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LA INTELIGENCIA DE RENARD
Escribir es una forma de hablar sin que te interrumpan pero es, además, una actividad más complicada incluso de lo que parece porque, como decía Jules Renard (1864-1910), uno tiene que estar todo el rato demostrando su talento a gente que carece de él. La verdad es que, para las citas literarias, Renard siempre ha sido una verdadera mina. Véase ésta elegida al azar: “El hombre verdaderamente libre es el que sabe rechazar una invitación a cenar sin dar excusas”. Cuando Dorothy Parker dijo aquello de que cada vez que se le ocurría una frase magnífica sospechaba que Oscar Wilde ya la habría escrito, cometió la ligereza de olvidarse de Jules Renard.
“Aunque no habla, se sabe que piensa tonterías”. Esta cita de Renard nos puede servir siempre para desenmascarar a toda esa multitud de ágrafos y otros mudos interesantes que corren por el mundo. “Los editores son muy amables cuando uno no publica en su editorial”. Los estallidos de lucidez que Renard desperdigó a lo largo de su Diario –donde exhibe maestría en el apunte rápido, siempre buscando “la frase que vibra, corta como un alambre demasiado tenso”- fueron a parar grotescamente, a mediados del siglo pasado, a los almanaques y los calendarios de cocina de media Europa. Era un destino más bien lamentable para la prosa de este admirable diarista, escritor sobrado de talento (“cuando me dicen que tengo talento, no hace falta que lo repitan: lo entiendo a la primera”) que no esquivaba la mirada crítica sobre sí mismo. Podía ser despiadado con los demás porque él lo era consigo mismo.
Recuerdo haber crecido con frases de Renard opacadas por el humo de la cocina familiar, pero por suerte el equivoco de los almanaques –“mis frases harán fortuna; yo, no”- se ha ido corrigiendo con el tiempo y con los oportunos volúmenes de la Pléiade, y Jules Renard hoy en día no sólo es el creador de un puñado de ingeniosas citas y de la famosa novela Pelo de zanahoria (1894), sino el autor de ese gran clásico, Diario (1887-1910), que ahora se reedita en bolsillo, edición de Josep Massot e Ignacio Vidal-Folch.
Pelo de zanahoria –edición y traducción de Anna María Moix en Lumen- habla de un niño de la Francia profunda, al que llaman así, por el color de su cabello, y es una historia que se inspira en la propia y dura experiencia del autor. Es un niño obligado a convivir con una madre que no le ama –lo mismo le sucedió a él en la vida real-, un padre que le ignora y unos amigos que hacen de él constante objeto de burla. En este clásico de la novela infantil para personas maduras, se derrocha el famoso talento de Renard, pero eso puede llevar a confusión y oscurecer las virtudes de Renard como diarista, muy superiores a las del narrador. Porque como escritor tenía más agudeza que imaginación y más talento que dotes narrativas. En el diarista había una voluntad moral de ir a la caza de la verdad, aunque no ignoraba que ésta no era siempre arte: “Pero la verdad y el arte tienen puntos en contacto: yo los busco”. No cesó de buscarlos. Pero también hay quien cree que inventó la literatura del silencio. Multitud de frases al final de la vida de Renard, escritas en su Diario, parecen abonar esa teoría: “Nieve sobre el agua: silencio sobre silencio”.
Sartre ironizó acerca de la suerte que corrió esa estética que posiblemente, sin saberlo, fundó Renard dando el disparo de salida del teatro del silencio, y también de esos “enormes consumidores de palabras que fueron los poemas surrealistas (...) Hoy, Blanchot se esfuerza por construir singulares máquinas de precisión –que se podrían llamar silenciosas, como esas pistolas que desembuchan balas sin hacer ruido- en las que las palabras son cuidadosamente elegidas para anularse entre ellas...”. Sartre consideraba que Renard no pretendía conquistar un silencio desconocido más allá de la palabra, ni su meta fue nunca inventar el silencio: “El silencio, él se imagina poseerlo desde antes. Está en él, es él. Es una cosa. Sólo hay que fijarla en el papel, copiarla con palabras. Es un realismo del silencio”.
¿Practicó un realismo del silencio? ¿Qué diría Renard a esto? Dejó un apunte que parece preguntarlo: “¿Hay que hablar con cuentagotas?”. Y algo parece cierto: fue un escritor realista sin precisamente ambicionarlo. Si es verdad que el camino misterioso siempre va hacia el interior, el Diario de Renard ilustra muy bien esa creencia, presenta las oscuras oscilaciones de un camino intelectual, y acoge todas sus contradicciones: “He leído demasiado los periódicos para ver si me citaban. Enviado y dedicado demasiados libros, perdonando a los críticos, con brusca ternura, el bien que me habían hecho al no hablar ni bien ni mal de mí”. Acoge todas las contradicciones y también los temores, sueños, confesiones, envidias, grandes ironías, profundas admiraciones (“¡Qué rabia no ser Víctor Hugo!”), frases sobre los amigos (“George Sand, esa vaca bretona de la literatura”) y sobre los enemigos, cierta “nostalgia de la jungla”, la certeza de que su inteligencia es una vela expuesta al viento. Un 12 de diciembre de 1894 anota en su Diario: “Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí la desgracia de mi vida”.
De esa vida y de la inteligencia, lucidez y desgracia que la acompañaron se ocupa su Diario, páginas que pueden leerse perfectamente como una novela, donde Renard pone en pie una literatura que él mismo define como “cartas a mí mismo que os permito leer”. Los comentarios constantes a desgracias como la de haber leído a los grandes, le permiten precisamente, apoyándose en su nada común inteligencia, convertirse en un grande.
Fue el primer escritor que descubrió que para triunfar de verdad, primero tienes que triunfar, y luego que los demás fracasen. De vez en cuando él trataba de contribuir al fracaso de los otros: “Estoy dispuesto a firmar la petición por Oscar Wilde, a condición de que se comprometa firmemente a no volver a... escribir”. Es terrible con Marcel Schwob cuando le cuentan que ha sido visto en un café miserable, hundido, dando sorbitos a un vaso de licor negro. Y a Mallarmé le considera intraducible, incluso en francés. Pero tampoco tiene compasión de él mismo: “Clavar al suelo, de un tiro de escopeta, la cabeza de tu sombra”.
Dice saber nadar lo justo para abstenerse de salvar a otros. Y vive en la certeza de que nunca llegará a nada, jamás será nada. De esa certeza, como dice Josep Massot en su certero prólogo, autores como Pessoa o Kafka –escritores que a Renard le habrían disgustado, pues la originalidad le horrorizaba- levantaron una poética completa. Él, en cambio, sólo trató de embridar su propio desorden interior por medio de la distancia irónica: “Leo páginas de este Diario: a fin de cuentas es lo mejor y más útil que he hecho en la vida”. Su vida, novela contada en forma de diario, nos parece hoy una tempestad que revuelve el alma. No es preciso dejarse seducir siempre por su lúcida inteligencia: “¿Para qué estos cuadernos? Nadie dice la verdad, ni siquiera el que los escribe”. Pero haremos bien de vez en cuando en escucharle: “¡Qué tranquilidad! Oigo todos mis pensamientos”. Dijo que pensaba escribir su obra maestra en un rincón. Y es posible que el rincón, al igual que el silencio, fuera con él a todas partes y no hubiera que inventar nada. Ya enfermo grave, la última anotación del Diario lleva fecha de 6 de abril de 1910 y parece fundar una nueva vertiente del realismo del silencio: “Esta noche quiero levantarme. Pesadez. Una pierna cuelga fuera. Luego, un hilillo húmedo fluye a lo largo de la pierna. Tiene que llegar al talón para que me decida. Se secará en las sábanas, como cuando yo era Pelo de Zanahoria”.
ENRIQUE VILA-MATAS
* Piel de zanahoria. Jules Renard. Traducción de Ana María Moix. Lumen. Barcelona 2006.
* Diario 1887-1910. Jules Renard. Edición, traducción y prólogo de Josep Massot e Ignacio Vidal-Folch. Debolsillo. Mondadori, Barcelona 2008.
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