ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Exterior de la Maison de Verre
Exterior de la Maison de Verre
Diciembre 2008


MI VERDADERO ENCUENTRO CON VILA-MATAS

RAMÓN COTE BARAIBAR

I

Tengo en mis manos el libro que más me ha marcado en los últimos años. Y para saber cuántos exactamente han sido he abierto la página donde está anotado el día, el mes y el año en que lo compré.

Oct/5/01. Eso quiere decir que dentro de seis meses cumpliré cuatro años de estar leyendo a Vila-Matas sin dejar de renegar por no haberlo hecho hace mucho tiempo, castigándome por haber pasado por encima de su nombre miles de veces, como un avión que planea sobre una ciudad y da vueltas alrededor de ella hasta que la torre de control le de permiso de aterrizar. Eso finalmente sucedió como si alguien hubiera decidido que solo hasta esa fecha consignada en lápiz, tuviera que leerlo. Y al hacerlo, se fueron reuniendo tal cantidad de asuntos que no me quedó más remedio que buscar más libros de él a como fuera lugar. Y a él. Y si eso fuera posible, encontrarlo.

El primer gran problema que surgió cuando conseguí su correo electrónico fue ponerle un nombre a ese  envío inaugural que le iba a mandar, y estuve varios días dándole vueltas en la cabeza hasta que di con la primera palabra que marcaría el inicio de una, si no abundante, sí intensa relación epistolar, ignorando por completo que el destinatario tiene la potestad de no responder un correo no solicitado, como sucede en las revistas. Quise llamarlo Coincidencias, pero me pareció muy atrevido equipararme con el autor de Bartleby, porque entre todas las cosas que quería decirle estaba la principal, y era que los autores que nombraba eran también los que me gustaban. Pero no sólo se trataba de autores sino también de temas o determinados asuntos o cierto tratamiento que él le daba los que también me atraían, o también menciones o casualidades que me parecían la veta de una mina tan bien explorada que en lugar de desanimarme por avanzar en la misma dirección lo que hacía era dispararme, al momento de la lectura, como su famoso tapiz, en otras direcciones. Concomitancias, pensé como segunda opción para el título del correo, un poco a propósito por su fealdad deliberada, pero lo deseché rápidamente por ser una palabra rebuscada, empleada en las tesis de literatura, que nada dice y que nadie dice y que solamente se escribe cuando no se quiere escribir nada. El humor, entonces, quedaba eliminado de la cita pues todavía no había ningún vínculo como para que ésta tuviera cierto peso irónico.

Cómo me voy a presentar a un autor admirado sabiendo que la primera palabra de mi parte, mi carta o mi mail de presentación iba a ser la tartamuda Concomitancias, mejor ensayar con algo ligeramente más presentable como Paralelismos, se me ocurrió de pronto recordando las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, pero claro, cualquier persona medianamente pensante dudará del contenido del correo electrónico que más que una alusión al libro de Plutarco pretendía hablar de las líneas del ferrocarril que logran unirse en el horizonte. Correspondencias, éste sí que es, me dije entusiasmado, pues si Vila-Matas habla de Baudelaire de cuando en cuando no le quedará difícil saber de manera anticipada lo que vendría en los renglones siguientes, además de hacer un juego de palabras que me permitiría entrar en su propio terreno donde es frecuente el empleo de palabras con otro significado.

Pero eso tampoco era lo que quería decirle, ya que nuevamente daba la pedante impresión de que yo había llegado por mi propia cuenta a las mismas conclusiones. Ni más faltaba. Y que lo mío se parecía a lo suyo era un alarde de suficiencia inaceptable. ¿Y si pensara al revés? ¿Y si en lugar de escribir Concomitancias, Paralelismos o Correspondencias lo llamara Desavenencias? El antónimo perfecto, y el plural no le quedaba nada mal, me dije un poco más animado, porque existen ciertas palabras que sólo parecen importantes en plural e insignificantes cuando aparecen en singular. Con toda seguridad le llamará la atención alguien que por primera vez le escribe y desde el principio le plantea una objeción, pues estar en contra de algo supone un mayor ejercicio mental que estar a favor, lo que obligará a quien lo reciba leer una formulación, un planteamiento, una breve hipótesis que quiere rebatir algo anteriormente expuesto. Tampoco. Desechada por cascarrabias, prepotente y pretenciosa. Si lo que yo quería decirle es que Bartleby y compañía me ha hecho ver que la historia de la literatura es un material literario de grandes proporciones, a santo de qué me voy a convertir en un tribunal de la Inquisición, o al contrario, si lo que voy a decirle es que gracias a su lectura, simple y llanamente, he descubierto una nueva manera de leer. Eso me gusta más. Lo voy a llamar Iluminaciones, sacando al pobre Rimbaud a pasear por el desierto, en su obligado plural del original. A todas estas, ¿qué quería decirle? Ya no lo recuerdo. La emoción es ciega, pero los lectores, no.

Pero vamos a intentarlo. Empecemos por decir una palabra que ha planeado por ahí como el avión en la ciudad y es igual de suficiente que todas las anteriores. Asociaciones. Impulsado por los bartlebys empecé entonces a hacer pequeños árboles genealógicos. Por ejemplo. Árbol genealógico de los viajes: El tronco, muy francés, empezaría por Valery Larbaud, pasaría después por Paul Morand y Raymond Roussell y tocaría de lleno a Blaise Cendrars, quien a su vez se bifurcaría en ramas donde irán apareciendo Segalen y Perse, Alfredo Gangotena, Álvaro Mutis y Enrique Molina. Un segundo árbol de los viajes partiría de Michaux, avanzaría por Calvino, regresaría a Conrad, tocaría los nervios de Tabucchi, Magris y terminaría en lo alto con Sebald. En ese trazado me propuse otros árboles, esta vez de la libertad de la escritura o de los libertarios de la escritura: Otra vez Michaux, su savia seguiría subiendo hasta encontrar a Artaud y se daría una vuelta por Dino Campana, se quemaría cuando llegue a Lautreamont y acabaría incandescente, coronado por Huidobro, Westphalen, Eielson y Girondo. Ahora el árbol de lo mínimo: Un tronco compuesto por Ramón Gómez de la Serna, acompañado en su ascenso por Antonio Porchia, Alejandro Rossi, Fabio Morábito y su caja de herramientas -tubos, tornillos, martillos, tijeras, bolsas, limas-, Perec y Houllebecq. Veamos otro árbol, el Árbol del desvarío lúcido: Wilcock, Felisberto, Bolaño, César Aira,  Pessoa. Quizás este debe empezar al revés. Pero bueno.

Precisamente mientras leía y anotaba maniáticamente el borde de sus páginas, como si hubiera descubierto que el espacio que hay entre el comienzo de los renglones y el final de la página fuera un territorio libre por colonizar, llamado Birlí, y relacionaba lo que no tenía por qué relacionarse, en frenética filiación oscura, me fui dando cuenta de que, como dije al principio, o hace poco también, había planeado encima de su nombre no sé cuantas veces y de repente recordé que ese apellido o ese par de apellidos me sonaban de algo y lo pude ubicar con precisión meridiana en mi memoria en las páginas del suplemento Culturas del Diario 16, cuando el mayor motivo de alegría del fin de semana madrileño consistía en salir al quiosco los sábados por la mañana a comprar ese periódico y rematar al día siguiente con el de Libros de El País.

Si lo ubiqué con certeza en mi memoria fue para recuperar la imagen que entonces tenía de él, la cual era la de un autor dedicado única y exclusivamente a la novela negra. Su cara me era familiar, como dicen en los diálogos de todas las novelas negras y para acentuar esa sensación o confirmarla, bastaba ver ese guión puesto entre los dos apellidos. De manera que, pensé, el personaje, al que nunca leí fue al tal Vila-Matas, porque sin saber por qué lo había asociado con algún seudónimo de un autor que se ocultaba bajo el acero de ese guión, como una bala horizontal, y llegué a la conclusión de que con ese par de apellidos sólo se podía escribir cuentos policíacos, crónicas sangrientas o escribir homenajes a Edward G Robinson en revistas especializadas en el séptimo arte. Es que ese Matas, visto así rápidamente no podía hablarnos inocentemente de horticultura, sino de otra acepción del verbo, la que huele a revólver en un callejón sin salida. Quien a hierro Matas, a Vilas mueres.

Volviendo al mencionado y maravilloso suplemento literario de Diario 16, recuerdo con absoluta claridad una encuesta que se le hizo a muchísimos escritores sobre su primer recuerdo. Ahí también debía estar oculto, jugando al Bartleby conmigo, Vila-Matas, porque de los múltiples entrevistados no he olvidado el breve texto de William Burroughs. Este decía que el día de su tercer cumpleaños se había detenido delante de un espejo que se encontraba en el descanso de la escalera y con los dedos levantados le dijo a su reflejo que también llevaba como él un gorro puntiagudo: Tres. De lo que sí estoy completamente seguro es que jamás nadie me habló ni me mencionó ni me sugirió ni me recomendó nada acerca de ese señor con mirada aterradora que debía escribir guiones para películas de cine negro y que desde su foto nos miraba, a punto de sonreír, con un cigarrillo en la mano derecha, rodeado de libros. A todas estas y hablando de su foto, en un cuento extraordinario de Benjamín Prado, escritor a quien asocio con certeza con el suplemento sabatino, aparece el Vila-Matas real autodescribiéndose ficticiamente.

Se dice que la memoria es selectiva, pero lo que se suele olvidar es decir que su naturaleza es particularmente perversa. Su comportamiento es tan impredecible que así como nos ilumina con su fogonazo, como el propio Vila-Matas cuando dice que su magdalena proustiana es la bebida achocolatada llamada Cola-Cao, -otro guión para el autor con un guión entre sus apellidos que entonces creía que escribía guiones de cine negro-, también la memoria nos aniquila por largas temporadas. En medio de esa perversión, debo confesar que nunca vi las matas ni nunca leí nada de Vila-Matas, ni vi ninguna película que tuviera un guión de ese señor tan serio, tan de negro y de corbata -un calculado golpe de profundidad a la usual vestimenta de los escritores- siempre fumando sentado, con sus cejas tan negras como el tema de sus guiones o el guión negro entre sus apellidos antónimos que para mí escondían un seudónimo o, qué remedio, un anónimo, ni tampoco leí la expresión romana "a mi las matas", o la famosa frase de Humboldt diciéndole a sus incrédulos colegas de Gottingen: "A que vi las matas", ni mucho menos leí en el famoso poema de Pessoa en el que conduce un Chevrolet de Lisboa a Sintra un verso que dijera: "Vi pasar a mil las matas", ni en ningún cuento de Tabucchi se habla de una "Villa Matas" en el perímetro volcánico de las Azores, o jamás escuché un parlamento operático que exclamara dolientemente: "Si la matas eres vil". Nada de eso ocurrió, es cierto. Lo que en verdad ocurrió es que ese Bartleby empezó a ser un disparadero. Me explico. Existen determinados libros que tienen la capacidad de convertirse en cientos de libros posibles, en miles de lecturas, en millones de descubrimientos. Pero hay otra cosa más. Son libros que te abren una puerta y te dejan ver un paisaje completamente desconocido, te transmiten una corriente eléctrica que activan hasta la más remota de las neuronas. Eso es lo que quería decirle, sólo eso. Pero lo que únicamente se quiere decir nunca se dice. Quizás por eso se escribe tanto: a ver si alguna vez podemos hacerlo.

O acaso hay más. Ese desconcierto que pronto se convierte en felicidad al descubrir un escritor que en su caso es la suma y la resta y la multiplicación y división de otros tantos, sin que se asome por ningún lado el peor pecado del escritor que es querer demostrar que sabe más que el resto de los seres vertebrados e invertebrados del planeta. Porque eso de leer en una sóla página ocho citas seguidas sin que suene a pedantería de tertulia de Círculo de Bellas Artes de Algeciras es un logro reservado a muy pocos, y además lograr que el hilo argumental en vez de adelgazarse al contrario se fortalezca, es un ejercicio que roza el absurdo y la genialidad. Decir virtuosismo suena a esos adjetivos prefabricados que se aplican a los pianistas de los 4 a los 22 años, y añadir el lugar común de "una inmensa cultura" suena en su caso al peor de los insultos porque quien lo lea sabe que el autor va detrás de una idea, una idea que tiene que decirse y el autor se inventa mil maneras para decirla como quiere decirla. Y por último, Vila-Matas se expone de tal manera al lector, se le acerca tanto, que no se convierte en un hombre habilidoso, un recitador de citas, un neardental ilustrado que sale armado a la caza de citas, sino el testimonio verdadero, honesto, irónico y crítico que se apoya en los demás para decir que también él es los demás, que todos debemos ser los demás. Y además, intercambiables.

El lector con frecuencia olvida que lo que es decisivo para él no tiene por qué serlo para los demás. Así que de nuevo empezó la tragedia, igual que el nombre del primer correo que le iba a escribir. La duda que carcome. A pesar de tantas objeciones, tanto de forma como de contenido, en medio de ese disparadero que me había sumido Bartleby y compañía, en ese perdigonazo que los cazadores hacen con sus escopetas en el campo, sentí nuevamente, después de su primera localización en mi memoria en el Diario 16, aparecer el nombre de Vila-Matas sobre el que había planeado mil y una vez, y fui corriendo a la biblioteca en busca de un libro de pastas rojas y con un dibujo chino llamado Viaje a Samoa, de Marcel Schwob. Efectivamente, el maravilloso prólogo estaba firmado por ese amenazante señor en blanco y negro que no para de fumar sentado y reírse y que parece disfrutar con el hecho de que algunos lo confundan con un guionista de cine negro.

II

Sin que nadie me viera me he atrevido a hacer un experimento: he fotocopiado todas las fotografías que aparecen en las solapas de sus libros, a las que añadí las que pude encontrar en Internet. Las recorté todas del mismo tamaño y las puse unas encima de las otras. No serían más de diez pero fueron suficientes para que, al pasarlas rápidamente con el dedo, como si fueran las cartas de una baraja, obtuviera una mini película en la que el autor de El viaje vertical movía el brazo, bajaba y subía la cabeza, igual que las cejas y sonreía para adentro. El sonido que producían las fotos en movimiento parecía al de un proyector que en una sala a oscuras recorre rápidamente los fotogramas. Al ser todas en blanco y negro y estar en su mayoría ubicadas en un lugar cerrado, preferentemente con una mesa delante y muchos libros detrás, el resultado que obtuve fue más que satisfactorio, ya que si nunca lo había visto en persona había logrado un registro movible, algo así como la versión cinematográfica de un recuerdo inventado. Repasando la secuencia de las imágenes inmóviles que por la velocidad con la que la una se superponía a la otra hacía que la figura cobrara vida, me di cuenta de que si las organizaba de cierta manera mi actor mudo dejaba de serlo y parecía estar diciendo una palabra. Era una pista, pensé, que Vila-Matas estaba dejando. Al ampliar su boca y ver el movimiento que ella hacía repetidas veces, leí en un sólo instante la palabra que estaba diciendo de libro en libro, de solapa en solapa.

Ushebti. Una vez conseguidos los pocos libros del autor que fungía diligentemente como el autor del Si para evitar caer en el No, de la misma manera que se dedicó a escribir sobre los suicidas para no ser uno de ellos, los leí con la esperanza de encontrar la clave que estaba proponiendo de manera solapada. Mi corazonada nunca se vio recompensada por el hallazgo entre sus renglones de la mención a la palabra Ushebti, esa figura diminuta que los egipcios ponían en distintas partes del cuerpo del difunto -corazón, hombros, piernas, hígado-, pero como consuelo comprendí que todos sus libros actúan en él como Ushebtis, ya que estos eran "una representación humana dotada con las herramientas básicas para el trabajo de campo. Su nombre deriva del verbo egipcio usheb (contestar), siendo el Usehebti aquel que contesta y sustituye a su señor cuando éste es llamado a cumplir sus obligaciones".

Si anoté el día en el que compré mi primer libro, o mejor, mi primer libro suyo, también guardo la fecha en la que me respondió, contra todo pronóstico, mi correo. Sábado, agosto 17, 2002. 9: 47 p.m. Y digo que contra todo pronóstico porque el título con el que encabecé -o descabecé- mi correo después de darle mil vueltas fue el más vergonzoso de todos: afinidades, así, en el ampuloso plural y en las más odiosas minúsculas. Yo, en su lugar, jamás lo hubiera leído, por cursi, por ser tan de mal gusto, por parecerse al título de un disco de Raphael y Camilo Sesto, o algo peor, si cabe.

Ya no recuerdo ni lo que le dije. Por supuesto no fue nada de lo que acabo de escribir. Creo que mencioné el nombre de la persona que me había proporcionado su dirección en el espacio sideral, mi amigo venezolano Antonio López Ortega, y como la audacia de un admirador no tiene límites me arriesgué a pedirle su dirección para hacerle llegar mi primer libro de cuentos.

III

Quizás producto de mi invención fotográfica, del recurso fotográfico empleado esquizofrénicamente, una noche ese señor de los guiones y del guión, se me apareció en un sueño. No podía ser otro que él, en riguroso blanco y negro, de manera que lo vi dando una conferencia en un trasatlántico. Los asistentes estábamos sentados en la orilla de la playa y no me pregunten por qué, era Valparaíso. Él, con un megáfono, esta vez vestido de esmoquin, decía una cantidad de palabras que se las llevaba el viento y solo nos llegaban a ráfagas, como un alma en pena, algún sonido indescifrable. Acto seguido, como una encarnación de Ramón Gómez de la Serna, habitual de los elefantes y de las conferencias, se arrojó desde lo alto de la proa del trasatlántico y nadó hasta nosotros, quienes lo recibimos entre aplausos, esos aplausos rápidos y frenéticos, acelerados por el vértigo de la cámara, que se ven con guantes o no, con pamelas o no, en las primeras películas del cine mudo. Cómo le iba a contar ese sueño y lo peor, cómo iba a llamar el correo electrónico. Y, además, como para qué. Pero después, un par de meses más tarde, me desperté otra vez con un sueño perfecto entre las manos, como si hubiera pescado un hermoso pez espada: tan compacto, tan azul, tan nítido.

El segundo sueño fue más largo y sinuoso y cinematográfico que el primero y sucedía en una estación de tren. Una estación comarcal, desprovista de mobiliario, me recibió con su techo alto y mi tristeza congénita de viajero perdido. Detrás de una puerta de vidrio esmerilado se veían en movimiento varias figuras deformes. Como al parecer eran las únicas personas vivientes a esa hora de la tarde, entré en lo que parecía ser la cafetería de la estación fantasmal y para mi sorpresa vi que ese mismo señor de la foto que tantas veces había visto estaba dedicándole un libro a un desconocido. Me acerqué con cuidado para observar que el libro de tapas grises que estaba dedicando no era ninguno conocido por mi, ni de su propia autoría, sino para mi sorpresa era de Fernando Pessoa. Se trataba de "Un corazón de nadie" editado por Galaxia Gutemberg, un libro que quería comprar porque lo que tenía de el poeta portugués estaba desperdigado aquí y allá, y en ediciones ya desbaratadas, no por leídas con fruición sino por el proverbial descuido editorial de Espasa Calpe.

Nadie se atreve a confesarlo, pero es mayor el deseo de conseguir un determinado libro que su propia lectura, y mientras más difícil es su consecución aumenta proporcionalmente la necesidad de tenerlo, a como dé lugar, y cuando ya lo tenemos en las manos sus palabras no nos dicen tanto como la ausencia de esas palabras, pues se ha transformado en un objeto de culto, y la posesión es más importante que su propio contenido. Yo siempre había querido comprarlo y de repente lo vi en sueños en manos de Vila-Matas, que se demoraba escribiendo una dedicatoria muy larga, que excedía los cinco renglones como máximo que se exige en estos casos. Pero no, parecía como si mi guionista-actor de mi micropelícula estuviera dibujando algo, una espiral de letras que pasaban de una página a la otra, a la dichosa e infinita e inviolada e inútil página en blanco del dorso, la siempre inservible pero necesaria página de enmedio.

Resultaba desconcertante que Vila-Matas le dedicara a otro un libro de otro, sin perder un solo momento su sonrisa maliciosa y cejijunta y sin que se le cayera la ceniza del cigarrillo que sostenía entre los labios. Otro que fuma sentado me dije cerrando sin hacer ruido la puerta de vidrio esmerilado y dirigiéndome a un banco de la estación tan de convento que tienen esas estaciones intermedias donde se acentúa esa sensación en el viajero de estar no sólo perdido sino irremediablemente equivocado. Qué hacía yo ahí, me pregunté, si no estaba persiguiendo el nombre secreto de una ciudad, si ni siquiera sabía el nombre de la ciudad en la que estaba ni el nombre de la ciudad a la que me iba a dirigir, porque si estoy sentado en una estación de tren, donde el ladrido de los perros retumba en el salón vacío de la estación, es porque debo hacer algo que ignoro, concluí científicamente. Y como el sueño tiene sus movimientos de medusa, sus desplazamientos de anémona, sus arbitrarios atajos, sus súbitos desenlaces, me dí cuenta de que, sentado como estaba en mi banca conventual, llevaba una bolsa en la mano derecha. Era roja y pesada.

No había nadie a mi alrededor, descartando inmediatamente que alguien me la hubiera dejado con la excusa de que se la cuidara por un momento. La bolsa roja había salido de la nada como la estación y los bancos y el ladrido de los perros, pero no había nada que hacer, tenía una bolsa roja y pesada que colgaba de mi mano. No es que colgara, estaba apoyada en el piso pero la tenía cogida de un extremo. Extrañado por su contenido la abrí con curiosidad y encontré que, envuelto en una sotana, estaba el grueso y gris y perseguido libro de Pessoa. La misma edición de Galaxia Gutemberg, el mismo título, "Un corazón de nadie", y las mismas páginas suaves como de misal me hicieron volver la vista hacia la cafetería con una felicidad desbordada porque sabía que allí Vila-Matas estaba dedicándole al que lo tuviera en ese y sólo en ese momento, el libro de Pessoa de Galaxia Gutemberg.

Y con similares caracteres a los de Gutemberg, alguna vez leí la desconcertante respuesta que dio Alberto Caeiro cuando le preguntaron si sabía conducir. -Yo no, pero Fernando Pessoa sí. En mi estado de alegría, producto de la posesión del libro y de la posibilidad de que Vila-Matas me lo dedicara, abrí con una seguridad de propietario comarcal la dichosa puerta esmerilada de la cafetería y en lugar de ver al autor ficticio de los guiones de novela negra, al autor real que tiene un guión entre sus apellidos como el durmiente de una carrilera, el autor que se recreaba morosamente en libro ajeno, encontré una multitud de personas que, con el libro de Pessoa de Galaxia Gutemberg en mano lo rodeaban como si fuera una estrella de cine, pidiéndole a gritos que se los dedicara.

Ya con el segundo sueño a bordo no tuve el menor reparo en mandarle un correo electrónico para contarle rápidamente el primero, aquel del trasatlántico y Valparaíso y describirle mi asombro del segundo, omitiendo detalles como la bolsa roja, el ladrido de los perros, las bancas conventuales, así como de la angustia de no saber adónde iba o adónde debería ir o a qué lugar me iba a llevar el próximo tren. A los pocos días de mi mensaje electrónico, que no recuerdo como titulé, afortunadamente, recibí su respuesta. El suyo sí tenía nombre. Se llamaba "Pessoa egipcio" y decía, o dice, lo siguiente:

"Hace unos días el poeta R Montané, un amigo chileno de Bolaño me regaló una revista dedicada a Pessoa. Mientras tú soñabas tu sueño pessoano a la misma hora yo estaba escribiendo mi novela donde el personaje, un egipcio, le escribe una dedicatoria a un amigo suyo en un libro que él no había escrito. Hermosa coincidencia. Un abrazo, Enrique."

ADENDA

Yo no sé nada de sueños, como dijera Eliot hablando de los dioses, pero sé que estos tienen una vida independiente a la que llevamos a diario y es más que justo dejarlos discurrir como los ríos en su propia corriente, porque solamente así pueden suceder las coincidencias. Y hace poco confirmé esa precaria teoría en casa de Grassa Toro, un generoso zaragozano profesor de instituto, coleccionista de libros y revistas inverosímiles y como si fuera poco este prontuario delictivo, uno de los pocos expertos en patafísica, a quien le pregunté, ya a la salida, con la puerta abierta y con las sonrisas de las despedidas, si le gustaba Vila-Matas. Era una pregunta inocente, pero ahora que lo pienso totalmente justificada en su intempestiva lateralidad, porque a lo largo de las dos horas de mi visita vi en su biblioteca el inencontrable número que la Revista de Información Poética, Poesía, le dedicara a Pessoa, y también me mostró un libro en forma de caja que contenía palíndromos. Me pareció que hablamos de Perec, quizás mencionó de paso la Librería Central de Barcelona, dijimos al tiempo Crevel, Crevel, recordamos Los raros de Darío y también de Gimferrer, crónicas que recorté religiosamente durante su aparición -olían a domingo de doblete y a Moyano y macarrones dominicales en casa de mi abuela-, tal vez nos reímos de alguna casualidad que aparece en El cuaderno rojo de Auster, y otros datos que se me escapan. Por toda esa acumulación de datos, como una súbita pero necesaria explosión de un corcho en una botella, fue el porqué le hice la pregunta, despidiéndome: oye, ¿te gusta Vila-Matas? Se me quedó mirando Grassa Toro como si yo fuera un lejano vecino de su infancia que de repente se apareciera y le confesara que él había sido el autor del robo de su triciclo y que treinta años más tarde aparecía cargándolo en la mano izquierda y en la derecha la primera edición de La experiencia literaria de Alfonso Reyes, donde habla de las jitanjáforas. Y no sé por qué fatídica y desgraciadamente recurrente razón siempre sucede que las preguntas más importantes las hacemos al final y no al principio. Lo digo porque yo ya estaba de pie, y él también, ya me tenía que ir, y él también, con la puerta abierta como ya se ha dicho, pero al decir ese nombre fue como si pronunciara una contraseña. Grassa Toro salió como despedido por la fuerza de un huracán y volvió con un libro que me entregó temblorosamente.

La ocasión, en vista de su mudez y mis ojos atónitos, requería que nos sentáramos de nuevo. Lo que tenía entre las manos era la primera edición de Hijos sin hijos. Empecé a pasar las hojas cuando descubrí que había una dedicatoria, escrita por el propio autor, pero además era un dibujo, o para decirlo de nuevo, la dedicatoria estaba encerrada por un dibujo. Y el dibujo era un dibujo de Pessoa repitiendo la famosa imagen que nos dejara Almada Negreiros. Nunca antes había visto su letra, clara y vigorosa, con su guión preciso entre los apellidos firmándolo y rodeando cada una de las palabras la silueta de Pessoa, de gabardina y sombrero y corbatín. -El lunes le voy a escribir un correo, dije alterado por ver cómo se cerraba el círculo del sueño, o los sueños, y sus casualidades y afinidades y concomitancias y paralelismos y correspondencias. -A ver qué cara pone, atinó a responder sin saber lo que decía, Grassa Toro.

(TOMADO DEL LIBRO “TRES PISOS MÁS ARRIBA”. PANAMERICANA EDITORIAL. BOGOTÁ 2008)
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