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El FRACASISTA
(Aire de Dylan o el éxito del fracaso)
JOSÉ MARÍA BRINDISI
Habría que ponerles nombre con urgencia a ciertos formatos híbridos, aunque más no sea para que los escritores o los críticos no tuviesen que estar inventándolos todo el tiempo. Es decir, para que no haya que anoticiarse una y otra vez de la misma novedad. ¿Durante cuánto tiempo seguirá hablándose en literatura de los cruces entre realidad y ficción, entre novela y biografía, entre lo ensayístico y lo narrativo como si el mundo estuviese aún en pañales? ¿Durante cuánto tiempo, para restringirlo a uno de los aspectos centrales del asunto, seguirá hablándose de literatura desde las contratapas para no tener que hablar de los libros, para no embarrarse y discutir con ellos, incluso para evitarse la molestia de leerlos?
Lo que sea que haya hecho bien o mal el catalán Enrique Vila-Matas, y sin duda lo primero le gana por mucho a lo segundo, lo ha hecho dentro de unos límites ya trazados, con la paradoja de que esos límites resultan casi inexistentes, porque sus proyecciones son infinitas. En todo caso, podríamos señalar el modo particular en que ha desarrollado tal o cual aspecto de esa androginia que define, como pocas otras cosas, la escritura de ficción de -como mínimo- las últimas tres décadas. Pero incluso antes: ¿cómo habría que encuadrar un libro como En la Patagonia , de Bruce Chatwin, al que el mote de "crónica de viajes" le queda pobrísimo, como si le estuviésemos borrando la mayoría de sus rasgos distintivos? Y después de todo, ¿qué fue lo que hizo Borges una y otra vez sino desdibujar los parámetros supuestamente estáticos de lo ficcional? Y allá lejos, más de cien años atrás en el tiempo: ¿hasta qué extremos nos arrastró alguien como Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias, ese volumen oximorónico que no ha hecho otra cosa que enrarecer a los lectores y abrirles a tantísimos escritores un abrumador cúmulo de posibilidades? En esa hibridez, entonces, en eso que alguna vez Edgardo Cozarinsky -uno de sus intérpretes más exquisitos y ambiciosos- definió como "situarse en lo fronterizo", es allí donde Vila-Matas se mueve como un delfín, pero eso sí: un delfín ciertamente incómodo, siempre zigzagueante, alguien que sin duda va detrás de algo que, por fortuna, nunca termina de hallar. Esa búsqueda encuentra en estos dos volúmenes dos recorridos muy diferentes, aunque en realidad nos referiremos aquí sólo a la novela - Aire de Dylan - y al texto de cien páginas que da título y encabeza, como hallazgo editorial, esta antología o conjunto de "relatos selectos".
Aire de Dylan es una novela en el sentido más amplio de la palabra, o al menos permite acercarse a ella desde esa perspectiva. Pero lo cierto es que muy pronto establece sus propios parámetros, a tal punto que ese que creíamos el protagonista, ese que se toma la molestia de situarse en el centro de la historia para narrarla, ese escritor que ya escribe a desgano, quizá justamente por ello decide desde un principio hacerse a un lado, ser casi un intérprete de esa aventura a cada momento más delirante y que, sin embargo, vuelve a él una y otra vez para resignificar no ya su literatura sino su vida entera. Esa "aventura" tiene en verdad nombre y apellido: Vilnius Lancastre. Vilnius es un caso perdido: hijo del gran Juan Lancastre (escritor al que el narrador, con esa característica mezquindad propia del oficio, le reconoce unos cuantos méritos de mala gana) y de la temible y vampírica Laura Verás, encarna la eterna figura del joven incomprendido y artista siempre a medias, alguien cuya radicalidad parece hija de sus convicciones pero, sobre todo, de las circunstancias. Muy en particular, del asombroso parecido que guarda con Bob Dylan, que él mismo no hace otra cosa que alimentar, y que sin duda le imprime a su carácter ese rasgo entre contracultural y declamatorio que lo define.
Vilnius no es un fracasado, sino un fracasista, un practicante y estudioso del fracaso. Como tal, a partir de la reciente muerte de su padre, asiste en su reemplazo a un congreso sobre el fracaso que se celebra en Suiza, el escenario en el cual se cruzan su destino y el del narrador. El objetivo de Vilnius es múltiple, pero también muy sencillo: fracasar allí mismo, en vivo, en la lectura de un interminable relato descaradamente autobiográfico. En otros términos, quedarse sin público, obligar a todo el mundo a abandonar la sala o a que los anfitriones decidan echarlo. Su fracaso fracasa. La culpa es del narrador, por el solo hecho de quedarse a escuchar la ponencia de principio a fin, preso de la fascinación y, aunque todavía no lo sepa, del eco de sus propios fantasmas.
Porque es aquí donde esta novela, y la obra de Vila-Matas en general, se robustece: en la interrogación constante sobre las pasiones del escritor, en el reconocimiento de sus dificultades, en lo angustiante de la tarea tan improbable de contar, lisa y llanamente, una historia. En ese sentido, el escritor ha sido siempre para Vila-Matas un fracasado, no porque su tarea carezca de valor sino porque -entre otras cosas, pero muy singularmente- consiste en una constante interrogación. "Escucho una música y no la puedo tocar", se repetía a sí mismo el notable saxofonista Coleman Hawkins, consciente de que en el arte no hay un éxito real ni duradero, y al mismo tiempo de que es ésa su pulsión vital. Aquí el propio Lancastre es el que cita nada menos que a Tolstoi: "He luchado toda mi vida para ser mejor que Shakespeare, y lo soy. ¿Y ahora?".
¿Y ahora? En algún punto, y sin ánimos de volcarnos a una lectura ‘biograficista’, es indispensable detenerse a observar la intensidad del diálogo que el propio Vila-Matas ha establecido en voz alta durante los últimos años con su propia literatura, y con su destino de escritor. Se trata de un hombre que promedia su séptima década, y que posee la capacidad de revisar sus virtudes y desaciertos con calma, no por ello privándose de dispararlos con inquietud hacia el futuro. Ya en Bartleby y compañía , en El mal de Montano , en la más reciente Dublinesca (en cierta medida, en casi todos sus libros), Vila-Matas se interrogaba incansablemente respecto de la engañosa futilidad de la literatura, como si todo el tiempo estuviese haciendo lo posible -aunque con disimulo- por salvarla de la hoguera. Chet Baker piensa en su arte es un texto inclasificable, también irreductible, cuya excepcionalidad trasciende la puerilidad de lo novedoso para convertirse en un hallazgo pleno, cualquiera sea el modo en que se lo etiquete. Es un relato sensible, lento, sustancioso y ligero al unísono: una epifanía de cien páginas en la que ese álter ego del autor, que por momentos no es más que una sombra o una voz, intenta conciliar dos caminos en apariencia irreconciliables: la "realidad bárbara y casi ilegible" y esa otra "más legible, pero también más artificial, ya que lee el mundo como si todo tuviera una explicación". Irreconciliables, tal vez, porque en esa puja entre fondo y forma es donde la literatura se mantiene viva
Publicado en La Nación (Buenos Aires). Viernes 10 de agosto de 2012.
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