|
SER CONTEMPORÁNEOS
La trama central de Kassel no invita a la lógica, mi última novela, está relacionada con lo que, desde los días de mi extrema juventud (tras mi paso fugaz por Cadaqués, donde veía a Duchamp jugar infinitamente al ajedrez), siento como sagrado: mi alistamiento en las filas de un inconcreto, etéreo vanguardismo.
Se ha dicho que lo sagrado es aquello que nos devuelve una imagen esencial que hemos perdido de nosotros mismos. En mi caso, la invitación de hace más de dos años a que participara como escritor invitado en la Documenta de Kassel –centro mundial cada cinco años del arte contemporáneo más innovador- me devolvió a los gloriosos días juveniles en los que militar en el vanguardismo se convirtió en el eje sublime de mi vida.
Esa especie de milicia artística –después de todo, “vanguardia” es una palabra de origen marcial- me ha acompañado, con mayor o menor intensidad, a lo largo de la vida: es en el fondo mi centro neurálgico, mi forma de estar en el mundo, mi sello, mi marca de agua. Creo que hay en esa misma militancia un desvelo continuo por buscar lo nuevo, o por pensar que quizás pueda existir lo nuevo, o por encontrar eso nuevo que siempre estuvo ahí.
Acepté participar en Kassel con la esperanza de poder allí investigar en qué estado se encontraban mis relaciones con el vanguardismo. Los resultados se ven en el libro. Por hoy sólo puedo adelantar que, investigando en la Documenta mis relaciones con lo sagrado, acabé desviándome de mi camino y perdiéndome por un sendero imprevisto y dando con una pregunta inesperada: qué es lo contemporáneo y qué (a pesar de las engañosas apariencias) no lo es.
Buscando lo sagrado, pues, terminé cayendo preocupado por saber qué era lo que podía verdaderamente ser considerado contemporáneo.
Llovía cuando caí en tal preocupación y también llovía cuando lo contemporáneo empezó a convertirse para mí en Kassel en “lo intempestivo”, es decir, en un guiño a Nietzsche, que en sus Consideraciones intempestivas intentó ajustar cuentas con su tiempo y tratar de “entender como un mal, como un inconveniente y una lacra algo de lo que nuestra época se siente feliz y orgullosa”.
En Kassel –única gran feria verdaderamente disidente del mercado del arte- comprendí que ser contemporáneo no es estar a la moda, sino sentir un desfase con la época y acabar criticándola con dureza. Porque, por paradójico que pueda parecer, sólo perteneces del todo a tu tiempo si notas ese desfase, esa anomalía, esa falta de completa conexión con el presente. Nietzsche mismo, por ejemplo, fue contemporáneo porque no coincidió con la época que le tocó vivir, ni se adaptó a sus pretensiones. Justamente por ello, a través de esta diferencia y de este anacronismo, fue capaz más que los demás de percibir y entender su época.
Esta imposibilidad de adaptarse no significa que “contemporáneo” sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que se sentiría mejor en la Atenas de Pericles o en el París de Scott Fitzgerald. No. Un hombre inteligente puede detestar su tiempo, pero sabe que no puede escapar de él.
La contemporaneidad es adherirse a nuestro propio tiempo, pero, a la vez, tomar distancia del mismo. Como dice Agamben, “aquellos que coinciden completamente con su época y concuerdan en cualquier punto con ella, no son contemporáneos, pues, justamente por ello, no logran verla, no pueden mantener fija la mirada sobre ella”.
A decir verdad, la tan intempestiva última Documenta de Kassel –tan disidente con su tiempo- ha sido lo más contemporáneo que he visto en los últimos años. Se merecía la novela que le he dedicado y en la que describo cómo no habría dado con lo contemporáneo si no me hubiera preguntado dónde había dejado lo sagrado.
ENRIQUE VILA-MATAS
|