Revista Crítica, dedicada entera, en su número de julio 2014,
a Gregor von Rezzori. Colaboraciones de E. Carrère,
Javier Marías, Vila-Matas, John Banville, Marcos Giralt Torrente... |
GRISHA
EMMANUEL CARRÈRE
Intrigado por su título provocador, leí hace ya algunos años Memorias de un antisemita, un libro que, gracias a Dios, reveló ser todo menos antisemita. Gregor von Rezzori evoca en él su infancia en los márgenes orientales del imperio austrohúngaro, antes de la Primera Guerra Mundial. Es un libro fascinante que, al mismo tiempo, revive un mundo desaparecido que a nosotros, ahora, nos parece increíblemente lejano, y lo es, también, por la libertad y la lucidez de la que hace gala su autor al mirar a la infancia y la adolescencia que vivió. Posteriormente tuve la ocasión de estar en la Fundación Santa Maddalena, en la Toscana. Ese lugar de “retiro para botánicos y escritores” está animado, con una autoridad y un carisma incomparables, por la viuda de Gregor von Rezzori, Beatrice Monti della Corte, y puede decirse que el espíritu del escritor, que hubiera cumplido cien años en este 2014, sigue presente.
Es muy simple: después de unos días en Santa Maddalena, empecé a llamarlo familiarmente Grisha, como hacen todos allí, como si el escritor no llevara muerto, entonces, catorce años, como si regresáramos los dos de un largo paseo por el campo, en compañía de los perros. Aproveché también mi estancia para llenar mis lagunas y leer una buena parte de sus libros. Admiro su estilo suave y ondulante, su libertad salvaje, su for-ma de desacralizar todo. Y me gusta como en otra época adoré a Nabokov, si bien Rezzori no tiene la pedantería ni la arrogancia de Nabokov. Uno no tiene la impresión, cuando atraviesa el umbral de uno de sus libros, que sea necesario andarse con cuidado.
Grisha es cordial, acogedor. Aun cuando se mofa un poco de uno, sientes que te aprecia. Dios sabe cuán presente está en sus libros, del mismo modo que está presente en cada habitación de la casa en Santa Maddalena, en particular en el pequeño estudio de la primera planta de la torre, donde tanto me gustó trabajar y donde tanto se cuestiona a sí mismo en su maravilloso libro Murmuraciones de un viejo. Está presente por todas partes, y uno llega a creer que sólo ha salido a hacer algún recado a Donnini, y asimismo está presente en la conversación de Beatrice. Creo que fue eso lo que más me conmovió en Santa Maddalena. La manera en que lo ha amado su mujer, y la manera en que él correspondió a ese amor, las buenas vibraciones de ese amor que impregna todavía hoy toda la casa, el jardín, los cónclaves de luciérnagas que se congregan en las noche alrededor de la pirámide erigida en memoria de Grisha.
En el fondo, pienso que tuvo una suerte descabellada. Llevar una vida de vagabundo de lujo y luego, con más de 50 años, encontrarse con Beatrice y pasar con ella los treinta años siguientes. Vivir con ella en Santa Maddalena y escribir los grandes libros que tal vez no tuvo tiempo ni idea de escribir en el periodo anterior. Creo que Grisha fue un hombre feliz. Y eso es una cosa que se puede decir de muy pocos hombres, mucho menos de los escritores. Es una de sus singularidades, y no la menos importante. Es el escritor del fin de un mundo, del exilio, de la pérdida y de la felicidad. Y es eso, pienso, lo que convierte su nombre en un santo y seña. |