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PEGGY NO SE CASÓ
Me acuerdo de la intensidad con la que seguí muchas de las escenas de los primeros capítulos y de mi felicidad al descubrir que todas tenían entidad propia, un interés por sí solas. Me di cuenta de que si, en lugar de una serie, Mad Men hubiera sido una monumental novela, se habría podido decir de ella que estaba compuesta por unidades de cuentos, por fragmentos que a su vez estaban formados por instantes intensos.
Valor supremo del instante. En cierta ocasión recuerdo haber escrito: “Cada momento es un lugar donde nunca hemos estado”.
Valor supremo, por otra parte, del fragmento, esa especie de interrupción que rompe el texto continuo, porque el fragmento es lo que rompe, quiebra y diferencia, aniquilando las ilusiones de la plenitud, el vínculo, la repetición mimética.
Disfruté muchos de aquellos fragmentos que, por tener una entidad independiente del contexto general, aniquilaban las ilusiones de la plenitud decimonónica. Tanto disfruté que decidí tomarme las escenas de Mad Men como lecciones para reconciliarme con el encanto de dedicarse a las formas breves, de escribir cuentos en suma. Me reconcilié con el arte de contar por el placer mismo de contar: una actividad de la que, sin desearlo del todo, me había ido apartando en los últimos tiempos, quizás por dedicarle cada día más atención a lo ensayístico.
Así que empecé a visionar escenas de episodios de Mad Men como quien entra en el aula de una escuela todos los días para recordar qué es narrar. En esas sesiones lo que más aprendí fue a disfrutar del momento, pero también, de paso, a profundizar en una historia que le había leído a Rafael Sánchez Ferlosio acerca de una mañana de finales del 59 en la que, paseando con su hija por un parque de Madrid, al cruzar por el trecho que separaba el quiosco de música de una vieja escalinata, oyó de pronto unas voces que venían de entre los árboles, en las que reconoció el falsete característico de los actores de guiñol. Tras preguntarse si debía acercar a su hija a aquella función -una pieza de reír-, finalmente optó por llevarla hasta allí: la obra estaba ya más que empezada, lo que no fue problema para que su hija entrara al instante, “sin un punto de asombro, en su propio ser, riendo ya con la primera frase de la manera más natural del mundo, como si no considerase necesario preguntarle a su padre absolutamente nada. La niña se reía con cada paso -o frase- como una unidad que se bastase a sí misma sin un contexto de sentido del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Pero eso no comportaba para ella ninguna deficiencia o insuficiencia, sino, por el contrario, una autosuficiencia de la significación, del puro decir en sí, emancipado de cualquier impleción en un campo de sentido”.
Si lo narrativo en mi escritura había ido pasando a un indeseado segundo plano, el retorno al placer de escuchar y contar historias -acompañado del minucioso estudio analítico, casi escolar, de los fragmentos y de los instantes de fragmentos de Mad Men- me ayudó a recobrar una antigua felicidad que hoy relaciono con el hecho nada casual de que para Matthew Weiner, el creador de Mad Men, su forma favorita de escritura sea el cuento, el relato corto, y John Cheever su autor preferido (“Sus cuentos funcionan como episodios de televisión, no llegan a repetir nunca información sobre los personajes. Él te atrapa desde el primer momento”).
No es que no conozca el episodio de las risas de Richard Price, showrunner de la serie The Wire, cuando en Madrid un periodista de la rueda de prensa describió Mad Men como “el equivalente audiovisual de las novelas de John Cheever”. Y ya sé que Victor Lenore en Indies, hipsters y gafapastas consideró que la réplica de Price fue rotunda: “Si Cheever es los Beatles, Mad Men es la Beatlemanía. Me parece una serie para los amantes de los trajes y los muebles”.
Conozco el episodio Price, pero pienso que él ahí exhibe una rotundidad de ciego. No se equivoca si piensa que The Wire es televisión pura y Mad Men cine con fondo literario. Pero ese fondo tiene muy poco de malo, porque Matthew Weiner, más allá del diseño y el humo, es un maestro de la escena breve, del relato corto; no sólo tiene talento para los diálogos y para capturar al espectador en cada escena, sino que detrás de sus guiones, sin que eso signifique un lastre, se adivina la sensibilidad de un lector furiosamente contemporáneo. Está más allá pues de los trajes y los muebles y del whisky de las oficinas.
Ahora recuerdo que en una entrevista televisiva le oí decir a Weiner que le fascinaba la estructura de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, donde el narrador sale en busca de Kurtz, pero en el camino se entretiene con innumerables digresiones, y esas digresiones son en realidad –decía Weiner- el relato mismo. Y ahora también me acuerdo de que, al oírle esto, pensé que de algún modo era ahí donde yo quería llegar: quizás el XIX fue el siglo de “las grandes novelas” y el XX, en cambio, la era del fragmento, el reencuentro de la lo narrativo con su esencia, con el cuento, con el relato breve.
Después de todo, muchas de las grandes novelas del XX están construidas con la lógica del fragmento, como si su verdadero corazón fuera el relato, algo que, por supuesto, no es fácilmente demostrable, aunque puede llegar a serlo si uno atiende al dictado de aquella Tesis sobre el cuento en la que Ricardo Piglia afirma que un relato siempre cuenta dos historias. El cuento, dice Piglia, es un relato que encierra un relato secreto, se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto: reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud.
La tesis de Piglia me hace pensar que, si contuviera alguna historia secreta la densa trayectoria de la novela del siglo XX, ésta giraría en torno al hábil camuflaje del texto breve, del fragmento, de la unidad de cuento, en el interior del alma central de su gran laberinto. Conrad, Cheever, ya citados aquí, junto a Nabokov, Walser, Kafka, Ballard, Philip K. Dick, Sebald, Beckett y otros, serían entonces algunos de los practicantes más brillantes de una gran simulación, consistente en haber rehabilitado secretamente al cuento bajo la falsa apariencia de estar novelando, es decir, de haberse situado en una línea de continuidad con respecto a las grandes novelas del XIX.
Una gran simulación que se entiende mejor si se le aplica la tesis de las dos historias de Piglia, donde se explica que la variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada, de la historia que va por debajo de la supuestamente principal, el tema del relato. Obsérvese que Borges acostumbraba a narrar historias que contaban las maniobras de alguien que construía con perversidad una trama secreta con los materiales de una historia visible.
Precisamente Borges fue pionero en comentar un problema que iba a presentarse a muchos autores del siglo XX a la hora de narrar, que iba a presentárseles cuando se dieran cuenta de que si uno trataba de emular a un gigante literario del siglo anterior, al monumental Tolstoi, por ejemplo, quedaría siempre por debajo del monstruo y, por tanto, llevaría a cabo un esfuerzo tan titánico como inútil. Como se sabe, seguramente a causa de este problema, Borges no escribió nunca una novela. Hizo muy bien, qué duda cabe. Después de todo, no estaba obligado a escribirla, y menos aún a dar la vida por esta idea. Debió de pensar: espero no ser tan estúpido como para pasarme la vida intentando mejorar a Tolstoi, Flaubert, o Stendhal; no voy a ser tan idiota de intentar algo así cuando, además, a lo sumo lo único que podría lograr, en el improbable caso de luchar contra ellos en campo abierto y superarles, sería dar un mínimo paso más allá. Y aun suponiendo que lo diera, ¿debería a ese minúsculo “paso más allá” dedicarle un esfuerzo inhumano y el tremendo sacrificio de toda una vida?
Borges no escribió una sola novela y, además, se burló del dilema de si tenía que escribirla o no: “Continuamente me preguntan que cuándo voy a escribir una novela, pero me consuelo pensando que alguna vez le preguntaban a los escritores: ‘¿Y usted, cuándo va a escribir una epopeya?’ o ‘¿Cuándo va a escribir un drama de cinco actos?’, y actualmente esa pregunta no se usa. Creo, además, que el cuento es un género más antiguo que la novela y quizás pueda vivir más allá de la novela”.
En las escenas de Mad Men que tan a fondo espié sentado en la casera aula de mi escuela secreta, fui lentamente entrando en contacto con el modo de trabajar de Weiner y vi que también él operaba al modo borgiano, es decir que la historia que en Mad Men iba por debajo de la supuestamente principal -la historia aparentemente secundaria o segundona de la luchadora Peggy Olson (Elisabeth Moss) y sus compañeras de oficina- era en realidad la trama secreta, el centro de la narración, el eje verdadero de todo. Y también me di cuenta de que pasara lo que pasara, siempre al fondo de las escenas estaba Peggy. Llegué a acostumbrarme a verla con tanta frecuencia en todos los fragmentos que en cierta ocasión, en una secuencia de una fiesta hippie, me pareció verla cantando al fondo de la sala.
Peggy canta siempre al fondo, pensé. Y me dije también que ella no sólo era la trama secreta, sino también el género secreto oculto en el eje mismo de la narración. ¿Peggy es un cuento entonces? Creo que sí, que ella es la trama secreta, pero también –porque esa trama está repleta de unidades de cuentos- el mismísimo género camuflado dentro de la estructura general de novela, el verdadero género utilizado para la narración global puesta en marcha por Weiner.
Si así fuera, madame Bovary representaría a la novela, al género por excelencia del XIX, mientras que nuestra Peggy, la “secretaria ascensora”, estaría insertada en el interior de un tipo de narración que no sería ya del siglo de Flaubert y en la que ella, como anti-Bovary, encarnaría a un intenso cuento, a un fragmento camuflado en un laberinto narrativo que sólo en apariencia recordaría a los del pasado.
Exacto. Peggy, vista –esta tarde mientras termino estas líneas- como un fragmento que rompe, quiebra y acaba cantando al fondo de alguna sala, aniquilando cualquier posible última ilusión anticuada de plenitud decimonónica.
ENRIQUE VILA-MATAS
(Fragmento 2 de los tres apartados en que se divide la colaboración de Vila-Matas
en el libro colectivo sobre Mad Men publicado por Errata Naturae;
este fragmento fue reproducido por El País el domingo 3 de abril de 2015.)
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