ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Amalia Rodrigues




Foto de V-M. 2012




Aire de Dylan





Presentación de Aire de Dylan.

Sevilla, 27 de marzo de 2012.

VILAMATIANO DE CARNÉ

ALEJANDRO LUQUE

Nunca he olvidado la primera vez que vi a Enrique Vila-Matas. Fue en Lisboa, en el año 96, o tal vez 97, en la clausura de un encuentro de revistas literarias portuguesas. Nuestros anfitriones nos habían conducido hasta un local de fados. Sentado junto a nuestro común amigo, el editor Herminio Monteiro, recuerdo a un Vila-Matas muy concentrado en seguir la letra que iba desgranando una veterana cantante, mientras hacía girar un vaso con dos hielos flotando sobre un licor ambarino. De rato en rato, hacía una señal al camarero y éste acudía con una botella cuya etiqueta no pude identificar, pero cuya forma, quizá demasiado estilizada para tratarse de un whisky, me llamó absurdamente la atención.

Cuento todo esto porque, desde entonces, no he podido evitar poner a todos los protagonistas de las novelas de Vila-Matas el rostro del propio autor, fijado para siempre en aquella melancólica estampa del Chiado. Y tal vez por eso, tengo a veces la sensación de que las novelas de Vila-Matas no son sino una sola novela, episodios de una vasta saga homogénea, de la misma manera que la vida es una sola, pero estamos condenados a vivir muchas, a ser personas o personajes diferentes que poseen el mismo rostro, o comparecen con la misma máscara.

En esta nueva obra del autor barcelonés, Aire de Dylan, los lectores fieles de Vila-Matas van a reencontrarse con algunas de las obsesiones que han acompañado toda su trayectoria.

La novela habla de un congreso sobre el fracaso, del encuentro de un escritor que quiere dejar de serlo con un muchacho que parece una mezcla de Rimbaud y Bob Dylan, obsesionado con hacer un Archivo General del Fracaso y convencido de que en una frase atribuida a Scott Fitzgerald –“Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien”–, está una clave de su vida. Al mismo tiempo, el muchacho vive convencido de que su difunto padre, Lancastre, se le está revelando desde el más allá como si fuera el fantasma del rey de Dinamarca, y traspasándole sus recuerdos.

Sin ánimo de desvelar más de esta compleja y absorbente trama, aquí están asuntos recurrentes como la identidad y la impostura, se habla de lo que Julio Ramón Ribeyro llamaba la tentación del fracaso, y también de la tradición de ‘no hacer’ que va de Bartleby al indolente Oblomov; aparecen los cameos de amigos y los guiños a los maestros. Es, en fin, puro Vila-Matas, y al mismo tiempo nos parece que ha vuelto a hacerlo, que ha vuelto a reinventarse, diríamos que ha vuelto a revolucionarse a sí mismo, si no estuviera tan desvirtuada últimamente la palabra revolución.

Todo esto es lo que hace que, incluso quienes no nos consideramos vilamatianos de carné, sigamos acudiendo una y otra vez a sus novelas, porque nos sentimos involucrados en ese juego infinito, donde vida y literatura se imbrican y confunden al ritmo de eso que Paul Auster llama la música del azar. Un juego peligroso, del que no siempre es posible escapar.

Aire de Dylan, que comienza en un congreso y acaba con una lucha alrededor de unas memorias, me ha hecho recordar la segunda vez que me encontré con Enrique Vila-Matas, en un congreso de escritores organizado por la Fundación Luis Goytisolo en El Puerto de Santa María, precisamente dedicado a la literatura autobiográfica. Aunque él no lo recuerda, en la entrevista que le hice para El País me dijo algo que tiene mucho que ver con ese protagonista ausente, ese escritor muerto que aparece en la novela, y con el que sin duda se identifica: “¿Cuándo se convirtió escribir en la actividad más importante de mi vida? Cuando me convertí en un muerto en vida, en el derrotado de la vida”.

No puede ser casualidad que recuerde a aquel Vila-Matas en la Lisboa de Fernando Pessoa, el hombre de los rostros múltiples, como no puede serlo tampoco esta revelación que paso a confiarles en primicia, y que tiene que ver con el perfume hamletiano que atraviesa la obra.

Durante una estancia en Copenhague, decidí dar un salto a Helsingor, Elsinor en el drama de Shakespeare. Después de la preceptiva visita a lo que se supone que es el castillo de Hamlet, decidí dar una vuelta por el pueblo. Como ustedes sabrán, las calles de Helsingor se encuentran llenas de licorerías, pues hasta allí acuden masivamente en barco los suecos, desde la vecina localidad de Helsingborg, para comprar alcohol, que está prohibido o medio prohibido en su país. De pronto, me detuve ante un escaparate y reconocí, como una revelación, la botella de forma inconfundiblemente estilizada que había visto sobre la mesa de Vila-Matas en aquel boliche de fados. Leí la etiqueta. Al principio erróneamente: Lancaster, luego me fijé mejor: Lancastre, finest irish whiskey. Lancastre, el nombre del personaje central, y al mismo tiempo ausente, de Aire de Dylan.

Si les parece demasiado, esperen a oír esto. Como el personaje de Vilnius, yo también viajé una vez a Los Ángeles, no tanto en busca de pistas cinematográficas, como tras la estela de mis ídolos de rock. Esa pasión me condujo hasta Amoeba, la que probablemente sea la tienda de discos más grande del mundo: allí llevaba horas fatigando vinilos y cedés cuando de pronto sonó una canción, una canción portuguesa que identifiqué de inmediato. No tuve la menor duda: era el fado que escuchaba atentamente Enrique Vila-Matas en aquella noche lisboeta. Corrí a pedirle a la encargada el disco que estaba sonando, desapareció y un rato después me lo estaba entregando al módico precio de 16 dólares. Era una rareza de Amalia Rodrigues, Tendinha de 1945. En el primer corte, titulado Alguem, podrán ustedes encontrar este verso: “Quando oscurece, sempre temos necessidade de alguem”. Es decir, “Cuando oscurece, siempre tenemos necesidad de alguien”.

Si cuento todo esto, es para darle las gracias a Enrique Vila-Matas por seguir involucrándonos en su mundo de recuerdos inventados, verdades literarias, identidades dudosas y azares perfectos. Y también por hacernos dudar, de paso, de nuestros yoes y nuestras certidumbres. Y como somos muchos los invitados a este juego, me gustaría pedirles un aplauso para darle la bienvenida a esta ciudad donde no sólo se le lee, también se le quiere.

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