ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Nieve en Barcelona 2010
Nieve en Barcelona, marzo 2010.




CONTINUIDAD DE LOS MUSEOS

FERNANDO IWASAKI C.
Sevilla, 16 de marzo de 2010

Cada vez que abrimos un nuevo libro de Enrique Vila-Matas, resulta imprescindible consultar nuestra biblioteca o volver sobre sus obras anteriores, para confirmar una cita, reconstruir una escena, reconocer un personaje y regocijarnos gracias a esos hallazgos tan suyos como nuestros. Por eso las motivaciones de los lectores de novela negra, ficción histórica o literatura erótica son tan obvias como las de los lectores de Vila-Matas, quienes buscamos en sus libros el aroma de otras lecturas, las dedicatorias a Paula de Parma o letraheridos reales y apócrifos igualmente inverosímiles.

Leyendo a Vila-Matas, nuestra memoria se apodera complacida de los nombres, los títulos y los paisajes que pueblan sus obras. Gozamos del placer casi perverso de irnos desgajando línea a línea de sus páginas, hasta despertar en una buhardilla de París o padecer una incurable afección literaria o descubrir que formamos parte de una sociedad bohemia y secreta. Así me ha ocurrido también al leer Dublinesca, una divertidísima novela protagonizada por editores y escritores, que transcurre en una ciudad literaria como Dublín, en un día singular como el «Bloomsday» y que de manera constante nos remite al Ulysses de Joyce, con la finalidad de celebrar el funeral de la era del libro impreso, víctima de una conjuración digital, comercial y –por qué no- editorial.

Dublinesca cumple los requisitos que ciertos críticos exigen para pegar etiquetas como «autoficción», «metaliteraria», «híbrida» o «fragmentaria», aunque a mí las etiquetas se me antojan más propias de supermercados y grandes almacenes. ¿A cuántos autores hay que mencionar para ser «metaliterario»? ¿Cuál es el mínimo número de géneros que es preciso entreverar para ser considerado «híbrido»? ¿Acaso no han existido siempre obras «fragmentarias» y «autoficcionales»? La singularidad de Vila-Matas no puede consistir en recursos tan antiguos como trillados, y así tengo para mí que el quid de la cuestión es desde dónde narra Vila-Matas.

Pienso que Enrique Vila-Matas narra desde donde Julio Cortázar narraba «Continuidad de los parques»; es decir, desde la ficción misma, que no es lo mismo que hacer «autoficción» o eso que llaman «metaliteratura». Así, al conjuro de otra frase de Cortázar –“Un puente es un hombre cruzando el puente”- el editor Samuel Riba, protagonista de Dublinesca, “Soñó entonces que era un niño de Barcelona que jugaba al fútbol en un patio de Nueva York. Plenitud absoluta. Nunca se había sentido más pletórico en su vida. Descubrió que el genio del sueño, contrariamente a lo que creía, no era la ciudad, no era Nueva York, sino el niño que jugaba”. Por lo tanto, si el puente es el hombre que lo cruza y el sueño es el niño que lo sueña, un libro vendría a ser el hombre que lo escribe o el hombre que lo lee. Lo fascinante es advertir cómo Vila-Matas consigue ser ambos hombres al mismo tiempo. A saber, fraguando cofradías de autores, describiendo patologías inexplicables, arrostrando viajes iniciáticos y coleccionando apócrifos exagerados que consentirían un genuino museo de rarezas y fetiches literarios, como esos hikikomoris que “cada día emprenden un viaje hacia lo desconocido y sin embargo están todo el tiempo sentados en un cuarto”. Como el último Shandy, que descubrió en Sevilla que su libro era otro espacio donde pasear.

Vila-Matas es el curador de ese museo que ya contiene salas dedicadas a impostores, suicidas ejemplares, escritores desvanecidos, autores convalecientes y todas las especies sutiles de la literatura, porque la colección permanente del museo literario de Vila-Matas consiste en una serie de exposiciones itinerantes y en consecuencia portátiles.

Dublinesca es la última muestra de aquel museo, donde la novedad siempre se formula siguiendo criterios antológicos y retrospectivos. Así, en Dublinesca el editor Samuel Riba ejerce de hijo sin hijos, también está enfermo de literatura y al jubilarse confunde su desaparición con el fin de la era de la imprenta, aunque los lectores de Vila-Matas intuimos que Riba sólo es un «Bartleby» fallido que acaba como «Pasavento» de la edición. Y para que la simetría sea perfecta, Dublín tampoco se acaba nunca. Nada ha sido olvidado: ni las coartadas, ni los azares, ni los posibles errores.

Todos nos hemos acercado hasta este museo cuya arquitectura nos traslada a los años de la Exposición Iberoamericana, cuando la sociedad secreta de los portátiles se disolvió precisamente aquí, en Sevilla sin mapa. Primero una escalera azul, después un salón blanco, una galería alfombrada. Cruzando el patio, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el libro en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón tapizado de terciopelo, la cabeza del hombre en el sillón hablando de su novela, «Dublinesca».
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