ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Abadía de Royaumont



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Montevideo, 3a edición



Montevideo



Julio Cortazar



Julio Cortazar



Óscar Collazos
LA REALIDAD Y LA FICCIÓN

ÓSCAR COLLAZOS

Encontrar este texto de Óscar Collazos ha sido todo un acontecimiento para mí. 4 de enero de 2023. Lo he descubierto gracias a una indicación de Cristina Fernández Cubas. No nombra La puerta condenada, el relato de 1954 de Cortázar que está en el centro de mi novela Montevideo, pero es como si lo hiciera. El escrito de Collazos, de 1987, parece entrar en diálogo con mi novela (2022). Un diálogo de aquello de lo que, a través del cuento de Cortázar, más habla Montevideo. De las relaciones entre realidad y ficción. Leído hoy, el texto de Oscar Collazos me parece la fascinante historia de “una auténtica muestra de literatura colectiva”, el relato de cómo en la abadía de Royaumont un grupo de grandes escritores intuyeron que el cuento del niño que llora en una habitación contigua iba a tener en el futuro un recorrido, sin duda, tan movido como amplio, tal vez infinito.
EVM

La ficción tomaba cuerpo a medida que Cortázar iba refiriendo que, al retirarse de la cena, había vuelto a escuchar el llanto de un niño en la celda vecina. Estábamos en la abadía de Royaumont, a escasos kilómetros de París. Julio Ramón Ribeyro escuchaba el relato de Cortázar y el desayuno empezaba a animarse porque el argentino decía que era raro haber vuelto a escuchar el llanto de la criatura. Fernández Retamar, sumado al grupo, aventuró entonces la hipótesis del deseo de un nuevo cuento, al que tal vez Cortázar quería dar forma partiendo del detalle, en apariencia nimio, de un niño que llora en la celda de una abadía. Podía ser éste el comienzo de algo que el propio Cortázar no podía aún descifrar, en este caso la laboriosa conspiración de una imagen fantasmagórica instalada en la ambigüedad del sueño y lo real.

“Puede tratarse de algo parecido a una ensoñación”, dijo Ribeyro para apoyar la hipótesis de Retamar. Se había animado el desayuno y el Congreso de Escritores que nos reunía en Royaumont podía continuar con entusiasmo mayor al del primer día. Jacques Leenhardt, el gurú de la Escuela Práctica de Altos Estudios que hacía de anfitrión, no podía quejarse; la apatía de los congresistas encontraba un motivo marginal para que se diera cabida a un juego imaginario.

“Así que se trata del llanto de un niño”, había dicho Jean Franco con escepticismo, a lo que Cortázar respondió que sólo se trataba del llanto de un niño; allí estaba lo absurdo y la evidencia de que en aquellos cuartos no habitaba familia alguna, sólo monjes y congresistas venidos de diversas latitudes. Cortázar había empezado a dar crédito a la hipótesis de Retamar y al matiz introducido por Ribeyro. Cobraba importancia la inesperada intromisión del deseo de elaborar un cuento a partir de un detalle que aún Cortázar no sabía si atribuir a la realidad o al sueño. Lo difícil sería salir del territorio marcado por una impresión, acaso premonitoria, de lo que serían nuevos ruidos.

Podía tomar cuerpo la hipótesis de un niño traído furtivamente por la madre que visitaba a uno de los monjes, La tentación de la carne- dijo Noel Salomón- siempre había estado presente en monjes y abadías. Y fue cuando se convino en que podía tratarse del hijo ilegítimo de uno de aquellos santos diligentes varones que nos servían y acogían. Salomón insistía en esta posibilidad: las abadías habían sido desde siempre sede de insólitos desvíos, heterodoxias y herejías. La responsabilidad de Leenhardt nos devolvió a la rutina; había que continuar con el programa, la presencia del profesor Roger Bastide nos reclamaba y era oportuno recordar que no estábamos en un taller de creación literaria, sino en un Congreso de Sociología de la Literatura.

Después de la cena del segundo día-un magnífico canard à l´orange que mereció aplausos de los comensales-, vinieron los licores y no se habló más del llanto del niño. Se habló de las relaciones del alcohol con la literatura y todos coincidimos al aceptar que el tema bien merecía un capítulo en la historia marginal de la cultura. Pero un silencio mortal se hizo cuando Retamar preguntó a Cortázar por el llanto del niño y éste dijo que, en efecto, había vuelto a escucharlo. Para todos quedó claro que Cortázar no renunciaría a esta fantasía, que el cuento había tomado cuerpo en su imaginación y que lo mejor era darle la apariencia de hecho ocurrido. Pasaron dos jornadas y, en efecto, Cortázar empezó a tejer la hipótesis sobre la presencia enigmática de un niño en la abadía. El cuento tomaba cuerpo y, en las sobremesas fue haciéndose visible la presencia del niño clandestino, los amores furtivos del monje que nos servía el desayuno, la pasión tormentosa que le unía a la mujer desconocida. Se habló de Poe y de Lovecraft, se deshizo una compleja madeja de conjeturas. El llanto del niño seguía allí y , tal vez, no hubiera sido más que el sueño repetido del novelista, la imaginación tramando un anécdota ficticia, el deseo, como insistían Ribeyro y Retamar, de justificar lo imaginario dándole la apariencia de lo real.

El último día en la abadía fue celebrado con una copiosa cena y todos, profesores, poetas y novelistas, nos dedicamos a degustar los excelentes licores destilados en la abadía. El cuento, escrito a medida que Cortázar lo iba comentando, añadiendo detalles que nos concernían, parecía ser una auténtica muestra de literatura colectiva. Todos, de alguna forma, habíamos participado en su escritura. Ya nadie ponía en duda que la escueta fantasía del primer día –el llanto de un niño- había sido, en efecto, la imagen fugaz tramada por la imaginación creativa. Cortázar estaba feliz, tan feliz como desconcertado: era posible que la ficción diera apariencias de realidad, que, incluso, llegara a afectar a los sentidos. Era lo que en verdad le había sucedido. Hasta el último día, el llanto y quejas quedas del niño le habían resultado reales, pero la ficción había acabado por aceptar que el hecho no podía ser de ninguna forma real.

Llegaron las despedidas. El congreso se había clausurado satisfactoriamente, es decir, no había llegado a conclusión alguna. Y fue en el momento de las despedidas cuando vimos descender a Michi Strausfeld, la joven profesora alemana, que bajaba las escaleras que daban al segundo piso con una niña de dos años. Lo sentía mucho. Cada noche, cuando terminaban las deliberaciones y la cena, se dirigía al pueblo cercano a buscar a su niña, al cuidado de una nourrice. Afortunadamente, había encontrado a una buena mujer que la cuidaba todo el día. Que la perdonaran los monjes de la abadía, que la perdonáramos todos; no había querido decir nada sobre la existencia de la niña, sospechaba que su presencia en la abadía no hubiera sido permitida.

Los congresistas nos miramos sorprendidos. El cuento, sin embargo, había sido escrito y la realidad seguía allí como una imagen imprudente entrometida en lo que, a todas luces, habíamos aceptado ya como una fantasía. Cortázar se mostraba exultante. Nada se había perdido.

[septiembre de 1987]

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