ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Imagen de Balthus que V-M pensó para la portada de 'La aseisna ilustrada'
Imagen de Balthus que V-M pensó para
la portada de La aseisna ilustrada.





El poster de Virginia Woolf en la buhardilla de París
El poster de Virginia Woolf
en la buhardilla de París.





La edición de Orlando, de Woolf, que leyó V-M
La edición de Orlando, de Woolf,
que leyó V-M.
“PALABRAS TUYAS Y PALABRAS DE OTROS, 3”

TÚA BLESA

Como otras de las obras de Enrique Vila-Matas, La asesina ilustrada (1977) es una novela de escritores. Lo son Juan Herrera y Vidal Escabia, de quienes el lector tiene noticia de títulos de sus obras y del primero unos breves pasajes; y lo son sobre todo Elena Villena y Ana Cañizal, de quienes se sabe más, de hecho, se leen sus textos. La primera es autora, se cuenta, de El dulce clima de Lesbos y, de mucho más interés, del relato “La asesina ilustrada”, que será el centro de la novela vita-matesiana, lo es también del “Prólogo”, de la carta que acompaña el envío a Vidal Escabia del mencionado relato y del “Suplemento” que cierra la novela además de una nota a pie de página a la última nota de Ana Cañizal, autora esta de las cinco notas al relato de Elena Villena, y esta además cuida la edición del conjunto de los textos que componen la novela. Así, estas dos autoras no solo merecen ser calificadas de escritoras, sino de filólogas, dados sus trabajos de edición de textos y de anotación, de manera que estos personajes no solo prolongan la condición de escritor del narrador de Mujer en el espejo contemplando el paisaje (1973) —luego En un lugar solitario—, sino que anticipan el tipo de narrador de Historia abreviada de la literatura portátil, un narrador-historiador y otros narradores-escritores más en obras posteriores.

De Ana Cañizal se nos dice además que está preparando el prólogo al libro de memorias de Juan Herrera, tituladas Burla del destino. En sus notas al relato de Elena Villena, Cañizal advierte similitudes entre escritos de Herrera y Villena, quienes están casados y han convivido tiempo atrás, también que unas palabras de Villena están tomadas de un soneto de Góngora, de otras señala con acierto que proceden del final de la sección II del eliotiano East Coker: “The dancers are all gone under the hill” está tras “Bailarines y jinetes bajo la colina”, una “gratuita cita” (63)1, según la anotadora.

Pero, si Ana Cañizal lee la reescritura en algunos pasajes de Herrera, no deja de practicarla ella misma. En efecto, en la primera de sus notas y refiriéndose al prólogo que le han encargado traza una escena de Herrera releyendo “una de las largas e intrincadas frases del último capítulo de sus memorias. Pensó que le fallaban facultades que antes le sobraban. Porque iba envejeciendo, cansado y encorvado a destiempo” (p. 25). Cañizal muestra ahí una de sus buenas lecturas, en Orlando de Virginia Woolf —esta novela tuvo edición española en 1977, el mismo año de la publicación de La asesina ilustrada—, al contar el momento en que la Reina conoce al joven Orlando, también un escritor, se dice de ella que vio en el “a un joven noble; y ojos violetas; y un corazón de oro; y lealtad y viril encanto —todas las cualidades que la vieja adoraba más y más a medida que le faltaban. Porque iba envejeciendo, cansada y encorvada a destiempo” (p. 19)2. Casi inmediatamente en esa nota se lee que Herrera “imaginó que era la víctima de una conspiración palaciega y, desde entonces, tan ingrata perspectiva le hizo ver, a todas horas y en cualquier lugar, la brillante gota de veneno o el falso estilete”, lo que muestra que Cañizal había leído que Woolf decía de la Reina que “El estampido del cañón estaba siempre en sus oídos. Siempre veía la brillante gota de veneno y el largo estilete” (p. 19), visión de los instrumentos de una imaginada conjura palaciega, algunas de cuyas palabras se ve que le parecieron apropiadas para ilustrar cuál era el estado de Herrera.

Más adelante escribe la filóloga, “Era una espléndida mañana de primavera, y el sol penetraba en los patios, grises y rojos, que se sucedían simétricos a la entrada de la casa del escritor. Entre los patios, fragmentos del jardín: espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras, todo cercado por la maciza curva de un muro que llegaba hasta la entrada de aquella gran casa que, rodeada de árboles y estatuas” (p. 28), y esto dice una vez más cómo Cañizal había leído en Orlando: “Ahí estaba en el temprano sol de la primavera […] Patios y edificios, grises, rojos, color ciruela, se sucedían simétricos y ordenados; había patios […] en aquel una estatua […] entre ellos, había espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras; todo estaba cerrado […] por la maciza curva de un muro” (pp. 80-81). La casa, pues, de Juan Herrera donde se instalará Ana Cañizal y donde ocurrirá la muerte por literatura de aquel de quien se hacía “previsible la definitiva incorporación de su nombre al panorama de las letras de su país. No obstante, no vamos a engañar al lector: su desaparición no deja un hueco importante en la historia de la literatura española” (30), según sus propias palabras, la casa, digo, de Herrera reproduce, en al menos en algunas de sus partes, la casa de Orlando, así, la casa propia es la casa de otro. Las de Ana Cañizal, palabras suyas y palabras de otros.

1 Tengo a la vista y cito La edición de 1996 de La asesina ilustrada (Madrid, Lengua de Trapo).
2 Cito la traducción de Jorge Luis Borges (Barcelona, Edhasa, 1993, 2ª reimpr.)
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