Capítulos caprichosos de la historia de la literatura son siempre parte y arte de la historia que se sienta a contar Enrique Vila-Matas. Sus temas y personajes son ostensiblemente literarios. Cada uno de sus libros adquiere el rápido prestigio del que se coloca adentro de la literatura y narra desde su jaula de acrílico a la vista de todos. Una obra ideal para colegas, críticos y profesores, la de Vila-Matas ha condensado con astucia ciertos problemas de la escritura, del ejercicio del oficio. La suya es una literatura de segundo grado –no por su nivel sino por su naturaleza– que como el último ejemplar de una especie va alimentándose de los restos de sí misma.

Es un camino que suele darse en períodos que parecen finales, clausuras, pero existen otras salidas y la literatura abunda en lugares posibles, son su especialidad. Vila-Matas se trasladó unos días a Kassel para abrir otra senda para su trabajo, dispuesto, como suelen estarlo sus protagonistas, a hacer de idiota con el fin de hallar un hilo y aprestarse a desovillarlo. La desorientación y la ineptitud actuadas por el narrador remiten a cierta tradición literaria y Vila-Matas no desatiende el uso autoflagelante que esa tradición le da a la comicidad. Si Sebald reinventó la figura del solitario, y ese aleteo causó una tormenta hasta la otra punta del mundo, se podría decir que Vila-Matas supo poner en ridículo a la figura del escritor, acaso para cotejar si aun así esa figura conseguía mantener un halo de misterio. (Al precio de perderlo él mismo, sobre todo con su creciente reputación.)

Cada vez que uno de sus libros está por extraviarse, o quizá para extraviarlo todavía más, Vila-Matas le cambia el nombre al narrador o hace aparecer a un loco. Como si la única vía despejada que le quedara a la escritura fuera trastocar la identidad, jugar a enrarecerla y elevarla al cubo, o dividirla y restarla de una vida. Cuando hay tanto juego deliberado entre la verdad y la mentira de lo que se cuenta, es inevitable pierda el soplo que alienta las narraciones de un Walser o Bernhard –estrellas polares en su constelación–, pero si cede en ese terreno Vila-Matas se las arregla para no perderle pisada al ritmo. Intuye que si prolonga un poco la frase, la salva; es su modo de poetizar, de musicalizar.

Invitado a una edición de la Documenta de Kassel, el escritor se prestó a una breve condena moderna: pasar varias horas al día en la mesa de un restaurante chino. Es el espíritu de Raymond Roussel el que sobrevuela estos paseos por las extravagancias de la mayor muestra de arte contemporáneo, y no deja de ser irónico que Roussel –que se negaba a que sus viajes le proporcionaran material– no habría necesitado concurrir para imaginar ese parnaso de instalaciones de vanguardia. Como hizo en Locus Solus, lo habría escrito en su casa rodante, rumbo a otra parte.

Es curioso que por momentos Kassel no invita a la lógica evoque la desenvoltura y la fluidez de otro discípulo de Roussel, César Aira, amén de que los temas del libro –la vanguardia, la adopción de procedimientos y la búsqueda compulsiva de lo nuevo– hayan sido constantes en el autor de Duchamp en México. Con su versión de Kassel, Vila-Matas parece haber encontrado una máquina de narrar lo que desee, lo que, literalmente, se le cruce en el camino. El silencio quedará para otra vida.

Vila-Matas debe ser el primero en percibir la ironía de su presente: un hombre obsesionado con la fuga y el ocultamiento, cada día más solicitado para apariciones públicas. Tal vez sospecha de la conveniencia de borrarse para no volverse el marchand de su propia obra. A esta altura esa desaparición voluntaria sería menos una prueba de la autenticidad de sus obsesiones que un gesto teatral, una indicación como las que se encuentran en Shakespeare: sale de escena el fantasma.


[Publicado en Perfil, Buenos Aires, 21.IX.14]