|
GRANDES TARADOS SIN SENTIMIENTOS
Ayer mismo, al ir a cruzar la Diagonal de Barcelona, la joven desconocida que iba diez metros delante de mí y hablaba por móvil, dio un grito repentino (después supe: la muerte de un ser querido) y rompió en fuerte llanto que la hizo ir doblegándose sobre sí misma y caer de rodillas al suelo, desolada, desesperada. De modo que ésta es la famosa realidad, pensé. Esa fue mi fría y única reacción inicial, quizás porque, como de costumbre, andaba abstraído en mi mundo mental, paralelo al real.
Cuando horas después volví sobre lo sucedido, me di cuenta del pavoroso lugar en el que me estaba dejando mi mundo paralelo, mi extrema vida secreta, y pensé en aquel mendigo de Santiago de Chile que veía Bolaño en la calle Banderas esquina Ahumada, aquel hombre que aseguraba ser nieto de Tolstoi y pedía limosna diciendo: “Miren dónde me ha dejado la Revolución Rusa”.
Volver sobre lo sucedido me hizo ver que aquella transeúnte estaba en la vida y tenía sentimientos y yo estaba como ella en la misma vida, pero con menor capacidad de sentir, de sentir de verdad, quizás sólo sabía sentir con la imaginación. Ella me había de pronto parecido admirable porque sólo contaba con su vida y nada más y por eso sentía con fuerza su dolor, mientras que yo, más vanidoso, contaba con el suplemento de la ruta mental que iba dibujando el humo de un mundo paralelo que me concedía la ventaja de caminar abstraído y así poder contemplar con incredulidad la vida real. ¿Alguna desventaja? En una circunstancia como aquella, verme de pronto tirado en la peor esquina de la Revolución Rusa.
Puede decirse que fue en aquella misma esquina donde confirmé que la persona que sufre y el creador que la engendra son dos facetas distintas y donde me puse a recordar a una buena amiga que, hará unos años, me contó que un día estaba en una fiesta en las afueras de Benicarló y se fijó de pronto en un tipo raro que había en el otro extremo de la terraza. Atardecía. Le observó sólo de pasada. Cuando, minutos más tarde, su mirada volvió a tropezar con la del hombre, descubrió que éste seguramente llevaba un buen rato sin quitarle los ojos de encima: parecía estar estudiándola con fijación, y su mirada era potente, de intensidad extrema.
Aquel tipo era un famoso escritor británico, pero mi amiga, muy joven ese día, desconocía ese dato. Pasados unos años, volvió a pensar en la escena (aparentemente un escritor que se había fijado en una muchacha) y descubrió que muy posiblemente ese día aquel individuo, al mirarla de aquel modo, “sólo estaba trabajando”.
Recuerdo lo mucho que me reí al oírle decir esto, quizás porque la había entendido demasiado bien. Aquel individuo estaba en la fiesta, pero también en otro lugar. Pertenecía a esa clase de artistas que miran, se fijan en la gente, pero sólo para escribir o pintar sobre ella. En el fondo, las personas les importan bien poco: las necesitan para crear, pero a veces ni siquiera acaban de estar seguros de que existan de verdad, les sostiene el quijotesco propósito de “combatir la realidad con la ficción” y creen por ejemplo más en la madre de Hamlet que en la locutora de los informativos.
Me parece que ese día mi amiga supo percibir la esencia de lo que, generalizando, podríamos denominar la mirada más característica del artista. Si tenemos capacidad de observación y cierta paciencia, podremos advertir que en esa mirada está incrustada –como un blasón de la condición de autor y como un delirio heredado de generación en generación- su relación difícil con la realidad, es decir, con aquello con lo que precisamente mejor debería llevarse.
Cabe suponer que, en efecto, aquel día el novelista británico miraba a mi amiga, pero al mismo tiempo se hallaba secuestrado por una página que había dejado interrumpida en su Olivetti Lettera 32 y andaba preguntándose hacia dónde derivarían aquellas líneas de su novela y, quién sabe, quizás estaba pensando en dinamitar la realidad de plomo de aquella terraza y, como quien coloca una langosta viva en la cazuela, estaba observando a mi amiga con la intención de meterla en su libro. Conozco bien ese momento en que todo, absolutamente todo, entra en lo que mentalmente escribes, entra hasta la jovencita que se pasea sin metafísica por una terraza de Benicarló. Todo puede entrar ahí, sin más, como entra ahora el recuerdo de una tarde. Fue hace un año. Salí de casa después de tres días de encierro y de trabajar duro en mi novela y un paseante aprovechó un semáforo para preguntarme a boca de jarro si me gustaban las películas de Jean Eustache. Me quedé de piedra. Aquel peatón parecía salido directamente del libro que estaba yo escribiendo. Quizás lo que sucedía era que ni siquiera había salido de mi casa y aún seguía en la mesa de trabajo. Y sí. No lo había pensado hasta entonces, pero mi novela estaba emparentada con el mundo de Eustache, el autor de La mama et la putain. Asombroso.
La mirada más característica del artista tiene un lado sombrío, que detectamos cuando nos llega la sospecha de que nuestros autores favoritos escribieron con pericia admirable sobre la vida, pero jamás supieron nada acerca de ella. En muchos de ellos es perceptible incluso una especie de paso atrás en la relación con el mundo, un escalón extraño que les separa de la realidad. Pero sin ese escalón sería difícil comprenderlos, porque éste paradójicamente les ayudó a sobrevivir y a ser, de paso, falsos conocedores de la vida, sorprendentes narradores, grandes tarados: en el fondo, seres convencidos de que la verdad tiene la estructura de la ficción.
Está claro que sus mundos paralelos y sus mentales vidas secretas extremas dificultan la resolución del viejo conflicto de las relaciones del artista con la realidad. Y más cuando a nadie se le escapa que, a fin de cuentas, en las mejores mentes se ha dado siempre, tarde o temprano, esa especie de paso atrás en la relación con el mundo. Quizás todo podría tener una cierta solución si recurriéramos a esta fórmula tan sencilla: el arte no es para nada la vida, sólo se le parece.
Pero mientras no recurramos a ella, seguiremos intrigados espiando a los artistas de miradas que parecen lugares nublados donde dos realidades conviven del modo más salvaje. Podemos verles a esos extraños personajes de tarde en tarde, cuando se dejan caer por alguna reunión mundana. Se nota a la legua que en ese momento se sienten desplazados de sus cuartos de trabajo. Caminan sin rumbo, desorientados solitarios, creadores constantes de mundos únicos y excepcionales, grandes tarados. Últimos supervivientes de un agónico modo de mirar. Nada que ver con los escritores que consideramos normales, todos tan felices, siempre con buena conducta y las rodilleras impolutas, buenos chicos que no añoran sus mesas de trabajo, pues tienen el vacío instalado en ellas, lo que les permite precisamente pasear con naturalidad por los salones del mundo. A los grandes tarados les sucede lo contrario. Se nota que andan dándole vueltas a esa descripción que dejaron interrumpida cuando salieron de viaje al exterior: vueltas y más vueltas a “ese rastro diminuto y cruel de arsénico en un vaso de plástico” o a esa “nieve sombría entre los árboles”.
Perdidos en la realidad, confirman con sus actitudes que un escritor que no escribe es, de hecho, un monstruo merodeando la locura. Cuando pienso en ellos, últimos felices extraviados de una cultura cada vez más protectora de obras perezosas o infantiles, cuando pienso en esos grandes tarados sin sentimientos, me acuerdo de John Banville, que dice sentir envidia de los fines de semana de los oficinistas y del lujo de dos días enteros de libertad, pues para él un fin de semana es una tortura de hastío, frustración y el amargo esfuerzo de pasar por un ser humano: “Cuando no está en su mesa, el escritor se siente vacío, siente que es una piel despellejada sin huesos”.
¡El amargo esfuerzo de pasar por un ser humano! Ahí está abreviado lo que más define a esos últimos raros, siempre extravagantes y con vocación de traspapelados, incapaces de saber qué es la vida y menos aún qué puede ser un verdadero sentimiento, siempre evidenciando el problema de fondo que puede leerse en el blasón de su delirio heredado de generación en generación: la existencia de una “nieve sombría”, pero no entre los árboles, sino en sus cada día más precarias relaciones con el famoso mundo real.
ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, 19 de noviembre 2011 |