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INTERTEXTUALIDAD Y METALITERATURA
(Alocución en Monterrey)
Texto leído en la Cátedra Anagrama
de la Universidad de Monterrey
México, 1 de agosto de 2008
Puede parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser glosadas, levemente retocadas, situadas en un contexto insólito.
“Me llamo Erik Satie, como todo mundo”.
Juan Villoro dice que esta frase del compositor francés resume mi noción de personalidad: “Ser Satie es ser irrepetible, esto es, encontrar un modo propio de disolverse hacia el triunfal anonimato, donde lo único es propiedad de todos”.
Las palabras de Villoro me transportan por un instante al mundo de un libro de ensayos de Juan García Ponce, La errancia sin fin, donde este crucial autor mexicano enuncia su concepto de la literatura como discurso polivalente en el cual los autores se funden y se pierden en el espacio anónimo de la literatura. Ya en su propia obra, desde el principio, García Ponce empleó la intertextualidad para crear homenajes a sus autores favoritos y de esa forma fundir su literatura con la de ellos.
De hecho, en los orígenes de todo lo que escribo está el método que podríamos llamar de Laurence Sterne que, cuando hablaba de cerrar la puerta de mi estudio quería decir alejarme de aquellos autores a los que en mi biblioteca suelo plagiar. Hay un famoso fragmento de Sterne donde se lee una tremenda embestida contra los autores poco originales y plagiarios y se habla de un propósito de enmienda por parte del propio Sterne, que dice que no va a copiar más. Lo genial de ese fragmento con propósito de enmienda es que a su vez está plagiado de Anatomía de la Melancolía, de Richard Burton, concretamente del prefacio titulado Democritus Junior to the Reader. Señala Javier Marías en sus notas a la traducción española de Tristram Shandy que lo que él ha llamado, quizá un tanto temerariamente plagios de Sterne son más bien adaptaciones (a menudo enriquecidas) de textos que él admiraba o por los que se sentía influido. Y si se compara la recreación de estos textos con los textos mismos, se comprobará que a Sterne no puede acusársele de plagiario, sino que más bien hay que reconocerle un inusitado talento para parafrasear. Por otra parte, conviene también indicar que Sterne, al menos cuando “tomaba prestado” de sus favoritos (Cervantes, Rabelais, Montaigne y Burton) confiaba justificadamente en que el lector culto reconocería las fuentes: es decir, en ningún momento trataba de ocultar la procedencia de semejantes pasajes, sino más bien al contrario: procuraba dar las pistas.
No nos engañemos: escribimos siempre después de otros. En mi caso, a esa operación de ideas y frases de otros que adquieren otro sentido al ser retocadas levemente, hay que añadir una operación paralela y casi idéntica: la invasión en mis textos de citas literarias totalmente inventadas, que se mezclan con las verdaderas. ¿Y por qué, dios mío, hago eso? Creo que en el fondo, detrás de ese método, hay un intento de modificar ligeramente el estilo, tal vez porque hace ya tiempo que pienso que en novela todo es cuestión de estilo.
Aunque muchos aún no se han enterado, la novela dejó, hace ya más de un siglo, de tener la misión que tuvo en la época de Balzac, Galdós o Flaubert. Su papel documental, e incluso el psicológico, han terminado. “¿Y entonces que le queda a la novela?”, preguntaba Louis Ferdinand Céline. “Pues no le queda gran cosa –decía-, le queda el estilo (...) Ese estilo está hecho a partir de una cierta forma de forzar las frases a salir ligeramente de su significado habitual, de sacarlas de sus goznes, para decirlo de alguna manera, y forzar así al lector a que desplace también su sentido. ¡Pero muy ligeramente! Porque en todo esto, si lo haces demasiado pesado, cometes un error, es el error, ¿no es así? Entonces eso requiere grandes dosis de distancia, de sensibilidad; es muy difícil de hacer, porque hay que dar vueltas alrededor. ¿Alrededor de qué? Alrededor de la emoción”.
Algunas de mis citas inventadas han hecho extraña fortuna y larga carrera y confirman que en la literatura unos escribimos siempre después de otros. Y así se da el caso, por ejemplo, de que se atribuye cada día más a Marguerite Duras una frase que no ha sido nunca de ella: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos”. Lo que realmente dijo es algo distinto y tal vez más embrollado: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos –sólo lo sabemos después- antes”.
Hablaba ella de si escribiésemos antes. El equivoco se originó cuando, al ir a citar la frase por primera vez, me cansó la idea de tener que copiarla idéntica y, además, descubrí que me llevaba obstinadamente a una frase nueva, mía. Así que no pude evitarlo y decidí cambiarla. Lo que no esperaba era que aquel cambio llegara a calar tan hondo, pues últimamente la frase falsa se me aparece hasta en la sopa, la citan por todas partes.
Otro caso parecido al de Duras lo he tenido con Franz Kafka. En cierta ocasión, se me ocurrió citar unas palabras de su Diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar (2 de agosto de 1914)”. La trascripción literal de lo que dijo Kafka habría sido ésta: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación”. Pero la frase que tuvo fortuna fue la primera, que en cierta forma yo comencé a sentir como mía. Y más cuando ante mi asombro comencé a leerla por todas partes, e incluso se la oí decir al actor Gabino Diego –a modo de declaración amorosa a Ariadna Gil- en una comedia cinematográfica de David Trueba; la gente en el cine se reía a mandíbula batiente, lo que me molestó un poco porque a esas alturas yo consideraba ya muy mía la frase y no pensaba que fuera para reír tanto. Y, además, qué diablos: ¡la frase era mía!
Sí, es verdad. Escribimos siempre después de otros. Y a mí no me causa problema recordar frecuentemente esa evidencia. Es más, me gusta hacerlo, porque en mí anida un declarado deseo de no ser nunca únicamente yo mismo, sino también ser descaradamente los otros. Ya en uno de mis primeros libros, Recuerdos inventados, me dediqué a robar o a inventar los recuerdos de los otros para poder tener una personalidad propia.
Al igual que Antonio Tabucchi, dudo, por ejemplo, de la existencia de Borges y pienso que el rechazo de éste a una identidad personal (su afán de no ser Nadie) nunca fue tan sólo una actitud existencial llena de ironía, sino más bien el tema central de su obra. En su relato La forma de la espada, Borges, a través de su personaje John Vincent Moon, sostiene la siguiente convicción:
Lo que hace un hombre es como si todos los hombres lo hicieran. Es por ello que no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine a todo el género humano; como no es injusto que la crucifixión de un solo judío sea suficiente para salvarlo. Posiblemente Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, todo hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon".
Yo también soy ahora John Vincent Moon y digo que para Borges el escritor llamado Borges era un personaje que él mismo había creado y que, si nos sumamos a su paradoja, podemos decir que Borges, personaje de alguien llamado como él, no existió jamás, no existió más que en los libros. Eso lo dijo también Tabucchi y yo, por tanto, también soy Tabucchi que un día me dio un papel en el que estaba escrita esta frase de Borges que inmediatamente me apropié: “Yo soy los otros, todo hombre es todos los hombres”.
Así es que, cuando escribo, sin duda soy Tabucchi, Borges y John Vincent Moon y todos los hombres que han sido todos los hombres en este mundo. Aunque, eso sí, para no complicar ya más las cosas, me llamo únicamente Erik Satie. Como todo el mundo, por otra parte. O, si se prefiere, “me llamo Antonio Tabucchi como todo el mundo”.
Bien pensado, creo que mi inclusión de citas (falsas o no) insertadas en medio de mis textos debe mucho a la fascinación que provocaron en mi juventud las películas de Jean Luc Godard con toda esa parafernalia de citas insertadas en medio de sus historias, esas citas que detenían la acción como si fueran aquellos carteles que insertaban los diálogos en las películas de cine mudo... Me formé literariamente viendo el cine de vanguardia de los años 60. Y lo que vi en aquellas películas me pareció tan asombrosamente natural que para mí el cine siempre ha sido aquello que vi en esa época de innovaciones estilísticas sin fin. Yo me formé en la era de Godard. Eso es algo que debería advertirse en la faja de mis libros a todo aquel que comprara uno de ellos.
Así como Godard decía que quería hacer películas de ficción que fueran como documentales y documentales que fueran como películas de ficción, yo he escrito –o pretendido escribir- narraciones autobiograficas que son como ensayos y ensayos que son como narraciones. Y tanto en unas como en otras he insertado mis citas. Decía Susan Sontag en el prólogo del admirable –hoy bastante extraviado- libro Vudú Urbano de Edgardo Cozarinsky, un pionero y gran experto en incluir citas en sus relatos: “Su derroche de citas en forma de epígrafes me hace pensar en aquellos films de Godard que estaban sembrados de citas. En el sentido en que Godard, director cinéfilo, hacía sus films a partir de y sobre su enamoramiento con el cine, Cozarinsky ha hecho un libro a partir de y sobre su enamoramiento con ciertos libros”.
Me formé en la era de Godard. Lo que le había visto hacer a éste y a otros cineastas de los 60 lo asimilé con tanta naturalidad que después, cuando alguien me reprochaba, por ejemplo, la incorporación de citas a mis novelas, me quedaba asustado de la ignorancia del que reprochaba aquello en el fondo tan normal para mí. A fin de cuentas, poner una cita –como bien sabía Sterne y yo sabía ya entonces- es como lanzar una bengala de aviso y requerir cómplices. Me sorprendía encontrar tarugos que veían con malos ojos lo que yo siempre había visto con mi mejor mirada: esas líneas ajenas que uno incluye con uno u otro, o ningun propósito, en el texto propio.
Pienso con Fernando Savater que las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar. Por eso algunos de los escritores más auténticamente originales del siglo pasado, como Walter Benjamin o Norman O. Brown, se propusieron (y el segundo llevó en Love´s Body su proyecto a cabo) libros que no estuvieran compuestos más que de citas, es decir, que fuesen realmente originales...
Y también creo con Savater que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico: “Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que se le vienen a uno a la pluma cuando nos empeñamos en esa vulgaridad suprema de no deberle nada a nadie. En el fondo, quien no cita no hace más que repetir pero sin saberlo ni elegirlo...”.
Salvando todas las insalvables distancias, ese método que tanto he utilizado yo de ampliación de sentidos a través de las citas tiene puntos en común con aquel procedimiento que inventara mi admirado Raymond Roussel y que explicó en Cómo escribí algunos libros míos:
“Desde muy joven escribía relatos breves sirviéndome de este procedimiento.
Escogía dos palabras casi semejantes (al modo de los metagramas). Por ejemplo, billard (billar) y pillard (saqueador, bandido). A continuación, añadía palabras idénticas, pero tomadas en sentidos diferentes, y obtenía con ello frases casi idénticas...”.
Remito al lector a ese texto de Raymond Roussel, donde su procedimiento se revela como una máquina infinita de producción de literatura y de caleidoscópica creación de sentidos diferentes.
Esa maquinaria de sentidos diferentes supo ya intuirla y sugerirla Roland Barthes cuando en su libro Sade, Fourier, Loyola nos dice que en realidad hoy no existe ningún espacio lingüístico ajeno a la ideología burguesa: nuestro lenguaje proviene de ella, vuelve a ella, en ella queda encerrado. La única reacción posible no es el desafío ni la destrucción sino, solamente, el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada.
En las palabras de Barthes escucho el eco de unas de Montaigne: “Con tantas cosas que tomar prestadas, me siento feliz si puedo robar algo, modificarlo y disfrazarlo para un nuevo fin”.
Siempre he querido levantar en mi obra una poética de la simulación, a modo tal vez de homenaje de los llamados simuladores de Praga (versteller, en yiddish), aquellos hombres que en los cines de esa ciudad fascinaban tanto a Kafka cuando, en los primeros tiempos del cinematógrafo, actuaban de expertos narradores o recitadores y no sólo añadían caprichosamente texto a la película, sino que venían a ser unos actores más del espectáculo que se veía en la pantalla.
Siempre he querido levantar una poética de la simulación y por otra parte siempre me he sentido fascinado por las tramas no convencionales.
De eso creo que habla mi texto Café Perec.
ENRIQUE VILA-MATAS
Texto no publicado en libro |