Y me parece evidente que era
una casa para matarse
Un domingo por la mañana
se levantó muy temprano |
LA VIDA SEGÚN HEMINGWAY
Estoy viendo la fotografía de los desolados exteriores de una casa en Ketchum, Idaho. La última residencia de Hemingway. Y me parece evidente que era una casa para matarse. Se diría que la atravesaba el viento de la nada y que había sido construida con la misma tristeza que al final de sus días sentía el escritor, ante su gran fracaso: el intento de convertirse en su propio mito. La veo como una casa para matarse y muy extraña, ya que, paradójicamente, parece hecha con el estilo de la mejor prosa de su propietario. Esa prosa tersa y directa que enseñaba a asumir la vida en su totalidad para poder escribir sobre ella, la prosa extraordinaria de sus libros de relatos.
A esa casa regresó Hemingway por última vez a principios de 1961. Venía de un sanatorio y se había convertido en un hombre de cabello blanco, pálido, de miembros enflaquecidos. Cuatro años antes en París, a García Márquez ya le había chocado, el único día de toda su vida en que lo vio, ese aire frágil y de abuelo prematuro que tenía el escritor, el máximo símbolo en este siglo del hombre de acción: "Había cumplido 59 años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas".
Ese escritor en estado terminal, cuyos héroes habían sido siempre duros, resistentes y muy elegantes en el sufrimiento, viajó del sanatorio a su casa de Ketchum a principios de 1961. Para animarlo, le recordaron que tenía que contribuir con una frase a un volumen que iba a ser entregado al recientemente investido presidente John Fitzgerald Kennedy. Pero un día entero de trabajo no lo condujo a nada, sólo fue capaz de escribir: "Ya no me sale, nunca más". Hacía tiempo que lo sospechaba y ahora lo confirmaba. Estaba acabado. Más acabado incluso que Scott Fitzgerald cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, el barman del Ritz de París preguntó quién era ese monsieur Fitzgerald por el que todo el mundo le preguntaba.
La historia de ese hombre acabado -que había sido atractivo, vital, soldado y guerrillero, boxeador, cazador y pescador, gran bebedor- había comenzado 63 años antes en Oak Park, Illinois. Su padre, el doctor Clarence Edmonds Hemingway, le había enseñado a pescar, a manejar herramientas y armas, a cocinar carne de venado, mapache, ardilla, paloma silvestre, peces de lago. Pero le había enseñado también que nunca se debía matar por el placer de matar, una regla que su hijo olvidó cuando fue hombre. Hemingway se pasó la vida matando animales. El negativo de sus gloriosas fotografías de cazador de leones en Kenia es una patética y ridícula imagen en la que lo vemos con un rifle... matando patos en Venecia.
Para Vargas Llosa, cuando Hemingway iba a los toros, recorría las trincheras republicanas de España, mataba elefantes o caía ebrio, no era alguien entregado a la aventura o al placer, sino un hombre que satisfacía los caprichos de esa insaciable solitaria: el bicho de su vocación literaria. "Porque para él", escribe Vargas Llosa, "como para cualquier otro escritor, lo primero no era vivir, sino escribir". El propio Hemingway pareció confirmarlo cuando dijo: "Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin".
Borges, en cambio, tenía otra teoría sobre Hemingway. Sostuvo que las experiencias del novelista, como corresponsal de guerra en el Cercano Oriente y en España y como cazador de leones en África, se reflejaban en su obra, pero que eso no significaba que las aventuras las hubiera buscado movido por fines literarios, sino porque le interesaban íntimamente. Borges dijo esto y añadió: "En 1954, la Academia de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Literatura por su exaltación de las virtudes más heroicas del hombre. Acosado por la incapacidad de seguir escribiendo y por la locura, se dio muerte al salir del sanatorio, en 1961. Le dolía haber dedicado su vida a aventuras físicas y no al sólo y puro ejercicio de la inteligencia".
Hemingway se dio muerte en esa casa que recordaba su mejor prosa, la de sus tensos cuentos breves. Pero había pasado mucho tiempo desde que los había escrito y el que se mató era otro, alguien que estaba ya muy lejos de su excepcional debut como narrador de cuentos. El que se mató estaba triste y simplemente podrido de talento. No era el vanguardista, cuyo objetivo artístico (junto al de James Joyce) había sido el más original entre todos los de los literatos de vanguardia que se movían por los cafés del Boulevard Saint Michel de París.
Estoy de acuerdo con César Aira cuando afirma que los vanguardistas aparecieron cuando se hubo consumado la profesionalización de los artistas y se hizo necesaria la tabla rasa. Pienso que ahora, cuando existe la novela profesional en un estado muy correcto que no puede ser superado y la situación corre peligro de congelarse, lo que necesita la narrativa actual en lengua castellana es empezar de nuevo. Es lo que necesitaba la narrativa mundial cuando Hemingway, al publicar su primer libro, se propuso recuperar el gesto del aficionado a inventar nuevas prácticas que devolvieran al arte de escribir relatos la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes: hacer que la palabra y la estructura comunicaran pensamiento, sentimiento y también sentido físico. Esto, que nos parece fácil de hacer ahora (sobre todo porque nos lo enseñó Hemingway y luego lo han desarrollado, con especial acierto, Salinger y Carver), no era así en un tiempo en que la literatura aún significaba bordar bien en un costurero, con adornos neogóticos de ser posible, mucho espadachín, educación de colegio de elite y otras zarandajas.
No se puede hablar de la evolución del cuento moderno sin pensar en Hemingway. "Un cuento siempre cuenta dos historias", ha dicho Ricardo Piglia. Para él, el cuento clásico -Poe, Quiroga- narra en primer plano una historia y construye en secreto la otra y el efecto sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie. En cambio, en la versión moderna del cuento (Chejov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses y desde luego, Hemingway) se relatan dos historias como si fueran una sola.
En los cuentos de Hemingway, lo más importante nunca se cuenta y la historia secreta se construye con lo no dicho. Esto es claramente visible en algunos de sus más inolvidables relatos. Pienso en Un gato bajo la lluvia, en Los asesinos (al que tanto debe, por cierto, el cineasta Tarantino), en Mientras los demás duermen, en Un lugar limpio y bien iluminado, en El gran río de los corazones. Como ha señalado García Márquez, lo mejor de los cuentos de Hemingway es la impresión que causan de que algo les quedó faltando. Eso es precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. En El gran río de los corazones, por ejemplo, la historia secreta -los devastadores efectos de la guerra en el pobre Nick Adams- está hasta tal punto cifrada que el relato parece la descripción banal de una excursión de pesca. Es impresionante la maestría que despliega Hemingway en ese relato, ya que logra que se note la ausencia de la historia que falta. Lo mismo pasa con Un gato bajo la lluvia, el mejor de todos sus relatos, donde la soledad de las parejas -como diría Dorothy Parker- es la historia secreta que subyace bajo la descripción trivial de los intentos de una jovencita recién casada por proteger a un gatito desamparado, que bien podría ser el hombre con quien comparte su luna de miel. Uno de los cinco mejores cuentos de la historia de la literatura.
Sus relatos más festejables fueron escritos en el mejor París de todos los tiempos. Yo no sería escritor de no haber leído París era una fiesta a los 18 años, en ese mismo café de la Place de Saint Michel que él dijo que era estupendo para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable o, en los términos del camarero viejo de uno de sus grandes cuentos, "un lugar limpio y bien iluminado". Hablo de ese café donde nos cuenta que se encontró a esa muchacha bella y diáfana que vio entrar una tarde de vientos helados. La que encontré también yo, en mi primer viaje a París, sentado incrédulo en ese mismo café donde intentaba escribir mi primer cuento, mientras miraba a una muchacha que tomaba té y leía un libro. Ella me había dejado muy impresionado pues, aunque hoy parezca ya mentira, era impensable en la Barcelona de mediados de los años sesenta ver a una chica sola en un café y ya no digamos, leyendo un libro. Pero, sobre todo, lo que más helado me dejó fue que la muchacha del cuento de Hemingway siguiera allí , encantadora, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave, de cutis fresco de lluvia.
"Yo ya no veré más que esto", repetía Baroja al final de sus días, cuando alguien le hablaba de cambios. Pero Hemingway, que admiró mucho a Baroja sin que esté muy claro que lo hubiera leído, quiso ir y ver más allá de su mirada, más allá de su aliento breve y genial de cuentista. Pretendía ir al otro lado del río y entre los árboles, más allá de esa feliz inspiración instantánea de la que hablaba Rimbaud: la que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato. Más allá, en fin, de sus geniales miniaturas, adentrándose en el riesgoso terreno de la novela y rebasando así (como, por otra parte, ya hacía en su exagerada vida) sus propios límites: "Me di cuenta de que tenía que escribir una novela. Pero parecía imposible conseguirlo, precisamente cuando, esforzándome con gran dificultad, había aspirado a meter en un solo párrafo el destilado de todo lo que sale en una novela".
A excepción de El viejo y el mar, el novelista Hemingway no fue bien acogido por la crítica. Se habló de un progresivo deterioro del nivel literario y eso lo amargó. Pero yo estoy con Roberto Bolaño cuando piensa que, incluso en Tener y no tener (que tiene fama de ser su peor novela), hay algo hermoso y artístico, aunque pueda resultar una obra irregular. Lo mismo sucede con Por quién doblan las campanas y, sobre todo, con la más vapuleada de todas: Al otro lado del río y entre los árboles. A pesar de los errores estructurales y los descuidos, anómalos en un técnico tan genial, Hemingway dejó en esa novela tanto de sí mismo que consiguió transmitir la emoción de los temas esenciales de su obra: la inutilidad de la victoria y la elegancia en el sufrimiento.
Lo importante es que, como todos los grandes escritores, Hemingway se arriesgó buscando rebasar sus propios límites. Y si se equivocó, tenía derecho a ello. Es una manera muy curiosa de avanzar en el arte de la escritura, hacerlo a la manera de un artesano: a trompicones, corrigiéndose de continuo y creciendo con cada error. No hay que olvidar que, como dice Borges, el gran Hemingway, como Kipling, se veía a sí mismo como un escrupuloso artesano. Lo fundamental para él era justificarse ante la muerte con una tarea bien hecha.
La inutilidad de la victoria iba a conocerla cuando, al concedérsele el Nobel, se lamentó de su incapacidad para ir a Estocolmo, alegando las secuelas de la conmoción cerebral producida por dos aterrizajes violentos y sucesivos en África. De hecho, sufría una degeneración física y nerviosa general. En cuanto a la elegancia en el sufrimiento, no puede decirse que hiciera demasiada gala de ella al final de sus días. Perfumado de alcohol y de la mortal nicotina de su vida, decidió una mañana despertar a todo el mundo con sus disparos de divorciado de la vida y de la literatura. "La semana pasada trató de suicidarse" -dice de un cliente un camarero viejo en Un lugar limpio y bien iluminado. Cuando el camarero joven le pregunta por qué, recibe esta respuesta:
-Estaba desesperado.
Hemingway había cambiado Cuba por esa casa de Ketchum que era una casa para matarse. Un domingo por la mañana se levantó muy temprano. Mientras su mujer aún dormía, encontró la llave de la habitación donde estaban guardadas las armas, cargó una escopeta de dos caños que había empleado para matar pichones, se puso el doble cañón en la frente y disparó. Paradójicamente, dejó una obra por la que pasean todo tipo de héroes con estoico aguante ante la adversidad. Una obra que -como dijo Anthony Burgess- ha ejercido una influencia que va más allá de la literatura, pues incluso el peor Hemingway nos recuerda que, para comprometerse con la literatura, uno tiene primero que comprometerse con la vida.
ENRIQUE VILA-MATAS
Barcelona, abril 1998 |