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RECUERDOS Y OTRAS FICCIONES. DE LA NEUROBIOLOGÍA A LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA (CARRÈRE Y VILA-MATAS)
AMELIA GAMONEDA
1. Incierta memoria (biológica)
Piensan los teóricos de la posmodernidad que en nuestra cultura la categoría del tiempo está siendo sustituida por la del espacio (Jameson 1996, 2003). Y que, si tiempo hay, éste es percibido en sincronía más que en diacronía. Pudiera decirse que la saturación de incentivos experienciales densifica y solidifica el tiempo en espacio, o que al menos tal es nuestra vivencia psíquica. En una perspectiva evolucionista, la memoria podría pues tender a ser un instrumento en desuso, o una función abocada a la amortización, por causa de la mengua de utilidad de sus aptitudes de selección, organización, verificación y legitimación del archivo de los recuerdos. Pero la sola enunciación de tal posibilidad despierta un rechazo íntimo, y es que tal perspectiva, conflictiva en lo que respecta a la memoria social e histórica, lo es más incluso referida a la memoria individual. Produce cierto vértigo preguntarse si la memoria, encargada de dotar de autoconciencia e individuación al hombre, estaría retrocediendo no sólo en sus capacidades de modelización cultural sino también en sus funciones definitorias de la identidad. Ciertamente, no parece ser el caso, pero inquieta saber, por ejemplo, que –a la luz de la revisión que sobre su generación y funcionamiento hace hoy la neurociencia1– la memoria individual es un instrumento francamente impreciso.
Es sabido que sólo retenemos unos recuerdos y no otros, es decir, que no convertimos todas nuestras experiencias ni todos nuestros aprendizajes ni contenidos de memoria a corto plazo en memoria a largo plazo. Dicho en términos neuronales: las modificaciones funcionales de las sinapsis en la memoria a corto plazo no siempre desembocan en las modificaciones estructurales de la memoria a largo plazo. Esa plasticidad del sistema nervioso consistente en la capacidad de las células para modificar sus sinapsis no se estabiliza siempre, y, en consecuencia, no se traduce en un recuerdo consciente y que pueda ser enunciado.2 Y esta selección operada sobre nuestras experiencias hace que nuestro cerebro conciba su función de memoria como un mecanismo de ambiciones poco totalizantes, y que el sujeto entienda que lo que olvida también forma parte de sí mismo.
Pero es que, además, la memoria no es una simple y automática activación de una conexión sináptica preexistente:
(…) cada acontecimiento de la memoria es dinámico y sensible al contexto: dispara la repetición de un acto mental o físico que es similar pero no idéntico a los actos precedentes. Es recategorial: no reproduce exactamente una experiencia original (…) [sino que hace] “revivir” –pero no de manera idéntica– un conjunto de actos y de acontecimientos anteriores, incluso si uno tiene a menudo la ilusión de que se acuerda de un acontecimiento exactamente tal y como ocurrió. (Edelman 2004, 70-71).
E insiste Kandel: “La evocación de un recuerdo es un proceso activo. Se cree que el cerebro no almacena más que el corazón del recuerdo. Durante la rememoración, ese corazón es dotado de complejidad y reconstruido, mediante sustracciones, adiciones, elaboraciones y distorsiones.” (Kandel 2007, 288). Existe pues un margen de indefinición constitutivo en el proceso de la memoria. Lo incierto –en el sentido de falta de certeza– penetra todos los recuerdos.
Tal falta de certezas de la memoria no ha de extrañar, puesto que ésta es producto de una gran factoría de hipótesis: el cerebro, ciertamente, tiene como actividad principal global la de generar constantemente hipótesis, pues es su única manera de tratar de prever el futuro, es decir, el mundo con el que tiene que enfrentarse de continuo. El cerebro hace continuas operaciones para tratar de reconocer el mundo que le rodea según los parámetros que ya posee. Frente a lo extraño todos tendemos a buscar algo con lo que asemejarlo. Los sistemas sensoriales, de hecho, funcionan de este mismo modo, y sus millones de frágiles fibras nerviosas “acentúan ciertas características de los estímulos y obvian algunas otras. (…) La sensación es una abstracción, no una reproducción del mundo real.” (Mountcastle citado por Kandel 2007, 307). Se sabe que las sensaciones del tacto y, en especial, de la vista –el sentido más estudiado– son deconstruidas a nivel de las células neuronales mediante un proceso analítico que luego requiere de la reconstrucción para que se produzca la sensación y la experimentemos como tal. Tales procesos neuronales filtran la realidad captándola bajo moldes analíticos neuronales, es decir, adaptándola a ciertos modos preexistentes en el cerebro3. La percepción y la memoria comparten pues cierto carácter hipotético, y cierto carácter constructivo de la realidad.
Pero no todo es adecuación a parámetros preexistentes, pues de ese modo todos nos quedaríamos con un cerebro de recién nacido, y nuestra especie no habría evolucionado. Parece ser que nuestra actividad cerebral está también constantemente embarcada en un proceso llamado de “reconversión neuronal”, “bricolage evolutivo” o “exaptación”4, mediante el cual cada nuevo objeto o invención cultural susceptible de ser utilizado o adquirido por el cerebro ha de encontrar un circuito cerebral lo bastante flexible como para reconvertirse a esa nueva función; este proceso revela una plasticidad cerebral que supone la modificación de nuestro cerebro a través de la experiencia del mundo, y que permite algo tan básico como el aprendizaje.
Además, la memoria no sirve sólo para almacenar recuerdos o conocimientos. Como afirma Marc Jeannerod, “también es necesario que las informaciones almacenadas en memoria permanente, además de su valor de recuerdo del pasado, puedan ser útiles como materiales para la organización de la vida cotidiana. En otros términos, la memoria no hace referencia solamente al pasado, sino que constituye también un elemento de trabajo para gestionar el presente y estructurar el futuro.” (Jeannerod 2002, 142). La memoria es útil para proyectar y por tanto para imaginar.
La idea de que existe una cierta convergencia entre memoria e imaginación es antigua, pero en su actual revitalización colaboran diferentes ámbitos de reflexión. Ricoeur, desde la filosofía y la antropología, ha señalado una marca negativa, una ausencia en ambas: en la imaginación lo ausente es lo irreal, en la memoria lo ausente es lo anterior (Changeux, Ricoeur 1999, 138), de modo que cabría sospecharles un parentesco relacionado con alguna nostalgia o actividad de generación de presencia de lo ausente. La vinculación entre memoria e imaginación es particularmente perceptible en el seno de la TSGN (Teoría de la selección de los grupos de neuronas) ideada por el Edelman desde el campo de la neurociencia. Según Edelman, la conciencia no es representacional, no se almacenan representaciones en la memoria, no se codifican según un código preciso ni se descifran leyendo tal supuesto código5. Sí que hay cambios sinápticos que se producen cuando uno ejecuta un acto físico o mental. Pero, lejos de la manera de almacenar que tiene un ordenador, la memoria es “un proceso de recategorización continua (…). Los cambios sinápticos permanentes en las cartografías globales que resultan de esas repeticiones favorecen el establecimiento de vías degeneradas que dan resultados similares.” (Edelman, Tononi 2000, 119). Esa degeneración significa que se activan circuitos neuronales diferentes susceptibles de producir el mismo resultado: de reproducir un mismo recuerdo u otro similar.6
Los conjuntos de neuronas que sostienen dos performances idénticas en momentos distintos pueden ser bastante diferentes. Esta propiedad [de degeneración] garantiza que se pueda repetir el mismo acto [físico o mental] a pesar de que haya cambios importantes de contexto. Además de las asociaciones que permite, la propiedad de degeneración es también la que funda la notable estabilidad de la memoria. Mientras una población suficiente de subconjuntos de circuitos pueda seguir dando un resultado, ni la muerte celular, ni los cambios en un circuito particular o incluso en dos, ni las modulaciones en los aspectos contextuales de las señales entrantes lograrán extirpar un recuerdo. Por ello, la memoria no representacional es extraordinariamente robusta. (Edelman, Tononi 2000, 122)
La memoria es robusta, sí, pero no exacta. Un recuerdo no es nunca el mismo cuando se repite, y, desde luego, no repite una representación del mismo, pues no es una representación lo que se ha registrado en la memoria: “en cierto sentido, hay una forma de recategorización constructiva en el curso de la experiencia más que una réplica precisa de una secuencia anterior de acontecimientos.” (Edelman, Tononi 2000, 117). Todo acto mental o físico que se repite lo hace en un contexto diferente y traslada a la memoria nuevas conexiones, nuevos detalles.7 En tanto que “sistema selectivo degenerado, la memoria es recategórica, y no estrictamente replicante. (…) Esos cambios sinápticos que unen un conjunto de circuitos a otro (…) permiten crear un recuerdo.” (Edelman, Tononi 2000, 120). “Cada acto perceptivo es hasta un cierto punto un acto de creación, y cada acto de memoria es hasta un cierto punto un acto de imaginación. Así pues, la memoria biológica es creativa y no replicativa.” (Edelman, Tononi 2000, 123)
Respetando ese “hasta cierto punto” que siempre introduce Edelman, es posible decir que el relato dictado por la memoria es pues un producto de su actividad de recategorización matizada por la imaginación. Con la particularidad de que su pretensión de decir la verdad de los hechos pasados no le permite reconocer la parte de creación imaginativa que la constituye. La autobiografía, como relato de vida, está siempre permeada por la ficción respecto de los hechos narrados, y –más allá del caso de la autoficción, en el que hay voluntariedad consciente de transformación de dichos hechos– la autobiografía que reivindica su fidelidad a la memoria personal responde inevitablemente a este tipo de memoria que es “hasta cierto punto” un acto de imaginación.
Los relatos autobiográficos expresan muy diferentes grados de conciencia de esta condición de la memoria. Hay autores que saben que los relatos de su memoria, en el acto mismo de rememoración, modifican sus recuerdos, y convierten por ello ese proceso problemático en materia de la propia memoria autobiográfica, en una suerte de metamemoria. Por otra parte, los recursos simbólicos presentes en una cultura intervienen en la configuración de las narraciones (Ricoeur 1995, 113-130)8, y cabe decir que incluso la memoria individual se modela en base a estructuras narrativas preexistentes en una cultura; incorporadas en los circuitos neuronales o como circunstancia contextual, esas marcas culturales pueden ser consideradas una de las instancias que intervienen en la recategorización de los recuerdos y en su consiguiente modificación respecto de la primera impronta sináptica que produjeron los actos o hechos vivenciales que se rememoran.
2. Transtextualidad y tensión ficcional
El caso que va a ser analizado aquí, particularizado en dos libros de corte autobiográfico de Emmanuel Carrère y Enrique Vila-Matas, es el de la intervención operada por las lecturas y la cultura literaria de un autor sobre el relato de su memoria. La hipótesis es que, en dicho caso, la literatura leída funcionará como elemento recategorizador en el seno de la memoria autobiográfica, expresándose en ella de manera transtextual, y, en concreto, metatextual, intertextual o hipertextual. Sería éste un modo de no abandonar la autobiografía por la autoficción, pero sí de dejar constancia narrativa de las alteraciones que pueden afectar a la memoria, y de expresar la tensión creativa, imaginativa y, en última instancia, ficcional que registra a menudo la autobiografía literaria, sin que por ello ceda en su voluntad de referencialidad y sin que el sujeto enunciativo histórico desaparezca. Antes al contrario, tal sujeto enunciativo se presenta con más fuerza a través de la escenificación bajo modo transtextual de los procesos que inestabilizan su memoria real.
Los libros de Carrère y Vila-Matas en cuestión –De vidas ajenas (2011) y París no se acaba nunca (2003)– manifiestan, en este contexto, dos actitudes extremas. Extremas porque en el caso de Carrère la transtextualidad se presenta como síntoma de la ficción reprimida tras adoptar un credo factual; y porque en el caso de Vila-Matas la transtextualidad se exhibe como ejercicio demostrativo de la interdependencia de la ficción y la realidad en la creación de memoria. Quiere ello decir que la transtextualidad introduce, con muy diversas intensidades, un efecto de ficción en el seno de lo factual, asunto éste que necesita de ciertas precisiones.
La prosa de no-ficción, posee, según la clasificación de Genette, un régimen condicional de literariedad, y es un modo de la dicción; pero desde mediados del siglo XX, tal régimen condicional ha empujado a la prosa de no-ficción a maniobras de legitimación literaria que consisten esencialmente en procedimientos de reintroducción de efectos de ficción en la factualidad: la idea de que la realidad subjetiva es producto del lenguaje conduce a la inclusión de la invención dentro de lo real para el sujeto, independizando así lo real de lo referencial. En este sentido, cabe recordar que la autobiografía comprende, para Barthes, “lo ficticio de lo real”. El resultado es una desactivación de los criterios genettianos. De hecho, la noción de ficción ya no se establece actualmente a través de los índices de ficcionalidad intratextuales enunciados en su momento por Käte Hamburger (1995) y reformulados por Genette (1991), sino a partir del marco pragmático establecido por el espacio semiótico que crea el paratexto.
(…) la distinción entre discursos ficcionales y no-ficcionales se plantea en relación al marco enunciativo global (que se ve activado por operadores paratextuales tales como la palabra “novela”, pero también por muchos otros, desde el nombre del autor hasta las ilustraciones de la cubierta). (…) La ficción es asunto de signos: de los que en el texto mismo construyen el texto ficticio, y de los signos [del marco paratextual] que indican una interpretación ficcional de los primeros. (Saint-Gelais 2001)
Podría decirse que, en cierto modo, el paratexto funciona como gran muñeca rusa, en el interior de la cual puede haber sucesivas construcciones ficcionales y no ficcionales que se insertan las unas en las otras: tal es al menos lo que se desprende de las muy matizadas disquisiciones que sobre el particular hacen los estudiosos, que llegan a discriminar un real-real correspondiente a la realidad del autor y un real-ficticio correspondiente a la realidad del narrador (Freby 2001). La óptica pragmática que impera actualmente en estas reflexiones deja entender que es el hecho de desencadenar o no un efecto de ficción en la presentación más exterior de la narración –llámese nivel paratextual o matrioshka mayor– lo que condiciona la recepción del texto literario, y que tal recepción decide el régimen marco del texto. Según estas condiciones pragmáticas, las narraciones de Carrère y Vila-Matas se inscribirían en el género de no-ficción, sin perjuicio de que en su interior surgiese un efecto de ficción bajo forma de transtextualidad.
3. La ficción contumaz
En el año 2000, Emmanuel Carrère (Paris, 1957) ganó plaza en el olimpo literario francés con El adversario, una narración que relataba un meritoriaje para el infierno. La historia –pesquisada y documentada largamente– era la de Jean-Claude Romand, asesino de su propia familia y urdidor de mentiras y ficciones –a las que su apellido parecía destinarle. En este caso real, era precisamente esa tendencia a la ficción del asesino la que traía consigo tan criminales consecuencias. Pero resulta que el personaje de El adversario fue encontrado por Carrère en el mundo real y en los periódicos de sucesos tras haber creado él mismo un personaje muy similar en otra ficción titulada La clase de nieve (1995). Podría decirse pues que el relato de no-ficción de El adversario surge de la ficción de Una semana en la nieve, y si ésta ficción no pertenece a su marco paratextual, sí parece, sin embargo, entrar en una relación transficcional9 –y en todo caso hipertextual– con ella. De tal modo que la narración de El adversario termina teniendo una vinculación con la no ficción que admite cierta matización ficcional.
Desprendido de estas últimas ambigüedades, Emmanuel Carrère se confiesa diez años después definitivamente cansado de la ficción, y apuesta abiertamente por los géneros factuales. A los hechos reales se remite la narración titulada De vidas ajenas, a unos hechos dramáticos acaecidos a terceros, pero que resultan edificantes, reparadores, y aún salvíficos para Carrère, pues –según su propia apreciación– logran interrumpir la descomposición de su vida en pareja y le enseñan a ofrecer amor y confianza. Los dramáticos hechos de los que Carrère es testigo junto con su esposa –y que forman parte de su experiencia biográfica– son presentados como reunidos por un azar vital que empieza a parecerse a compostura literaria: la muerte de una niña arrastrada por el tsunami de 2004 en Sri Lanka y la muerte de una jueza y madre alcanzada por el cáncer están unidas por un lazo nominal: ambas víctimas se llaman Juliette. Carrère trata de cumplir escrupulosamente el encargo recibido de dar testimonio de estos dolorosos sucesos, pero ello no impide que el lector pueda localizar pistas transtextuales en la narración que la dotan de un efecto ficcional, y que se despliegan según tres modos:
Uno. La importación de estructuras y atmósferas literarias. Evitando ponerse en primer plano y dando un rodeo por esas vidas ajenas, Carrère está describiendo implícitamente un trayecto que le incumbe personalmente y del que se derivan las causas que recompondrán su propia vida afectiva. La visión de la identidad como espacio abierto a la alteridad es, además de un modo de ficcionalización del yo, uno de los topoi más frecuentados de los relatos de nuestra cultura a partir de la segunda mitad del XX, y la narrativa se ha hecho amplio reflejo de ello. Caso paradigmático al respecto es el de la obra de Pierre Michon, y muy en particular su seminal autobiografía hecha a base de microbiografías ajenas, que lleva por título Vidas minúsculas (1984). Estas Vidas ajenas se inscriben –quizá muy a su pesar– en la larga estela intertextual generada por el libro de Michon.
Dos. La voz narradora autobiográfica como instrumento ficcionalizador. Sorprende en el relato la gran distancia emocional con la que Carrère trata tanto de los hechos como de las personas implicadas; las presenta como muy poco reactivas emocionalmente, privadas de pathos; sus palabras y actos tienen contención, revelan estupefacción –como mucho– y terminan resolviéndose en gestos de normalización donde manda el sentido práctico. Cabe suponerle a Carrère un pudor frente al dolor ajeno –todos los implicados en las historias pudieron leer y corregir el texto del libro antes de ser editado–, un pudor que sin embargo no opera en otros terrenos de intimidad; pero parece más atinado creerle cuando afirma que, entrenado por su oficio de guionista en construir situaciones dramáticas, entiende que la no-ficción demanda despojamiento de tal aparato efectista. Sin embargo, lo cierto es que, allí donde él pretende rebajar un supuesto énfasis emocional y que percibe como ficcional, es precisamente la sospecha de lo ficcional lo que surge: esa litote generalizada del dolor, esa suerte de anestesia emotiva es en sí misma poco verosímil y más parece ficción que realidad. La memoria de Carrère parece haber sufrido una modificación en los contenidos que afectan a la expresividad emotiva, quizás a imagen de su propia y muy confesada falta de empatía con el mundo en general. Pero hay en De vidas ajenas otro tipo de transtextualidad que explica mejor este accidente de memoria con perfil ficcionalizante.
Tres. La narración factual como metatexto. No ha transcurrido un tercio del libro cuando aparece el personaje que –inopinadamente– se convertirá en protagonista definitivo: un juez de instrucción amigo de la jueza Juliette, canceroso y cojo como ella, decidido a contar por qué él y su amiga desarrollaron una labor heroica en los juzgados de primera instancia. El libro se eterniza en la épica microscópica de los subterfugios legales que pueden dar cobertura a sobreendeudados inmersos en vidas desdichadas. No hay en esta labor ningún afán de defensa de viudas y huérfanos, sino un simple gusto por administrar justicia. Carrère entra en verdadera simbiosis de palabra con este juez verboso y puntilloso –pero desapasionado–, pues ha encontrado a su modelo de narrador: alguien que no pacta con sobreactuación ninguna, ni con acentos dramáticos, alguien que se acerca a las vidas doloridas y que, sin atender ni participar en su dolor, lo aborda con eficacia. La eficacia frente a la adversidad es lo que Carrère valora: la eficacia como forma mostrable de la empatía. Y la eficacia es lo que Carrère quiere para sí mismo como narrador: “Es lo que también me gusta a mí en mi trabajo: cuando es simple, evidente, cuando da en la diana. Y, por supuesto, cuando es eficaz” (2009, 202). La eficacia pues como poética de la no-ficción: una poética que justifica la obliteración de lo emocional, que dignifica el registro escueto de los hechos, de los actos, de lo factual. Esta poética de lo factual se encuentra mise en abyme dentro de la narración –en el relato recogido de la boca del juez sobre su trabajo–, y funciona como metatexto.
Carrère acecha por doquier esa eficacia, desinteresado de lo emocional. Al maquillador de muertos vocacional que asiste al cadáver de Juliette le supone “quizá simplemente el gusto de ser útil” (2009, 84). No se le ocurre a Carrère que un maquillador eficaz sabe que oculta las huellas muy reales que el dolor y la muerte dejan sobre los rostros. Y tampoco parece darse cuenta de que la exigencia de eficacia y parquedad emotiva en su narración factual le abocan a un ejercicio de memoria cuyas omisiones van en contra del efecto de realidad.
4. De la incidencia sobre lo real
Precisamente, el caso de Vila-Matas está en las antípodas de Carrère: a Vila-Matas le asiste la extrema conciencia de la modificación y la ficcionalización de la memoria, proceso en el que, además, implica de modo explícito y casi experimental la transtextualidad. París no se acaba nunca pasa por ser la autobiografía del periodo de juventud parisina de Vila-Matas. Durante dos años vivió en una buhardilla alquilada a la escritora Marguerite Duras y se dedicó a una vida de bohemia sufragada por sus padres que incluía la redacción de su primera novela: La asesina ilustrada. El carácter autobiográfico de la narración de París no se acaba nunca está –al menos a grandes rasgos– asegurado, aunque de esta obra se hable como de una autobiografía ficticia (Fischer 2006) o de collage autobiográfico (Echevarría 2003). Vila-Matas ha sido perfectamente ambiguo al tratar sobre su joven protagonista, hablando de él como personaje o identificándolo con su persona real, todo ello en una misma frase (Vila-Matas 2008, 49). Tal ambigüedad autobiográfica encuentra correlato en las consideraciones del autor sobre sus relatos de ficción; por ejemplo, refiriéndose al titulado “Porque ella no lo pidió”, dice que se trata “una ficción absolutamente fiel a unos hechos reales que sólo pueden resultar verosímiles si los cuento tal y como hago en este relato: presentándolos como inventados.” (Vila-Matas 2008, 48). Con lo que puede observarse que los polos de la cuestión son tres y no dos: realidad, ficción y verosimilitud, siendo éste último el modo de recepción en términos de veracidad por parte del lector. La cuestión aquí no es pues tanto deslindar lo real de lo ficticio como obtener un efecto de verosimilitud. Y lo que propone Vila-Matas es presentar lo real bajo forma ficcionalizada y alcanzar así verosimilitud, cuando el procedimiento clásico de la novela ha sido siempre hacer verosímil en términos reales lo que no era más que una ficción. París no se acaba nunca parece escrito bajo la consigna de un amigo que el narrador tiene por oráculo dentro del propio libro –Raúl Escari– y que afirma que la autobiografía es una ficción entre otras muchas, pero que en ella se ha de poder ver al autor de verdad (Vila-Matas 2003, 104).
Por ello, las eventuales falsedades de la autobiografía interesarán al biógrafo de Vila-Matas, pero lo que interesa al analista de su escritura es cómo alcanza la verosimilitud, es decir, cómo funciona esa otra capa que recubre la autobiografía y que interviene en su ficcionalización. Está ésta formada por un variado arsenal literario y paraliterario: ficciones reconocidas como tales, declaraciones de sus autores, vidas de esos autores. Esas ficciones y esos paratextos entran en conexión con lo real autobiográfico narrado por Vila-Matas mediante procedimientos que son parte explícita de la narración, ofreciendo a lo real lecturas causales, interpretativas, consecuenciales, analógicas etc. que desestabilizan no su estatuto de realidad sino sus anclajes dentro de una narración de hechos reales: si los hechos no pierden su carácter real, lo que sí sucede es que justifican su presencia en la narración mediante una lógica de ficción, parecen hallarse abducidos por la ficción, como si la realidad obedeciese a instrucciones inventadas por la ficción, como si estableciese con ella una relación transficcional. En este delicado trenzado la realidad rememorada es fuente del proceso, y luego vienen a sumarse a ella las ficciones. Pero gran parte de la habilidad de Vila-Matas está en que parezca exactamente lo contrario: que la realidad deriva de la ficción.
París no se acaba nunca es un conjunto de 113 fragmentos en los que hay aparentemente poco orden narrativo aunque se respete una vaga cronología de la historia. Fragmentariedad y apariencia de desorden trabajan a favor de la impresión lectora de la existencia de una especie de azar objetivo surrealista cuyas coincidencias advienen entre realidad y ficción (y no entre dos realidades). Pero para que el azar imbrique ficción y realidad necesita operar dentro de un marco mental, emocional y experiencial propicio que se ofrece del modo siguiente:
Uno. La incertidumbre de la memoria. La narración se abre con un episodio en el que el narrador encuentra el texto de una conferencia al llegar a su butaca del avión. Resulta ser una conferencia suya, pero no recuerda haberla puesto ahí, y tal sorprendente experiencia parece sugerir que la ficcionalización que alcanza a los hechos reales es un efecto del déficit de la memoria –no en vano Vila-Matas es el autor de un volumen con título Recuerdos inventados (1994). La cuestión de la incertidumbre en la rememoración del pasado está también implícita en el propio título del libro: si París no se acaba nunca es porque siempre es susceptible de recreación, en un juego multiplicador mediante el que la memoria repercute la visión de París como ciudad de los espejos que señalara Benjamin en Libro de los pasajes (Vila-Matas 2003, 110). La multiplicidad de París, que es también la del pasado rememorado, procede de que “el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra.” (Vila-Matas 2003, 26). La disparidad de los recuerdos los ficcionaliza, pero, además, la memoria del narrador de ese París múltiple asume también su condición de dispositivo ficcionalizador. Precisamente de ello oyó hablar el narrador a Borges en París: “El pasado –decía el argentino– es siempre un conjunto de recuerdos, de recuerdos muy precarios, porque nunca son verdaderos.” Y como si Gerald M. Edelman se expresara por su boca, añadió:
Si hoy recuerdo algo de esta mañana, obtengo una imagen de lo que vi esta mañana. Pero si esta noche recuerdo algo de esta mañana, lo que entonces recuerdo no es la primera imagen, sino la primera imagen de la memoria. Así que cada vez que recuerdo algo no lo estoy recordando realmente, sino que estoy recordando la última vez que lo recordé, estoy recordando un último recuerdo. (Vila-Matas 2003, 147-148)
Dos. La rememoración irónica. La ironía es un mecanismo de distanciamiento que permite a Vila-Matas suscitar la ficcionalización de la realidad sin garantizarla. Aunque ello signifique que a veces la ironía termine por creer en la ficcionalización que propone, pues “cuando se finge el amor se corre el riesgo de llegar a sentirlo [y] quien parodia sin las debidas precauciones acaba siendo víctima de su propia astucia.” (Vila-Matas 2003, 11). Hay dos definiciones de la ironía en el libro que, combinadas, resultan esclarecedoras: Una dice: “La ironía me parece un potente artefacto para desactivar la realidad.” (Vila-Matas 2003, 33). Y la otra: “La ironía es la forma más alta de la sinceridad.” (Vila-Matas 2003, 47). De lo que se deduce que hay alta sinceridad en la desactivación de la realidad, en la desvirtuación de lo factual, y, en suma, en su ficcionalización. Y añade en otro lugar Vila-Matas: “La ironía no es un añadido, forma parte de los mecanismos de representación del mundo”. (Vila-Matas 2003, 78). Es decir, que la ironía ficcionalizadora es uno de los modos de representación de la realidad: aquél por el que la realidad queda desactivada. De modo que, si la realidad de la conciencia es ganada por la auto-ironía –tal y como ocurre en París no se acaba nunca– el narrador puede quedar convertido en un ente de ficción. Por eso afirma dicho narrador: “mi conciencia (…) siempre fue para mí una ironía en crecimiento [léase: una realidad alcanzada progresivamente por la ficción] que, a medida que se hacía fuerte y grande, tendía al mismo tiempo, paradójicamente, a desaparecer. (…) Después de todo, ironizar es ausentarse.” (Vila-Matas 2003, 224). Y así ocurre con la realidad de esta conciencia: desaparece o se ausenta, ficcionalizada por la ironía que acompaña al ejercicio de rememoración que la constituye.
Tres. El aprendizaje de la escritura (o de la copia al intertexto ficcionalizador). El narrador de París no se acaba nunca se recuerda a sí mismo como un joven simulador: simulaba ser un intelectual, pues viéndose obligado a tener que ser alguien se le había ocurrido ser escritor tras la lectura de París era una fiesta, de Hemingway. “Tenía que inventarme a mí mismo para ser escritor” (Vila-Matas 2003, 115), dice. Pero, en esos rudimentarios comienzos, sólo se le ocurría la forma de la simulación, que extendía como procedimiento a la propia escritura: escribía copiando estructuras existentes en otros libros, saliendo a cazar frases para incorporarlas a su texto, incorporando páginas enteras de James Joyce, o reescribiendo la misma carta que Rimbaud mandara a Banville. Estas simulaciones apropiacionistas le parecían al joven narrador garantías de verosimilitud de su propio texto. Pero no hay nada menos verosímil que la intertextualidad radical. El aprendizaje de la escritura tendría todavía que enseñarle que las operaciones transtextuales ficcionalizadoras de lo real son más complejas si quieren desembocar en verosimilitud.
En su desorientada voluntad de inventarse como escritor, el joven Vila-Matas recaba el consejo de su casera, Marguerite Duras, que le ofrece trece misteriosos puntos de reflexión escritos en una cuartilla: problemas de estructura, unidad, armonía, trama e historia, factor tiempo, experiencia, etc. Sumido en la perplejidad, nada comprenderá de estas escuetas indicaciones teóricas. Sólo la experiencia de ver cómo la ficción alcanza a lo real logrará echar luz sobre el asunto, y, en este sentido, la propia persona de Duras y su escritura le serán más útiles que su cuartilla. Recuerda así Vila-Matas cómo una tarde Duras “se convirtió” en su libro La tarde de M. Andesmas mientras contaba la trama del propio libro (Vila-Matas 2003, 25), es decir, cómo la ficción alcanzó a la persona real, siendo esta conversión ejemplificación de aquello que ella escribiera en otro lugar: “los escritores no tienen vida personal”. Los nudos teóricos de aquella cuartilla se verán pues desplazados por la intervención de lecturas literarias que postulan una intervención sobre lo real; frente a las nociones de unidad y armonía se presentará la divagación y la duda –“dudar es escribir”, decía Duras al final de sus días, con poco discernimiento ya entre ficción y realidad; frente a la experiencia, se postulará la imaginación creadora de un Roussel, o la teoría del iceberg de Hemingway; frente a la originalidad, prevalecerá la idea de Beckett, según la cual toda invención es algo aprendido y olvidado, de manera que es algo preexistente lo que viene a presentarse como invención, y ésta no es sino una forma de memoria. Así pues, en contacto con obras literarias y paratextos, la reflexión sobre ficción y realidad avanza en el libro, inscribiéndose como metatexto dentro de una autobiografía alcanzada por la ficción.
La propia rememoración de los hechos del pasado juvenil se contamina de las ficciones circundantes, y, en particular, presenta frecuentes analogías con los libros de Hemingway –entre ellos París era una fiesta, intertexto frecuente con este París no se acaba nunca10. El mundo de la literatura –y el del cine– parecen tener pues cierto poder performativo sobre la realidad para ese joven aprendiz de escritor. Y ése es, precisamente, el asunto de la novela que el joven Vila-Matas está escribiendo, La asesina ilustrada: el de la incidencia de la literatura sobre lo real. Pretende esta novela que su lectura mate al lector, y tal argumento convierte a París no se acaba nunca en una narración metatextual que habla incansablemente de ese poder de la ficción sobre lo real que propone la novela del narrador; la autobiografía vilamatiana funciona metatextualmente respecto de una narración de ficción –La asesina ilustrada– que, por otra parte, es un libro realmente escrito por Vila-Matas (1977). Llegados a este punto, el lector no puede evitar preguntarse si la lectura de La asesina ilustrada tendrá verdaderamente un poder asesino, y ve abrirse dos posibilidades críticas de escenario final:
Primer escenario. No hay muerto en este final. Que se sepa, la lectura de la novela real de Vila-Matas titulada La asesina ilustrada no ha provocado la muerte de nadie. Las razones de esta incapacidad asesina se explican por una desviación teórica que quizá haya pasado desapercibida. El sistema de escritura vilamatiano –ya ha quedado dicho– parte de un factual que, al ser rememorado, recibe una cobertura ficcionalizante vía intervención transtextual, de modo que su nueva condición es la de hecho verosímil. Es decir, que si lo ficcional da a lo real alcance no es para intervenir en su realidad, sino en su rememoración narrada, dando lugar a una ficcionalización que explora la ampliación de los límites de lo verosímil. El proceso ficcionalizador se halla forzosamente inscrito en un ejercicio de memoria –un ejercicio de memoria que incluye modificación del recuerdo. Así pues, la incidencia se realiza sobre la rememoración narrada del pasado, no sobre lo real del presente o del futuro. Se advierte de este modo el error de aplicación de este proceso en La asesina ilustrada: nada cabe esperar que le suceda a su lector en el futuro real.
Segundo escenario. En realidad, el joven Vila-Matas, al escribir La asesina ilustrada y pretender una muerte de facto de su lector, se estaba equivocando de muerto, pues lo que la ficción relataba era la muerte de un autor cuya condición de lector era sólo accidental. La trama de La asesina ilustrada cuenta la muerte del poeta Vidal Escabia en un viejo hotel de Bremen, muerte sobrevenida mientras lee un manuscrito llamado precisamente La asesina ilustrada, escrito y enviado al poeta por la narradora del libro. Es, en suma, el asesinato de un poeta por una narradora. París no se acaba nunca refiere que, muchos años después de su vida parisina y con ocasión de un viaje a Bremen, Vila-Matas se dejó ganar por aprensiones extrañas: “me llegó la extraña sensación –dice– de que estaba adentrándome, treinta años después de haberla escrito, en la primera página de La asesina ilustrada.” (Vila-Matas 2003, 64). Mas nada pasó entonces, pues el asesinato ilustrado ya había tenido lugar con antelación: Vila-Matas está convencido de que la muerte del poeta Vidal Escabia está ligada a su propia muerte como poeta, el poeta que él mismo fue en su juventud (Vila-Matas 2003, 212-213, 227). Así pues, el gesto asesino provocó un muerto real en el pasado –el poeta Vila-Matas–, pero de esa muerte sólo es testigo el autor, cuya memoria ficcionaliza los recuerdos.
La exploración vilamatiana de una ficcionalización de lo real que, desembocando en verosimilitud, modifique verdaderamente lo real se inscribe dentro de un orden poético, pues la poesía genera mundos reales a través del lenguaje11. Y el mecanismo literario por el que se crea un poeta muerto real es un acto poético: un acto poético suicida. Vila-Matas dice a menudo que su sensibilidad está más cercana a la poesía que a la prosa, que la poesía es para él el género más esencial, y que sus novelas buscan estar conectadas con la poesía (Vila-Matas 2008, 54). Por eso no es insensato sospechar en sus complejas exploraciones de la transtextualidad la búsqueda de una virtud poética que colmate el abismo entre el lenguaje y lo real. Vila-Matas pudiera estar escribiendo narraciones metapoéticas dictadas por el poeta asesinado.
Bibliografía citada
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1 Entre los libros recientes sobre el tema, cabe destacar el de Eric Kandel (2007), cuyo abordaje de la creación de los recuerdos por parte del cerebro se hace al hilo de la autobiografía científica del propio autor, en un modo que reproduce el movimiento de la memoria que está describiendo. Este libro guarda cierto parentesco –desde su título, por cierto– con el proustiano movimiento de búsqueda del tiempo pasado desdoblado en vector proyectivo de construcción de un sujeto. El ámbito autobiográfico del libro de Kandel contextualiza lo descrito a nivel neuronal dentro de un proyecto de construcción de la identidad del sujeto a través de la memoria. Pero la historia científica de los descubrimientos neuronales en torno a la memoria que el propio libro cuenta muestra la naturaleza compleja de ésta en un sentido que parece, precisamente, poner en duda su función de archivo fiable y por ende la exclusividad de tal función en la construcción de la identidad individual.
Es posible evocar una gran pluralidad de cuestiones en torno a la memoria que problematizan su relación con la construcción de la identidad, como por ejemplo el caso de la desaparición de memoria reciente, que no permite tener más que una conciencia intermitente, y que pone en cuestión las nociones de identidad y de mismidad, pues es la continuidad de uno mismo lo que el sujeto deja de percibir (Kandel 2007, 134-140). Gerald M. Edelman, uno de los neurocientíficos actuales más centrados en el tema de la conciencia, resume así: “la conciencia de orden superior implica la aptitud de ser consciente de ser consciente, y permite el reconocimiento por parte del sujeto pensante de sus actos y afectos. Se acompaña de la actitud, en estado de vigilia, de recrear explícitamente episodios pasados y de tener intenciones futuras. En un nivel mínimo, exige la aptitud semántica, es decir, la capacidad de asignar una significación a un símbolo. En su forma más desarrollada, necesita de la aptitud lingüística, es decir, el dominio de todo un sistema de símbolos y de una gramática. A los primates superiores, como mínimo, se les supone que poseen esta conciencia, y, en su forma más desarrollada, distingue a los humanos. Las dos formas exigen una aptitud interna para tratar signos o símbolos.” (Edelman 2004, 24-25). [Todas las traducciones de libros citados en francés son mías] A este respecto, hay que recordar que Gerald M. Edelman y Giulio Tononi, al describir el surgimiento de la conciencia superior del homo sapiens, insisten en vincular dicha conciencia a la aparición del lenguaje simbólico y a la creación de los conceptos de pasado y futuro: “Cuando las aptitudes narrativas aparecieron y afectaron a la memoria lingüística y conceptual, la conciencia de nivel superior incentivó el desarrollo de los conceptos de pasado y futuro, ligados a los de uno mismo y de otro. Es ese estadio, un individuo se encuentra en cierta medida liberado de los lazos del presente rememorado [construcción de una escena en una fracción de segundo]. Si la conciencia primaria une al individuo con el tiempo real, la conciencia de nivel superior le permite separarse de él al menos un tiempo, lo cual es posible mediante la creación de los conceptos de tiempo pasado y de tiempo futuro.” (Edelman, Tononi 2000, 232). Edelman considera también que la conciencia de orden superior está asociada a la aparición de un “yo social”: “La adquisición de esta capacidad supone que haya sistemas de memoria asociados a la representación conceptual de un yo verdadero (o yo social) que actúe sobre un entorno y viceversa. Un modelo conceptual de la individualidad ha de ser construido, así como un modelo del pasado.” (Edelman 2000, 202).
2 A veces parecen quedar ciertas marcas sinápticas que pueden ser despertadas –por ejemplo, mediante la estimulación eléctrica de los lóbulos temporales– haciendo que retazos de recuerdos desconocidos surjan de modo inconexo.
3 Existen, por ejemplo, neuronas especializadas que se activan frente a dos discos unidos formando un 8; u otras que responden a dos barras que se juntan en forma de T. Este es, de hecho, el modo de extraer parámetros visuales pertinentes que nos permiten poner en marcha los mecanismos neuronales de la lectura (Dehaene 2003, 187-199).
4 Este concepto trabajado por Stephen Jay Gould tiene una interesante derivada en el concepto de “exocerebro”, debido al antropólogo Roger Bartra (2006).
5 “No hay mensaje codificado previamente en la señal, no hay estructuras capaces de almacenar un código de manera precisa, (…) no hay un homúnculo en nuestro cerebro para leer un mensaje. (…) Un recuerdo no es una representación, sino que refleja la manera por la que el cerebro ha modificado su dinámica de manera que permita la repetición de un acto.” (Edelman, Tononi 2000, 116)
6 “La memoria es en sí una propiedad sistémica. No puede ser identificada solamente con los circuitos, con los cambios sinápticos, con la bioquímica, con los condicionantes de valor o con la dinámica de comportamiento. Es más bien el resultado dinámico de las interacciones [no lineales] de todos esos factores cuando actúan juntos y sirven para seleccionar una salida que repite una performance o un acto [físico o mental].” (Edelman, Tononi 2000, 121). “No se puede identificar un recuerdo determinado con un conjunto específico de cambios sinápticos. Esto ocurre así porque los cambios sinápticos particulares asociados a una salida determinada y eventualmente a toda una performance están sujetos a otros cambios mientras se realiza esta performance. Así pues, lo que se convoca mientras un acto se repite, es una o varias estructuras de respuesta neuronal estructuras adecuadas a esta performance, y no una secuencia particular o un detalle específico. Vemos que el cambio sináptico es esencial para la memoria, pero que no se confunde con ella. No hay código, sólo un conjunto cambiante de circuitos que corresponden a una salida determinada. Los miembros más o menos eficientes de ese conjunto de circuitos pueden tomar formas muy variadas. Es esta propiedad de degeneración de los circuitos neuronales la que permite los cambios de los recuerdos particulares cuando sobrevienen nuevas experiencias o cuando el contexto cambia.” (Edelman, Tononi 2000, 120). “Así, al contrario que las memorias electrónicas, la memoria cerebral es imprecisa, pero posee, en compensación, grandes capacidades de generalización.” (Edelman 2000, 158)
7 “Una memoria de este tipo tiene propiedades que permiten a la percepción alterar el recuerdo y al recuerdo alterar la percepción. No tiene límite de capacidad puesto que engendra “informaciones” por construcción. Es robusta, dinámica, asociativa y adaptativa.” (Edelman, Tononi 2000, 122-123)
8 Se podría también evocar aquí la noción de habitus establecida por Bourdieu como conformadora de las estructuras de nuestra subjetividad: la memoria podría también recategorizar sus recuerdos bajo la impronta del habitus.
9 Este concepto ha sido definido por Richard Saint-Gelais (2000)
10El narrador pretende también ser físicamente muy parecido a Hemingway, tanto en su juventud como en el momento de la escritura de París no se acaba nunca. Y los efectos del LSD le revelan en cierto episodio la semejanza que la realidad tiene con la novela Las nieves del Kilimanjaro, de Hemingway. Así mismo, ocurre que Duras protege y aconseja a Vila-Matas tal y como Gertrude Stein lo hiciera con Hemingway; o que el narrador entrevista a un tipo con parecido a Hemingway que le contesta como si fuera el propio escritor. También se manifiestan otros trasvases entre ficción y realidad, como por ejemplo que los escarceos amorosos del joven son sorprendentemente parecidos a los que figuran en la trama de la película de Benôit Jacquot “El asesino músico”. Particularmente reseñable es el episodio referido al odradek, criatura animada u objeto de madera kafkiano situado siempre en el café parisino de La Closerie des Lilas, y que es “la memoria de [la relación que tuvieron] Scott Fitzgerald y Hemingway.” Esa memoria, sostiene Vila-Matas, le habla a él como si fuera Hemingway cada vez que aparece por ese café, escenificando así una singular y delirante ficcionalización de sí mismo.
11En poesía, la consciencia y el conocimiento del mundo se ven concernidos por un modo particular de funcionamiento del lenguaje: aquél por el que éste se retrotrae a los modos en los que, en sus orígenes, la fonación se ajustó a las capacidades de producción de conceptos y a la organización sensomotora dando así lugar a una semántica, una sintaxis y una comprensión del mundo (Edelman 2000, 194-201). El mundo real es, en este sentido, una consecuencia de nuestra capacidad lingüística, y la modificación de lo real una consecuencia de la capacidad poética.
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: Amelia Gamoneda: "Recuerdos y otras ficciones. De la neurobiologia a la escritura autobiografica (Carrere y Vila-Matas)", Cruz Suárez, Juan Carlos y González Martín Diana (Eds.): La Memoria Novelada II. Ficcionalización, Documentalismo y Lugares de Memoria en La Narrativa Memorialista Español, Peter Lang, Serie: Perspectivas Hispánicas. Vol. 33, Bern, Berlin, Bruxelles, Frankfurt am Main, New York, Oxford, Wien, 2013, pp. 283-300. ISBN 978-3-0343-1396-4 |