejército chileno. Creo que Bolaño, a partir de aquel minuto cuarenta, paró el tiempo. Recuerdo que en un momento determinado cerré los ojos y fue extraño, sentí entonces que era como si sus palabras fueran marciales de verdad y pesaran doble. Hoy no descarto que la implacable máquina del anonimato que había ido forjándose en Blanes en el tiempo de silencio estuviera cargando doblemente cada una de esas palabras.
Recuerdo que, a medida que hablaba y hablaba, se iba notando una barbaridad que era un escritor sin los tics de los narradores profesionales. Esto se notó especialmente en los eternos minutos finales de la rueda de prensa, cuando hubo por su parte una repentina generosidad narrativa sin límites, un verdadero derroche de pasión por lo que allí se relataba. Los periodistas parecían pescadores hipnotizados en cualquier mesa de un bar de Blanes y, por un momento allí en el Condes de Barcelona, fue como si él se hubiera lanzado a escribir una nueva novela, esta vez a escribirla directamente en la vida, una novela que parecía estar brotando directamente de las últimas páginas de Estrella distante. De hecho –aunque entonces yo aún no lo sabía–, estaba sucediendo lo mismo que había ocurrido con Estrella distante, que había surgido de las páginas finales de La literatura nazi en América…
En Bolaño siempre fue así, de un libro surgía otro, todo estaba de algún modo conectado. De hecho, Estrella distante surgió en el preciso instante en que Herralde, en su despacho de Anagrama, le preguntó a Bolaño si tenía alguna novela inédita, algo recién escrito que pudiera publicarle. No existía esa novela, pero Bolaño dijo lo contrario y en tres semanas –tiempo récord– la escribió tomando prestado –para ganar tiempo, pero también porque su obra siempre avanzó a través de esos despliegues de una novela a otra– un considerable número de palabras de La literatura nazi en América. Entre el final de esta («Cuídate, Bolaño, dijo finalmente y se marchó») y el de Estrella distante («Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó») creo que siempre preferiré ese «Cuídate, Bolaño». Pero, por supuesto, esto es anecdótico. Mucho menos lo es que, en los días que siguieron a la entrega de aquel manuscrito a Anagrama, atravesó Bolaño por momentos difíciles y, al mismo tiempo, alegres (se sentía contento por aquel posible golpe de suerte que parecía haber tenido) en los que cierto temor se mezclaba con una risa floja de nerviosismo, como si le diera miedo pero también le hiciera gracia que en la editorial descubrieran que en una parte del texto él se había copiado a sí mismo.
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Todo en su etapa a partir de Estrella distante se fue rigiendo por las pautas de la intensidad y del tiempo récord. Tanto es así que a veces le imagino protagonizando Sobre el paso de algunas personas a través de una corta unidad de tiempo, el cortometraje de Guy Debord.
«Para Paula, con el cariño y la admiración, de su amigo en tiempo récord. Roberto. Blanes, marzo 97», escribió en un ejemplar de La senda de los elefantes, el libropublicado en el 94 por el ayuntamiento de Toledo. De la contraportada de aquel ejemplar me llama la atención que fue escrita en realidad solo muy poco tiempo antes de que le llegara un importante vuelco en su vida de escritor, pero la contraportada no solo no era nada capaz de presagiarlo, sino que desanimaba a cualquiera, porque el currículum que exhibía no podía ser más disuasorio, era de décima fila contando desde la penúltima ristra del infierno: «Roberto Bolaño nació en Santiago de Chile en 1953 Ha ejercido la crítica literaria y la traducción. Dirigió la revista Berthe Trepat. Poemas suyos aparecen en varias antologías de poesía chilena actual. Ha publicado tres libros de poesía: Reinventar el amor. Taller Martín Pescador, México D.F, 1976. Muchachos Desnudos bajo el Arcoíris de Fuego Ed. Extemporáneos, México D.F. 1979 […]».
A partir de finales del 96, muchos de los movimientos de Bolaño parecían tener incorporado el sello del tiempo récord y ser adictos al vértigo. Vuelvo a mi diario personal y encuentro ahí anotados mis viajes de 1997 y 1998 a Blanes, viajes al principio para reunirme con Paula, y después, cuando ella dejó de trabajar en el instituto del pueblo pero mantuvo su casa con terraza frente al mar, viajes para encontrarnos Paula y yo con Carolina y Roberto y cenar, durante un largo periodo de extraña fijación en un horrible restaurante chino que nos encantaba. Con el transcurso de los meses, fue convirtiéndose ya en un rito ir a pasar el día o el fin de semana a Blanes y acabar yendo a buscar a Lautaro a la salida de la escuela, o prepararse para recibir al gran amigo de la familia, A. G. Porta, con el que terminábamos perdiéndonos en las más complicadas metafísicas, al caer la noche en el bar del puerto. Jordi Llovet, Pons Puigdevall, Gonzalo Herralde y Luisa Casas, Javier Cercas y familia, Joan de Sagarra y María Jesús de Elda, Carles Vilches, Gina y Peter, entre otros, pasaron por Blanes en los primeros meses del 97 y mi diario, por supuesto, lo registró. Movimientos, fiestas, nombres, hechos, todo fue anotado, incluso aquella frase tan ridícula de Vilém Vok una tarde en el Casino, cuando dijo que Bolaño había caído en brazos del fantasma de la Humanidad…
¿Qué quiso decir? Oh, bueno, ya poco importa. Quizás llevaba razón. Después de todo, la Humanidad en aquellos días viajaba en el tren de Blanes.
Un 22 de julio de 1997 en Girona, Javier Cercas, en la Llibrería 22, presentaba Estrella distante y, tras la cena, hubo una larga fiesta, diría que existencial –casi al estilo de una película de Antonioni–, en la casa de Pepa Balsach y Ángel Jové. Y como colofón de la reunión un regreso en coche a Blanes muy movido y turbador.
El 29 de septiembre Roberto y Carolina bajaron a Barcelona y estuvieron en el apartamento del 80 de la Travesía del Mal, donde dieron un vistazo al conjunto de cartas diarias que desde hacía dos años, cada tarde sin falta, me enviaba una desconocida, cuyo estilo había terminado por convertírseme en familiar: operaba siempre igual, porque iniciaba el discurso con una prosa tranquilizadora, serena, y luego perdía el control de las palabras y, haciendo estallar la insulsa normalidad de lo educado, entraba en un caos narrativo que atentaba contra la corrección inicial (esa estructura, por cierto, me recuerda a la de Libro, formidable novela de José Luis Peixoto). Bolaño escogió al azar una de esas cartas y la leyó en voz alta y de pronto proclamó, ante el asombro de todos, que era una carta muy bien escrita. Lo mejor de aquella proclama fueron las razones que encontró para justificarla, razones hasta convincentes que evidenciaron que, como lector, sabía hallar en cualquier texto, por extravagante que este pudiera parecer, un mínimo aliciente, un aspecto remarcable del mismo.
Una hora después, íbamos de nuestro apartamento al pasaje que hay al lado de la librería La Central, donde una entonces jovencísima y desconocida Alicia Framis, a la sazón en Ámsterdam y por tanto ajena al alboroto que íbamos a crear en torno a su obra –vecina en otro tiempo de la Travesía del Mal, la única artista que yo conocía en aquella pavorosa avenida–, exponía en el sótano de una sala de arte que no visitaba nadie un tablón gigante que había titulado, en homenaje a uno de mis libros, Una casa para siempre. El tablón estaba cargado de rayas horizontales blancas y negras, y en las negras había inscritas un sinfín de palabras.
Estuvimos un buen rato en aquel sótano porque Roberto dijo estar maravillado ante lo que estaba viendo. Sin duda, veía más que nosotros. «Es buenísimo», recuerdo que repitió varias veces, y logró que acabara también viendo aquella «casa para siempre» con otros ojos y comenzara a imaginar tantas cosas por las cuales aquello era genial que ahora hasta me sobrarían los motivos si quisiera ponerme a ratificarlo.
El 18 de diciembre, en Happy Books, hubo la rueda de prensa de Llamadas telefónicas, y por la noche Echevarría presentó el libro en la sede del ICCI. Recuerdos confusos. No así del libro. Entre los relatos, «Joanna Silvestri», dedicado a Paula, y el cuento «Enrique Martín», dedicado a mí, quizás por llamarme Enrique como el protagonista, aunque no creo parecerme en nada a ese poeta admirador de Miguel Hernández y León Felipe. «Sensini», sin duda el mejor relato del libro, no estaba dedicado a nadie, aunque era obvio que era el relato más dedicado de todos, pues estaba pensado para el gran Antonio Di Benedetto, participante como una sombra en España, en su solitaria etapa final, en concursos literarios de provincias.
El cuento «Enrique Martín» no es de los mejores, pero el conjunto del libro es potente y presenta, entre otras cosas, un interesante y complejo análisis –creo que en diálogo con Los detectives salvajes, que estaban por llegar– de la tensión que vive cualquier escritor contemporáneo entre mercado, consagración y resistencia. Como señalan Andrea Cobas y Verónica Garibotto en su ensayo Un epitafio en el desierto, Bolaño vino a comentar en ese libro las tres escuetas posibilidades rancias que se abrían para cualquier escritor contemporáneo: acoplarse a las reglas del mercado (esa multitud de grises escritores competentes); sustraerse por completo y continuar una labor subterránea y desconocida, como la de Enrique Martín; o, como hacen Sensini o el propio narrador de ese cuento, o el Belano del relato «Enrique Martín», entrar en la industria editorial, pero sin aceptar del todo sus reglas, flirteando con ella y quebrando alguno de sus códigos (el Belano de Los detectives salvajes que se burla de tantos figurones madrileños y de la Feria del Libro, por ejemplo).
Hemos hablado de tres salidas, de tres escuetas posibilidades que se abrían / que se abren para cualquier escritor contemporáneo. Pero en «Llamadas telefónicas», relato que daba título al libro, surgía, dejándola caer distraídamente, una cuarta vía y temible verdad:
«B también piensa que el callejón no tiene salida».
¿La tuvo antes de 1996? Dos años después, ya no tenía salida alguna, eso casi podría jurarlo. A veces pienso que toda la obra principal de Bolaño, escrita en tiempo récord hasta su muerte en 2003, se desarrolla de lleno en el callejón más difícil, aquel del que hablé ya antes: pasaje oscuro y mortal, sin luz del paraíso ni escapatoria alguna para quien ha percibido con susto que, tras poner a punto su máquina del anonimato, su deseo se ha realizado, pero es mortal de necesidad: su estrella ha sido vista, captada por los cuervos del nuevo territorio en el que se ha adentrado.
Antes de 1996 no había callejón, ni problemas de salida. Fuera de los ásperos muros de ladrillo cubiertos de sombras, con la serenidad que entró en su vida por la estabilidad que le dio la relación con Carolina, pudo vivir libre como si lo hiciera en los tiempos en que los escritores eran como dioses y escribían con la única finalidad de comunicarse con los muertos y no habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y solitarios, se perdían en atmosferas de perdición, humor y poesía.
A principios de febrero del 98 se entera, tardíamente, de la muerte en México de Mario Santiago, acaecida el 10 de enero. Juan Villoro escribió «Un poeta», su necrológica en La Jornada, pero a Blanes la noticia llegó tarde y cuando lo hizo, llegó plana, sin más información que la muerte y dejó hundido como nunca a Bolaño, que el verano anterior había escrito a su amigo contándole que se llamaba Ulises Lima en la novela que escribía, Los detectives salvajes.
Mario Santiago dejó un último poema (se puede leer en una pared de la pulquería La hija de los Apaches, de la colonia Romita, de ciudad de México), unos versos que, según cómo los queramos leer, parecen comentar el final de Estrella distante («Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó») y también, de forma estremecedora, la propia muerte del poeta, la muerte de Mario, su muerte súbita de fatal atropellado: «Qué más que / saber salir de las cuerdas / & fajarse la madre en el centro del ring / La vida es 1 madriza sorda / Alucine de Efe Zeta / Película de Juan Orol / Mejor largarse así / Sin decir semen va o enchílame la otra / Garabateando la posición del feto / Pero ahora sí / definitivamente / & al revés».
«Mario era un poeta poeta», dijo Bolaño a finales de aquel año en una entrevista sobre Los detectives salvajes. Seguramente, en su condición de bardo indiscutible con una muy probable jeta de santo, era el poeta al que se refería Bolaño cuando en las primeras líneas de «Enrique Martín» hablaba de alguien que lo podía soportar todo. Mario Santiago fue un poeta poeta que aprendió a tiempo que había que saber salir de las cuerdas. Esa es la cuestión, es decir, de eso se trata, that is the question: no hay salida en el callejón, lo que no impide que no sea importante saber salir de las cuerdas.
«Un poeta lo puede soportar todo, lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo, pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte».
«Llamo clásicos a los que aún no hacían de la literatura un oficio» (Jules Renard, Diario). La ruina, la locura y la muerte y la gran estafa que es toda juventud se hallan en el centro de Los detectives salvajes, eso ya es sabido, pero menos lo es que la estructura central del libro tomó como modelo Las puertas del paraíso, la obra de un escritor polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski, y también La cruzada de los niños, de Marcel Schwob (ya adoptada años antes por Faulkner para Luz de agosto). Estos dos libros y Luz de agosto eran casi biblias para Bolaño, recuerdo la conversación alrededor de Andrzejewski en el Terrassans, una tarde de marzo del 98, días antes de que yo cumpliera cincuenta años y lo celebráramos en el restaurante Massana de Barcelona y él viera frustrada su intención de leer unas líneas humorísticas que había escrito para la ocasión: «Antes de que despunte el alba pido un poco de silencio para tomar la palabra […] Mi amigo Enrique hoy cumple diecisiete y ya está. Que diecisiete en literatura resultan una barbaridad…”
De todo lo que hablamos aquel día en el Terrassans lo más interesante giró alrededor de lo que podríamos llamar el «factor escapatoria del laberinto», esas tres salidas o escuetas posibilidades que vieron con tanta intuición Andrea Cobas y Verónica Garibotto; las únicas posibilidades que se abren para cualquier escritor contemporáneo; ninguno que sea mínimamente honesto puede dejar de preguntarse por qué opción se decanta y si alguna de ellas es lo suficientemente satisfactoria o en realidad el callejón, tal como alguna vez ya intuimos, no tiene salida.
En agosto de aquel 1998, me dio, como el «escritor de antes» que era, los consejos vitales, casi alucinantes, para solucionar un problema en el que me había encallado en la redacción de mi nueva novela, El viaje vertical. En ella yo creía que no sucedía nada, y así se lo dije. Pero él vio lo contrario. Crees que no pasa nada, dijo extrañado, pero ahí pasan muchísimas cosas, pero es que muchísimas. Se repitió la escena del sótano en el que Alicia Framis exponía Una casa para siempre. Es buenísimo lo que sucede ahí, me dijo lleno de entusiasmo sobre mi viaje portugués vertical, y en la vida jamás alguien me había animado tanto. Momento inolvidable aquel, porque me pareció haber averiguado de golpe en qué podía consistir exactamente saber escapar de una situación que nos tiene atrapados.
El 2 de noviembre recibía el premio Herralde por su sorprendente –por el tiempo récord en el que parecía haber sido escrita– Los detectives salvajes, novela que, de todos modos, no surgió de la nada, como algunos pensaron, sino de la implacable máquina del anonimato: Bolaño utilizó el amplísimo material acumulado en los años en los que se hizo fuerte en el silencio.
El 6 de diciembre, por la mañana, cambió de casa en Blanes y se instaló con Carolina y Lautaro en el 13 del Carrer Ample, en el segundo primera. Y el 16 de diciembre se presentó en Barcelona Los detectives salvajes. Habló primero Jorge Edwards y después llegó mi turno y leí mi texto «Bolaño en la distancia», que incluyó una serie de breves movimientos teatrales, a través de los cuales me acercaba y me alejaba indistintamente de Bolaño mientras leía. Texto intuitivo y premonitorio porque predijo los compases por los que se iba a regir a partir de entonces nuestra relación. De entre los asistentes recuerdo a Carolina, Herralde y Lali Gubern, Gina y Peter, Carles Vilches, Menene Gras, Paula de Parma, Ignacio Martínez de Pisón, Javier Cercas. A Edwards se le ocurrió decir que la novela era buena, muy buena, aunque tenía que confesar que no la había acabado, y recibió una bronca fenomenal –diría que histórica– del autor. Esa bronca aún resuena en mis oídos y, cuando lo hace, imagino que Proust, Joyce, Schwob y Andrzejewski se añaden a ella, como si los enojados también fueran ellos.
¿Qué hacer? Lo que más resuena en mí de aquella época es esta pregunta que sigue de actualidad, ya comentada de largo con Roberto, la tarde aquella en la terraza del Terrassans. «Una vez dentro, hasta el cuello», decía Céline. Y así es: hasta el cuello. Y uno puede observar que las puertas de salida –integrarse; ser un escritor subterráneo; entrar en la industria y subvertir sus reglas– van perdiendo peligrosamente atractivo y amplitud. Parecían generosas aperturas al exterior, pero van dejando de parecerlo. El callejón no tiene ninguna ventana al exterior, pero aún así habrá que saber salir de las cuerdas. Cualquier poeta poeta acaba pasando mucho tiempo en la oscura calleja, viva máquina del sigiloso anonimato donde las haya. Allí te atracan, te chulean, te persiguen, te piden fuego, te estafan, te la maman, te meten miedo, te disparan. No hay nada fuera del callejón, solo el recuerdo de los días felices, de los días en que uno acumulaba energía («aún sigo mudo –escribió un joven Nabokov– y me hago fuerte en el silencio; las remotas crestas de futuras obras, entre las sombras de mi alma, están aún escondidas como cimas de montañas en la niebla antes del alba») con la idea de poder por fin, una noche, llegar a tomar la palabra, la palabra tantas veces aplazada, y poder decir que uno…, uno, bueno, poder decir que uno siempre fue Jack el Destripador. Sí, por ahí se empieza. Y por ahí precisamente se acaba.
No hace mucho, en el festival de Paraty, Brasil, di una conferencia radical sobre el estado de la literatura en el mundo actual. La titulé «Música para malogrados», y en ella, entre otras cosas, dije que en realidad, en lo que se refería a la literatura, ya todo acabó, aunque quizás esto por suerte también se pudiera matizar, pero era innegable, dije, que la prosa se había convertido en un producto más del mercado: algo que es interesante, distinguido, esforzado, respetado, pero irremediablemente insignificante… Quedaba preguntarse, dije, si los escritores no deberían ser únicamente leídos en lugar de ser vistos, porque yo siempre había pensado que en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser vistos, se malogró todo.
Al día siguiente, la prensa brasileña dijo que había cuestionado el propio festival de Paraty, donde tantos escritores iban a ser vistos, incluido yo. Me pareció que no había sido comprendido, o quizás lo contrario, había sido peligrosa y enormemente muy comprendido y la venganza del despacho oval ya se había puesto en marcha. Por la noche, me pregunte para qué, para qué todo aquello, para qué aquella conferencia radical que se planteaba las posibles salidas que tiene un escritor contemporáneo que quiera ser libre. ¿Había conseguido algo con mi alegato? Solo había causado estupor entre un nutrido grupo de señoras brasileñas y, para colmo, todo seguía igual y yo hasta había dado la impresión –algo que no buscaba en absoluto– de ser un tipo que se complicaba innecesariamente la vida.
En el hotel, a la hora de la cena, vi a los escritores ingleses y norteamericanos, todos tan viajeros y famosos –Franzen, McEwan, Kureishi– y me di cuenta de que todo para ellos era mucho más sencillo, se dedicaban a narrar y no perdían el tiempo en posiciones sediciosas inútiles, viejas polémicas marxistas y toda la demás jerga revolucionaria de antaño. Y, para colmo, eran ricos, famosos y felices.
Cuando le comenté esto a un periodista brasileño, este me sorprendió al decirme que estaba equivocado. No creas que vayan por ahí las cosas, dijo, esta mañana hablé con McEwan y resulta que lo pasa mal, me ha dicho que a veces es infeliz porque añora los años en que nadie le conocía y podía escribir tranquilo.
Me quedé, por un momento, quieto. Sonreí. Me pareció que allí en Paraty acababa de dar un paso más para un día, con el ritmo más airoso posible, saber salir de las cuerdas. Y entonces fue cuando de una forma irremediable me acordé de Bolaño y no pude más que envidiarle al imaginarle por fin libre ya de tanta porquería, poeta ya para siempre, lejos de las moscas de la vieja carnicería de Blanes. Ni templos ni jardines. Ni mafias ni callejones. Libre ya, como un admirable poeta troyano. |