The Roger Smith Hotel, Nueva York |
THE ROGER SMITH HOTEL
Salir del cuadro (*)
En la radio del cuarto suena My Little Basquiat, de Cowboy Junkies, que es una de esas bandas que hacen daño porque escarban en el fondo de tu alma para acabar de hundirte en el crepúsculo. Triple hechizo: el de la belleza sonora de esta canción; el aire, digamos que elegiaco, del atardecer; mi profunda hipnosis ante Stairway, el pequeño cuadro que tengo frente a la cama.
Hay un misterio en este lienzo tan escasamente conocido de Edward Hopper, cuya reproducción el Roger Smith Hotel ha tenido a bien colgar en esta habitación, frente a la cama de los pobres huéspedes. Creo que sería capaz de perseguir, hasta donde fuera necesario, la historia de los anteriores inquilinos de este cuarto, la silenciosa historia de cuantos han pasado antes por el mismo lugar obsesivo donde ahora me encuentro y donde permanezco alucinado, casi inmóvil, mirando con extrañeza Stairway.
Cae la tarde, la ventana está abierta. Rumores de voces y toda la gama de los sonidos urbanos, conversaciones que suben de tono en el crepúsculo, tráfico intenso en Lexington Avenue. El momento tiene un aire realmente elegíaco. Los ensueños y los recuerdos de todo aquello que ha sucedido a lo largo del día absorben paulatinamente el mundo que tengo alrededor mientras percibo, cada vez con mayor precisión, las voces humanas de última hora, las ventanas que se cierran de un solo golpe, las risas de los extraños. Todo parece en armonía conmovedora con mi inquietud nerviosa en este atardecer. Inquietud por el pequeño cuadro que contemplo como si todavía estuviera intacta la emoción que ha sabido reunir el día que ahora está acabando.
Me gustaría salir a la calle, pero la reproducción de Stairway parece oponerse a la idea. En el pequeño lienzo el espectador mira escaleras abajo hacia una puerta que se abre a una oscura, impenetrable masa de árboles o montañas. La única vez que había visto antes este cuadro había sido en el libro que el gran poeta Mark Strand escribió sobre Hopper. Si no fuera por el libro, creería que ese cuadro no existe. No he encontrado nunca una sola imagen de Stairway en todo internet. Pero sé que el cuadro fue pintado en 1949 y se encuentra en la colección Hopper del Whitney Museum, precisamente sólo a seis calles de este hotel. Podría ir hasta allí, pero no me decido.
En Stairway miramos escaleras abajo hacia una puerta que se abre a una oscura, impenetrable masa de árboles o montañas. Comenta Strand en su libro que mientras la casa entera parece decirnos que salgamos, todo en el exterior de ella parece preguntarnos: ¿Adónde? Para Strand, todo aquello a lo que la geometría de la casa nos dispone, nos es finalmente denegado. La puerta abierta no es un cándido pasaje entre el interior y el exterior, sino una invitación paradójicamente preparada para que nos quedemos donde estamos. “Sal”, dice la casa. “¿Adónde?”, pregunta el paisaje exterior. Todo esto recuerda a una frase de Kafka: “Se fueron muy lejos para quedarse aquí”
Nada extraño sería que para la escalera de la casa terrorífica de Psicosis se hubiera inspirado Hitchcock en este pequeño cuadro de Hopper, cuya reproducción lleva rato haciéndome permanecer inmóvil en este cuarto. Después de todo, Hitchcock, cuando realizó esa película, no sólo conocía bien la obra del pintor, que en aquellos años había empezado a ser muy apreciado por el público norteamericano, sino que se inspiró directamente en el cuadro de Hopper Casa junto a las vías del tren para levantar la extraña casa en la que viven Tony Perkins y su madre en Psicosis. Así que es muy probable que no se contentara Hitchcock con la fachada de la casa hopperiana y encontrara para la decoración de su tétrico interior esa escalera extraña de Stairway que nos invita a salir fuera, al tiempo que nos dice: “Por dios, no te muevas”.
Ocurre muchas veces con este pintor: asistimos a las escenas más familiares con la sensación de que para nosotros son esencialmente remotas, incluso desconocidas. Dice Strand que si hay gente, por ejemplo, que en un cuadro de Hopper está mirando al vacío, esa gente parece estar en cualquier parte menos en donde efectivamente se encuentran, perdidos en un misterio que los cuadros no pueden revelarnos y que sólo podemos intentar adivinar. El misterio de Stairway es para mí el más grande de todos, aunque sólo sea porque ahora lo tengo ahí enfrente de mí, situado de una forma que no puede resultarme ya más obsesiva, y encima paralizándome, dejándome incapacitado para abandonar el cuarto.
Creo que quiero moverme, salir. Mi situación es la misma que la de cualquier espectador de un cuadro de Hopper, aunque el cuadro que contemplo es sólo una reproducción y el lugar del que quiero escapar es nada menos que mi propio cuarto. Cualquier espectador de Hopper queda alcanzado emocionalmente por los elementos formales que en sus pinturas entran siempre en conflicto y producen sensaciones encontradas en quien los mira: irse o quedarse, observar simplemente el misterio o descifrarlo.
Creo que quiero dar una vuelta, salir. Irme o quedarme, esta es la cuestión. Desde que sé que el Whitney Museum está a sólo seis calles de aquí, no hago más que esperar el momento en que logre doblegar el hechizo y pueda salir del cuadro y moverme, pueda ir a ver el cuadro de verdad, el que me espera ahí afuera: uno más real, supongo, aunque sólo sea porque es el original y porque para verlo –debe de ser una condición de lo real- he de salir del cuadro y del cuarto y salir del hotel y cruzar unas calles, irme no muy lejos, más bien cerca, como si fuera a quedarme.
El cuadro que no está.
¿Se acuerdan? Suspendí hace siete días mi escrito Salir del cuadro en el momento en que me disponía a dejar un cuarto de hotel de Nueva York en el que durante largo tiempo había quedado atrapado, hipnotizado por la reproducción de Stairway, un pequeño lienzo de 1949, una pintura nada conocida de Edward Hopper. En ella la posición del espectador obliga a mirar escaleras abajo hacia una puerta que se abre a una oscura, impenetrable masa de árboles o montañas. Ya Mark Strand dijo que la puerta abierta no es un cándido pasaje entre el interior y el exterior, sino una invitación paradójicamente preparada para que no nos movamos de donde estamos.
-Sal -dice la casa.
-¿Adónde? -pregunta el paisaje exterior.
Al saber que el Whitney Museum –donde estaba el original del cuadro- se hallaba a escasa distancia del hotel, había empezado a esperar el momento -¿se acuerdan?- en que lograría doblegar el hechizo y podría salir del cuadro y del cuarto para ir a ver el que me esperaba ahí afuera, a cuatro pasos del hotel: el cuadro de verdad.
He de salir –me decía yo- del cuarto y del hotel y cruzar unas calles, irme no muy lejos, más bien cerca, como si fuera a quedarme.
Pero todo eso no era más que era una situación inventada, escrita en mi casa de Barcelona. Un texto titulado Salir del cuadro, que publiqué para todos ustedes el domingo pasado queriendo hacerles creer que estaba realmente en el Roger Smith Hotel de Nueva York y que un cuadro de Hopper me había dejado allí inmovilizado.
Hoy sí que estoy de verdad en Nueva York, en ese hotel. Llegué ayer al cuarto previamente imaginado. Y, tal como era previsible, el cuadro que había en mi habitación no era Stairway.
Es cierto que es una fea costumbre mía narrar viajes antes de hacerlos. Pero qué le voy a hacer. Es mi forma de ser. Acuérdense de lo que decía el alacrán en aquel chiste que hizo famoso Orson Welles en Mr. Arkadin: “No pude evitarlo. ¡Es mi naturaleza!”
Aclaro que antes no hacía cosas así. La verdad es que tiene que ser una especie de segunda naturaleza la que me lleva últimamente a escribir –antes de vivirlos- los viajes que emprendo. El caso es que creo que me habría muerto del susto si, al llegar ayer a mi cuarto del Roger Smith, me hubiera encontrado de verdad ese cuadro, Stairway, que en Barcelona había imaginado que estaba en mi cuarto de Nueva York. En su lugar había otro. Más interesante de lo que me esperaba. Era un grabado de principios del siglo pasado en el que se veían dos oceanógrafos en alta mar. Lo fotografié. Pero seguí imaginando que aquel cuadro era el de Hopper. Después, simulé que llevaba horas atrapado en el cuarto, hipnotizado por la reproducción de Stairway y que, en cuanto saliera a la calle, lo primero que tendría que hacer sería ir al Whitney Museum a ver el cuadro de verdad. Casi sin darme cuenta, empecé a vivir lo que previamente había escrito y hasta publicado como algo ya vivido: una manera más de imitar al romano Petronio, que escribía historias que él protagonizaba, hasta que un día decidió vivir lo que había escrito.
Para doblegar el hechizo necesitaba salir del cuadro de verdad. Llamé a Andrea Aguilar, una amiga periodista que reside en Nueva York desde hace año y medio y tiene actualmente un trabajo de estirpe netamente kafkiana. Tanto en New York Times, donde estuvo un tiempo, como en la revista de viajes para la que trabaja ahora, cumple funciones de verificadora o comprobadora de datos, es decir, se encarga meticulosamente de que no se infiltre un solo dato falso en los artículos que le dan para revisar. No hay duda de que si ella tuviera que verificar y corregir mis relatos de viajes escritos antes de hacer los viajes tendría mucho trabajo.
No sabía que trabajaba de verificadora cuando le propuse que me acompañara al Whitney, como tampoco podía yo saber –ni tan siquiera imaginar- que era amiga de Mark Strand, el poeta que ha escrito el mejor libro sobre Hopper y el autor de las maravillosas páginas que me habían llevado a interesarme por Stairway.
No me enteré de que Andrea era verificadora hasta que no estábamos ya entrando en el Whitney. No podíamos entonces ninguno de los dos imaginar que lo que en realidad haríamos aquella mañana en el museo era verificar que el cuadro no estaba allí. Averiguamos que la colección que la viuda legara al Whitney se hallaba en la quinta planta, y a ella subimos. Nos tomamos con calma el recorrido por las diferentes estancias de esa planta y, en un momento determinado, a la media hora de estar por allí, comenzamos a ver cuadros que habíamos visto ya dos o tres veces, lo que nos hizo deducir que ya habíamos visto todo lo que se exponía y que por tanto allí no estaba ni la sombra de Stairway.
Andrea, en la sospecha de que me había inventado el cuadro y muy metida en su papel de verificadora, habló largo rato con dos vigilantes del museo. Y de lo que le dijeron dedujo que la pequeña pintura se encontraba o en el sótano o bien en algún lugar del mundo donde hubiera una exposición itinerante de la obra de Hopper.
Aceptó finalmente Andrea que Stairway no era un cuadro inventado. Pero saber que era real, saber que existía, le produjo una extraña ansia o deseo de verlo y tocarlo. Le pareció a ella de pronto que la invisibilidad del cuadro era frustrante, puesto que no nos permitiría aquella mañana la experiencia de estar frente al lienzo y mirar fijamente la escalera y sentir que ésta nos invitaba a salir del Museo al tiempo que nos dejaba clavados frente al cuadro preguntándonos adónde pensábamos marcharnos. Nada de todo esto podría ya ocurrirnos, puesto que el cuadro de verdad no estaba. Yo pensé que aquello era un signo de los tiempos y contribuía a la verificación plena de que el arte moderno, a diferencia del antiguo –que era impensable sin relacionarlo con un lugar sagrado-, es un arte portátil, altamente fugitivo e itinerante.
Si como decía Félix de Azúa en su Diccionario de las Artes “toda relación estética precisa de un lugar, pues nunca se da en el vacío de la pura conciencia”, no menos verdad es que a mis ojos el cuadro de Hopper no tiene lugar, no sé dónde verlo, salvo que lo imagine escondido detrás del grabado de los oceanógrafos. ¿Acaso hay un lugar detrás de ese grabado encontrado en un cuarto, el 1109, del Roger Smith Hotel? Aunque no comprobado y ni tan siquiera verificado, puede que haya un sótano imaginario que se deslice funámbulo por el vacío de mi conciencia.
El pasajero del Tuscania.
Cada vez que entro en la 1109 del Roger Smith Hotel, observo el enigmático grabado con los dos oceanógrafos en alta mar. Ya lo he fotografiado, lo he contemplado en las más variadas ocasiones, y hasta lo he descolgado para ver si en la parte trasera encontraba alguna información más. Pero el pequeño cuadro es lo que es. Raro, especialmente por esos pequeños y misteriosos dioramas que, junto a unos catalejos, pueden verse al sur del lienzo, en el suelo de madera de la cubierta del barco. Dentro de los dioramas se ven libros sumergidos en tres ambientes distintos que son como tres estados del alma: tropical, oceánico, desértico.
Las extrañas atmósferas que parecen contener los dioramas fijan ahora mi vista y me impiden apartarla del grabado. ¿Quiénes son esos oceanógrafos que han suplantado a mi Stairway y que también ejercen como hipnotizadores? ¿Qué hacen esos dioramas ahí en el suelo? ¿Hay dioramas en alta mar? Y a todo esto, ¿se oculta Stairway detrás del oceánico grabado?
Según la dirección del hotel, el “insignificante cuadro de mi cuarto” es muy probablemente una ilustración de una edición antigua de un libro de Joseph Conrad. Si los dioramas me parecen misteriosos, a ellos también. Pero ellos sólo dirigen el hotel, y por tanto no resuelven enigmas artísticos a los clientes. Eso me han dicho y, seguramente sin pretenderlo, han logrado ofenderme. Porque yo no pido nada, no pido que me resuelvan ningún enigma, pero quiero saber por qué en mi cuarto han puesto ese cuadro y no otro. Estoy seguro de que todo puede explicarse.
-Entonces, ¿tampoco sabrán explicarme por qué hace una semana el cuadro de la habitación era otro?
-¿Otro?
-Un Hopper que ahora está ilocalizable.
Han fruncido el ceño y han dado a entender que les desconcertaba mi afirmación.
Nunca han tenido un Hopper, han afirmado muy serios.
No están, por otra parte, plenamente seguros de que el grabado de los oceanógrafos pertenezca a un libro de Conrad. La única persona que habría podido decírmelo con toda fiabilidad murió el año pasado.
Lo he pensado bien y no puedo perder el tiempo rastreando todas las ediciones de Conrad para ver si encuentro ese grabado con catalejos y dioramas, de modo que voy a concentrarme en la notable casualidad de que el único libro que me acompaña en este viaje sea un conjunto de ensayos de Joseph Conrad, Notes on Life and Letters y Last Essays.
Ya es casualidad y yo nunca desecho estos azares.
Entre los ensayos se encuentra Ocean Travel, donde se habla de los viajes por mar y se dice que ya no son lo que eran. Sin duda, podría este texto haber sido perfectamente ilustrado por el grabado de los dos oceanógrafos en alta mar que tengo ahora frente a mí en el momento mismo –en pleno y bellísimo crepúsculo neoyorquino- de escribir estas notas.
Mientras veo cómo la luz de sombra del atardecer se va deslizando hasta los confines mismos del cuarto, decido imaginar que el grabado de los oceanógrafos pudo ser en sus orígenes una ilustración de Ocean Travel. Y ya no pienso echarme atrás en lo imaginado.
“Contradecir a lo que imaginamos sólo ayuda a reducir la vida de nuestro espíritu”, solía decir Vilém Vok. Así que doy por cierto todo y sigo mi camino y vuelvo a Ocean Travel y allí encuentro una admirable apología de la libertad y también una bella descripción de los climas distintos que debe atravesar toda gran imaginación que quiera cruzar, de arriba a abajo, un puente, una vida, una gran novela, una estrella, una luna, un diorama.
Son más coincidencias y casualidades de las que me esperaba. Y suficientes para pensar que entre el grabado y yo no hay una conexión superficial. Pero averiguar la profundidad de esa conexión se presenta como una tarea ardua. Sólo sé que Ocean Travel fue escrito por Conrad para el Evening News, tan sólo con el propósito de sacarse algún dinero durante el viaje que hizo en el Tuscania, el transatlántico en el que con fines promocionales se embarcó hacia Estados Unidos durante el invierno de 1923, un año antes de su muerte. Conrad fue un hombre de mar que nunca pensó que llegaría ser “un pasajero” y expone en su artículo –en la línea de los dos que ya anteriormente había escrito contra el lujo ofensivo del Titánic- su protesta por los horrendos cambios experimentados en los viajes por mar desde los tiempos en los que él navegaba: “La experiencia del pasajero era bien distinta en la época de la navegación a vela: allí tenía que aclimatarse a ese ambiente moral de la vida en un barco que estaba condenado a respirar durante muchos días. No era huésped de una incómoda e inestable imitación del Hotel Ritz”.
En términos generales, el cambio a peor es una de las constantes de la historia de la humanidad y la alta literatura lleva ya siglos dedicada a comentar ese pertinaz fenómeno. Y es que los humanos parecemos cambiar continuamente, pero siempre para ir a menos. En Ocean Travel habla Joseph Conrad, con conocimiento de causa, de la demolición del antiguo concepto del viaje en alta mar y lamenta la pérdida del sentido de la soledad y de la aventura. Ya ni siquiera el mar es lo que era, dice. Sobre todo, añade, cuando uno lo mira desde el ojo de pez de un camarote pulcro.
Pero también es verdad que, por más crítico que Conrad fuera con los lujos transatlánticos, eligió un billete de primera clase para su travesía marítima hacia los Estados Unidos. Quizás intuía que nunca estuvo demasiado reñida la protesta con la comodidad propia. Y parece que no hubo una sola noche en la que no cenara por todo lo alto en la mesa del capitán. Nada que reprocharle. Yo, al menos, no soy quién para hacerlo. No soy quién para nada. No soy. O, mejor dicho, sólo soy alguien que, aquí en este cuarto del Roger Smith, espera que cese el interminable hechizo del grabado de los oceanógrafos. Alguien que está aquí, atrapado, con su mirada secuestrada por esa escenografía marítima, por ese grabado anónimo que me ha intrigado y hechizado más que Stairway, lo que ya es decir. Sólo soy alguien que se ha convertido en un solitario que mira ahora incrédulo los catalejos y los dioramas. Alguien que mira todo eso y sospecha que debajo del grabado puede estar el lienzo de Hopper. Alguien a quien de vez en cuando le parece oír de fondo una voz que, a pesar de la distancia, le llega desde la recepción del hotel y le dice:
-No resolvemos enigmas artísticos a los clientes.
No, claro. Los hoteles no están para descifrar misterios de dioramas en las cubiertas de los barcos conradianos. Aunque entonces, ¿para qué están los cuadros en las habitaciones de los hoteles? No sé. Creo que afuera, en Lexington Avenue, la circulación rodada ha literalmente enloquecido.
ENRIQUE VILA-MATAS
(*) The Roger Smith Hotel es un texto escrito para el catálogo neoyorquino de Chronotopes & dioramas, la instalación de Dominique Gonzalez Foerster en The Hispanic Society of America,
New York City. Septiembre 2009 - Mayo 2010. |