Escalera a ninguna parte
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ESCRIBIR
ROBERTO BRODSKY
Un escritor es una intuición, y supongo que existen tantas intuiciones como maneras de seguir esa huella del aire en que termina convirtiéndose cada uno al abordar el trabajo de la escritura, que es el arte de la transformación. Porque escribir es transformarse. Como si la figura pública del escritor no fuera más que un indicio de la progresiva y ciega disolución en el esfuerzo de nadar de noche en busca de la otra orilla donde aletea un espejo.
Inicialmente puede ser el ladrido nabokoviano de un animal en el bosque, el juvenil y entusiasta cross a la mandíbula de Roberto Arlt o la ineluctable modalidad de lo visible que nos acompaña en la edad adulta, pero como fuera es la intuición quien hace al escritor y no al revés. Durante un tiempo, por ejemplo, mi intuición fue sacar el revólver cuando oía hablar de reconciliación, y los textos adquirían entonces el tono airado de un combate público y político con el hábito que lo engendraba.
Pero un escritor es también algo que no existe; es decir, algo que se llena. Escribir es quedarse quieto, clavarse en un solo paso; adquirir la inmovilidad del recipiente que se infla mientras adopta la forma escurridiza de su contenido. Si es veneno, la escritura se hará más espesa. Si se somete a una determinada presión, se transformará en gas. Si se agita demasiado, producirá búrbujas. Si se vierte en un chorro, se cubrirá de espuma. Convertirse en receptáculo de los flujos inconstantes e irregulares que hacen al mundo y a las personas en el estado de distracción que nos domina. Avanzar quieto, viajar lento, considerar la posibilidad de no escribir nada para comenzar a escribir algo, olvidado del imperativo de escribir a riesgo de desvanecerse como escritor.
El extraño arte de seguir a nado una intuición conduce así al todavía más raro arte de callar. Escribir es ocupar entonces el lugar de una situación imposible. Tengo el recuerdo infantil de una calle sin salida donde transcurrió mi infancia como imagen iniciática de este doble ministerio. Nuestra casa estaba ubicada al fondo de un barrio de Ñuñoa, en el reposado Santiago de mediados de los años ’60, en medio de plazas con ciruelos y balancines. De improviso, una mañana de verano, la guerra y la ficción entraron a nuestra cuadra. Primero se anunció como un ruido de feria: sirenas de policía, neumáticos chirriando contra el pavimento, y luego el sonido nítido de un disparo, como si una suela cayera desde el balcón a las baldosas. Me asomé a mirar por la ventana abierta del cuarto donde dormíamos con mis hermanos, en el segundo piso de aquella casa próxima a la felicidad que fue mi infancia. En el quebrado revuelo de la mañana, abajo, en medio de la calle donde acostumbrábamos a correr en bicicleta, la estridencia de los motores invadió la calle. Vi a un auto ingresar a toda velocidad, detenerse violentamente frente al muro y a un hombre que abría la puerta como quien se dispone a caer desde un décimo piso. El hombre huía, eso era evidente. Su auto, un Chevrolet o un Ford de cuatro puertas, había quedado dramáticamente enfrentado al muro que cortaba la calle sin salida. Pude ver que el hombre, ese fugitivo, apenas tenía tiempo de comprender lo que sucedía. Detrás suyo, en medio de los frenazos y los gritos, dos autos que lo perseguían ya bloqueaban su mala suerte. Lo vi tal como pude oír el disparo unos segundos antes: nítido, el pelo revuelto, la expresión espantada de quien ha quedado encerrado en su propia fuga. Como dije, el hombre abrió la puerta, bajó del auto y se cubrió. Quizá sacó una pistola. O un amuleto para pedir por un milagro. Sus perseguidores sí sacaron pistolas, y quedaron protegidos por los autos formando una punta en medio de la calle. Está el hombre solo, entonces, genuflecto y desesperado al fondo de la calle donde vivíamos, y muchos hombres que lo persiguen, amenazándolo, ahora sí con las valisas policiales encendidas.
Ignoro lo que ocurrió después. Una violenta sacudida me sacó del puesto de observación cuando mi madre me apartó de la ventana y acabó con la función. He imaginado muchas veces el final de aquel episodio, con distintos motivos de esperanza para la persecución y la fuga. He atribuido intenciones y escurrido los líquidos hacia una y otra posibilidad dramática. A veces el punto de vista pertenece al jefe de la brigada policial, otras al solitario fugitivo. Las palabras han resuelto algunos huecos lógicos y abierto otros menos verosímiles. De lo que nunca me olvido es de haber visto el rostro del hombre esa mañana, junto a la amplísima gama de perplejidades que cruzaban su expresión al momento de poner pie en mi calle sin salida.
Desde entonces, escribo o imagino hacerlo.
Escribir es perforar el muro de una situación imposible. /
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