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RECORRIDOS VILA-MATAS POR PARÍS
J. A. DE ORY
Ahora, voy a contaros cómo yo también estuve en París y fui dichoso. Era en los buenos años de mi juventud...
(Jaime Gil de Biedma)
Después de vivir en París, uno queda incapacitado para vivir cualquier sitio, incluido París
(John Ashbery)
1. De ida y vuelta al Sena por el Quartier Latin
El día en que Vila-Matas llegó por primera vez a París
Hacía frío y llovía esa mañana y, al tener que refugiarme en un bar del boulevard Saint-Michel, no tardé en darme cuenta de que por un curioso azar iba yo a repetir, a protagonizar la situación del comienzo del primer capítulo de París era una fiesta, cuando el narrador, en un día de lluvia y frío…
Así que nuestros recorridos Vila-Matas comienzan en el boulevard Saint-Michel, haga o no frío y llueva el día en que un lector se anime a seguir estos pasos suyos por París.
Comencemos, por ejemplo, en algún café de la Place Saint-Michel, junto al Sena. Dice Vila-Matas, hablando de Hemingway,
Sus relatos más festejables fueron escritos en el mejor París de todos los tiempos. Yo no sería escritor de no haber leído París era una fiesta a los 18 años, en ese mismo café de la Place de Saint Michel que él dijo que era estupendo para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable o, en los términos del camarero viejo de uno de sus grandes cuentos, "un lugar limpio y bien iluminado". Hablo de ese café donde nos cuenta que se encontró a esa muchacha bella y diáfana que vio entrar una tarde de vientos helados. La que encontré también yo, en mi primer viaje a París, sentado incrédulo en ese mismo café donde intentaba escribir mi primer cuento, mientras miraba a una muchacha que tomaba té y leía un libro. Ella me había dejado muy impresionado pues, aunque hoy parezca ya mentira, era impensable en la Barcelona de mediados de los años sesenta ver a una chica sola en un café y ya no digamos, leyendo un libro. Pero, sobre todo, lo que más helado me dejó fue que la muchacha del cuento de Hemingway siguiera allí , encantadora, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave, de cutis fresco de lluvia.
Bajemos a continuación por el Boulevard Saint-Michel hasta la rue Vaugirard, la más larga de París. Ahí, cuenta Vila-Matas, vivió Baroja unos años antes,
(…) en su infame habitación del horrendo Hotel Bretonne de la calle Vaugirard. Precisamente a cuatro pasos de allí (…) también en la rue Vaugirard, en duro contraste entre la literatura española y la norteamericana, en un maravilloso apartamento del número 58, vivían rodeados de glamour Scott Fitzgerald y Zelda. Baroja, en cambio, lo hacía en un sórdido cuarto con la cama entrada en la pared.
(...)
Muchas veces en París, voy a la rue Vaugirard y hago como que busco ese Hotel Bretonne que una tarde de frío invierno busqué de verdad hasta que comprendí que había desaparecido: ese hotel de cuarto con cama empotrada en la pared y precaria mesa con tapete en la que en 1910 comenzó el exiliado Baroja a escribir El árbol de la ciencia, posiblemente su mejor novela. Sé que ya no está en el hotel, que ya no lo encontraré, pero mi fe ciega en la ciencia me conduce a ir de nuevo a la rue Vaugirard y pasar por delante del humilde albergue barojiano y saludar a ese inmueble donde estuvo el hotel y que hoy es una casa de viviendas particulares.
y cojamos por la rue de Médicis hacia el Jardin du Luxembourg, rehaciendo este camino haga o no un viento vivo y claro,
Nos habíamos encontrado los tres (Copi, Boutade y yo) casualmente en la rue de Médicis, a la altura de la librería Corti, y bajo el viento vivo y claro habíamos comenzado a caminar juntos paseando por la gravilla rociada de los caminos del Jardin du Luxembourg. Aún no habíamos decidido ir a comer ostras cuando, cruzado ya el Luxembourg, al entrar en la rue Bonaparte, casi chocamos con el bohemio Bouvier que, señalando hacia lo alto de un inmueble de aquella calle, estaba contándole a un matrimonio despistado que allí de joven habían transcurrido sus años de bohemia.
Ahí, en el Jardin du Luxembourg,
(…) una mañana de invierno, paseaba con Arrieta por el Jardin du Luxembourg cuando en una alameda secundaria divisamos un pájaro negro y solitario, casi inmóvil, leyendo el periódico. Era Samuel Beckett. Vestido de riguroso negro de la cabeza a los pies, estaba allí en una silla, muy quieto, parecía desesperado, daba miedo. Y hasta parecía mentira que fuera él, que fuera Beckett. Nunca había previsto que pudiera encontrármelo.
y otro día,
Algunos días al atardecer, si había ido a pasear por el relajante jardin du Luxembourg, daba un rodeo antes de volver a mi barrio y pasaba por delante de la que en los años veinte había sido la casa de Gertrude Stein, pasaba por el 27 de la rue de Fleurus. No iba allí, como en el caso de Hemingway, “por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación” que él hallaba en aquella casa, sino porque pensaba que aquello podía traerme suerte, pues a fin de cuentas Miss Stein, en su faceta de protectora, había sido para Hemingway lo que Marguerite Duras -suponía yo- era para mí”. Ahí está la placa conmemorativa.
Así que salgamos del Jardin por la rue de Fleurus para visitar tal vez la casa donde vivió la Sra. Stein y retrocedamos un poco para retomar la Rue Bonaparte y subir de nuevo hacia el Boulevard Saint-Germain. De camino, paremos en la place Saint-Sulpice, donde casi comienza Dietario voluble con Vila-Matas
(…) sentado en el café desde donde Georges Perec espiaba horas y horas lo que allí podía verse, no lo que ya había sido antes catalogado o inventariado de esa plaza sino lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, asuntos y nubes.
Ahí piensa en El Código Da Vinci, que tanto estúpido ha traído a esa plaza, en los dos impresionantes Delacroix que hay en la entrada del templo, en Catherine Deneuve, que vive ahí y a quien siempre espera ver pasar y que una vez más no aparece. Otro día,
Me sorprende, algo más tarde, leer en la revista Lire que Vargas Llosa también vive en esa plaza, tiene un dúplex en un inmueble del siglo XVIII: “En este barrio me siento como en casa. Es un barrio muy literario. Umberto Eco también vive en la plaza. Hace quince años que espero ver a Catherine Deneuve, pero ella no aparece nunca”. En ese momento, aparece Deneuve. Quedo mudo de la sorpresa y me pregunto si por unos momentos Deneuve no ha sido “lo que pasa cuando no pasa nada”.
Más tarde, en un texto que lee en la Universidad de Monterrey en agosto de 2008 (en sí mismo un recorrido Vila-Matas por París que no necesita de este compilador), vuelve a la place Saint-Sulpice,
¿Qué sucede cuando la gente no tiene el mismo sentido del humor? No reaccionan adecuadamente entre sí. Es lo que acaba de ocurrirme con el camarero de este Café Tabac de la plaza de Saint-Sulpice, café Perec para algunos. (...) Estoy en el mismo lugar de observación desde el que Georges Perec, en los años setenta, se dedicaba a catalogar esta plaza y anotar de ella muy especialmente "lo que generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes". Aquí escribió Tentativa de agotar un lugar parisino, un libro que consistía en una meticulosa larga lista de lo que había visto en la plaza a lo largo de varios días diferentes. En su momento lo leí con infinita diversión. Allí había anotado Perec todo lo que pasaba cuando no pasaba nada y había excluido de su lista sólo lo que pudiera resultar demasiado trascendente, y sobre todo lo que ya estaba "suficientemente catalogado, inventariado, fotografiado, contado o enumerado”.
(...)
Pasa un autobús de la línea 63, y lo anoto -como todo- meticulosamente. Pasa luego uno de la línea 96, que va a Montparnasse. Frío seco, cielo gris. Pasa una mujer elegante llevando tallos en alto, un gran ramo de flores. El 96 es el mismo autobús que Perec atrapara en sus apuntes, y el mismo que luego me trasladará a mi hotel aquí en París, el Littré. Un rayo de sol. Viento. Un mehari verde. Lejano vuelo de palomas. Instantes de vacío. Ningún coche. Después cinco. Después uno. “La trama es una vulgaridad burguesa”. Le adjudico la frase a Nabokov. “El estilo avanza dando triunfales zancadas, la trama camina detrás arrastrando los pies”, recuerdo que respondió John Banville en una entrevista.
Después de oír misa en Saint-Sulpice, volvamos a salir de la Place por la rue Bonaparte y bajemos a meternos por la rue de Rennes para llegar hasta la rue Bernard-Palissy, 7 y 9,
No llovía el día de finales de agosto de este año cuando, tras rendirle mi homenaje de todos los años a Marcello Mastroianni (fui a misa de diez y media en Saint-Sulpice, la iglesia donde tuvieron lugar el 19 de diciembre de 1996 los funerales del actor, todos los años le recuerdo con esa visita y de paso escucho la música de órgano del señor Roth), me dirigí a la cercana rue Bernard-Palissy para ver por primera vez cómo era el portal del número 7. Me fotografié exactamente en el lugar en el que posó Robbe-Grillet para aquella foto, junto a la tubería, que sigue ahí. Y sonreí, como si acabara de oír una maldad de Claude Simon. No era medianoche, no llovía. En el momento exacto en que estaba sonriendo para la foto, abrieron la puerta del número 9 (que pertenece también a Minuit, descubrí que ahí se recibe el correo de la editorial) y una mujer joven, con mucha correspondencia escrita, salió a la calle y entró, a gran velocidad, en el número 7. Me aparté como si fuera un turista que hubiera elegido un absurdo lugar para fotografiarse. Unas doce horas después, yo estaba en el hotel ya, a punto de dormir, dedicado a la caza de tropismos, como si Natalie Sarraute tratara de comunicarme algo. Luego, paró de llover. Por la mañana, llamó Robbe-Grillet al hotel. Le pregunté qué le había dicho Claude Simon aquel día. Él no se acordaba, hacía demasiado tiempo de todo aquello. Unas doce horas después, noche ya cerrada, comencé a sospechar que Claude Simon debió decirle que no llovía. La sospecha comenzó a esa hora de la medianoche en la que todo se puede imaginar, lo recuerdo muy bien. Llovía.
Y por la rue de Rennes de nuevo crucemos el Boulevard Saint-Germain como él años más tarde, cuando ya hará muchos que se había ido de París,
Fui a París este agosto y, a la espera de que llegara mi mujer, que iba a reunirse conmigo al día siguiente, salí del hotel al atardecer y fui andando por la rue de Rennes hasta el Café de Flore y me mezclé con la multitud que abarrotaba las calles (…)
para llegar al Café de Flore, uno de sus sitios de cabecera, y detenernos un buen rato.
Tal como ya había sospechado la primera vez que entré en el Flore, en realidad no me había exiliado a Francia ni a París, sino a un barrio de París, el Quartier Latin, y muy especialmente a un café de ese barrio, el Flore. (…) El Flore parecía contener todos los idiomas y todos los cafés literarios del mundo. “Exiliarse en el Quartier Latin” le había oído decir a Sarduy, “es como pertenecer a un clan, integrarse a un blasón, quedar marcado por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio en la que generaciones de escritores y poetas se han ido sucediendo”.
Del Flore habla a menudo en París no se acaba.
En aquellos días los clientes del café Flore se dividían para mí en tres apartados: el de los escritores exiliados, el de los escritores franceses y el de la variopinta y más bien extravagante clientela ajena a lo literario, pero no a lo raro. Es posible que desde entonces no haya vuelto a ver reunido en ningún lugar del mundo tanto elemento excéntrico como el que allí había.
Valga el fácil tropo: el Flora tiene su fauna: titular, casi inamovible, empalagosa y segura”, escribió Sarduy por esas fechas. (78-79)
y a continuación, como el propio Sarduy en ese texto que cita, enumera también algunos de los especímenes que a él le tocó ver en el café: la imitadora de Zsa-Zsa Gabor, la pintora Ruth Stevens, Roland Barthes, David Hockney, Paloma Picasso y su novio argentino, el joven y chiflado huérfano Tomás Moll, que acabó convirtiéndose en toda una institución del Café de Flore.
Una tarde está esperando a Jeanne Boutade, un tal Yves comienza a hablarle y a contarle de cuando el barrio de St-Germain era un barrio provincial y de pronto entra Roland Barthes,
En ese momento, como tantas otras noches a aquella misma hora, entró Roland Barthes en el Flore y dio un rápido vistazo a la fauna del local. A dos pasos de él, y hasta parecía que fuera su acompañante, entró Jeanne Boutade, que se dio cuenta muy pronto de mi embarazosa situación con mi vecino de mesa y, echándome una mano, comenzó a decir que andábamos mal de tiempo para ir a la fiesta que daba Copi en una casa del barrio de la Bastille. Yo me levanté y le envié al pensativo y muy concentrado Yves una señal para que comprendiera que me iba
y otro día se encuentra con Sophie Calle y acepta su propuesta de escribirle una historia que ella luego tratará de vivir.
Casi al frente del Café de Flore está la brasserie Lipp:
Un 29 de octubre del 65, Ben Barka, el líder de la oposición marroquí al rey Hassan II, había quedado a comer con un periodista y un cineasta en la brasserie Lipp del boulevard Saint-Germain, frente al Flore. Cuando se disponía a entrar en el restaurante, dos policías de la brigade mondaine (…) se identificaron y le invitaron amablemente a subir al coche donde le esperaba Antoine Lopez, agente de los servicios del Contrespionaje francés, que dijo tener órdenes de ponerle en contacto con una alta autoridad del estado. Se sabe que partieron hacia una villa en Fontenay-le-Vicomte, donde se perdió para siempre le rastro del político marroquí.
Diez años después, a finales de octubre del 75, fui a almorzar, como solía hacer muchos días, a la cafetería-restaurante del drugstore de Saint-Germain, al lado mismo del Lipp, también frente al Flore. Solía allí comer siempre solo, parapetado detrás de la prensa deportiva española, Marca y Dicen, que leía de cabo a rabo.
y sigue contando cómo dos gorilas llegaron y lo hicieron ir con ellos al baño y lo cachearon y le dijeron que los acompañara a su buhardilla en la rue Saint-Benoit... Creo que de haber conocido este antecedente de ben Barka me habría muerto de miedo.
Salgamos del Flore para abordar esta segunda parte del paseo precisamente en 5, rue Saint-Benoît,
(…) fui andando por la rue de Rennes hasta el Café de Flore y me mezclé con la multitud que abarrotaba las calles y fui hacia el 5 de la rue Saint-Benoît. Actué como si continuara siendo aquélla mi casa y un día más al atardecer regresara a ella.
donde estaba esa buhardilla desde la que se veía la iglesia de Saint-Germain-des-Prés y que pertenecía a Marguerite Duras en que vivió Vila-Matas esos años en París que cuenta en París no se acaba nunca,
(…) esa novela que iba a escribir en la buhardilla de la sexta planta del número 5 de la rue Saint- Benoît y que desde el primer momento, desde que encontré el argumento en un libro de Unamuno, se tituló La asesina ilustrada.
(…) estoy en mi buhardilla, mirando por la minúscula ventana hacia el campanario de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés.
y sigamos caminando a lo flâneur por la rue Jacob, primero hacia la rue des Saints-Pères, en cuyo 29 estaba Michaud donde ahora está Le Comptoir des Saints-Pères,
Fui a París este agosto y, al pasar con mi mujer por la esquina de la rue Jacob con Saints-Pères, vino a mi memoria el célebre episodio en el que Hemingway, en los lavabos del restaurante Michaud, aprueba el tamaño de la polla de Scott Fitzgerald. Me acordaba con tanta precisión de esa escena de París era una fiesta que la repasé mentalmente a una gran velocidad y hasta sentí la tentación de mirarme la polla y, en fin, la repasé de forma tan veloz que en pocos segundos me quedé sin ella, sin la escena, la polla continuó en su sitio.
y luego en la otra dirección, hacia la rue Bonaparte, con su Café Bonaparte en el 42 donde Vila-Matas iba a tomar té con leche,
Jane Birkin, arrastrada por su perrito, pasando a toda velocidad, de incógnito, frente al Café Bonaparte. Es un recuerdo reciente. Hace quince días, estaba sentado con Bryce Echenique en París, en la terraza del Café Bonaparte, cuando vimos pasar a una espigada, guapísima, misteriosa Jane Birkin que caminaba o volaba, arrastrada por la velocidad de su encadenado perrito. Fue una feliz fugaz visión de Birkin, toda una artista verdadera. Y recordé que ella siempre fue la artífice de la reconciliación entre su marido y Ringer, a la que dedicó palabras amables: “Me parece una maravillosa intérprete. Los verdaderos fans de Gainsbourg la aprecian tanto como yo.”
a través de la place de Furstenberg,
Me acordé del amigo que, en los días del pasado, vivía en la Rue Jacob, cerca de mi casa, me acordé de ese amigo que cuando caía en el pozo negro de la demencia se paseaba por el barrio sintiéndose Napoleón. Me lo encontraba a veces sentado a lo Bonaparte en el confortable jardín del Museo Delacroix de la Place de Furstenberg. A veces me sentaba a su lado y conversaba con él. "Ya ves", recuerdo que me dijo un día, "ayer era patafísico y hoy en cambio sólo soy Napoleón". (La desesperación en negro, El País, 18/01/2003)
(…)
Me gusta París, la place de Furstemberg, el 27 de la rue Fleurus, el Museo Moreau, la tumba de Tristan Tzara (…)
hasta llegar a la rue de Seine y subir por ahí al Quai de Conti, de nuevo junto al Sena.
O bien caminando deliberadamente por la rue de Seine para asomarme al arco que da al Quai de Conti y allí descubrir la silueta delgada de mi amiga La Maga detenida en el pretil de hierro del Pont des Arts.
2. Por el Quartier Saint-Michel
Otro recorrido por el Quartier Latin puede empezar en la encantadora place de la Contrescarpe y continuar por las rues Mouffetard, Cardinal Lemoine…,
Recuerdo muy bien un día muy frío de noviembre, ¿o fue en diciembre?, del 74, en el que por fin me decidí a hacer una incursión en la place de la Contrescarpe, tan ligada al recuerdo de los días de Hemingway en París. Sentado en la terraza del bar que en los años veinte se llamaba Café des Amateurs (…), vi pasar por allí, en menos de una hora, a unos cinco o seis rastreadores de la vida de Hemingway, excursionistas que subían por la empinada rue Mouffetard y una vez en la plaza buscaban el antiguo Café des Amateurs, tomaban fotos y luego, como si fueran curtidos alpinistas, seguían ascendiendo hasta plantarse frente al 74 de la rue du Cardinal Lemoine, donde vivió Hemingway a principios de los años veinte. Allí seguramente miraban y fotografiaban la placa conmemorativa del paso del escritor por aquellos parajes, rezaban una oración por su héroe y descubrían que el famoso bal-musette, el baile popular que estaba debajo de la casa y cuyos acordeones no dejaban escribir a Hemingway, se había convertido en una humilde discoteca.
En la rue Mouffetard estaba el también desaparecido café Robin,
Pero, ¿qué era exactamente el estilo? ¿Era en esencia la manera que tenía uno de fumar en pipa, por ejemplo? Cuando le pedí su opinión a Raúl Escari, me miró con cara de fastidio y citó a Wilde: "El crimen debe ser solitario y sin cómplices", dijo. Di vueltas a la frase. Tal vez me había querido indicar que a los que buscan su estilo habría que decirles que buscarlo es una manera poco sutil de lograrlo, ya que para conseguirlo les bastaría con ser ellos mismos. Me hice el tonto, por si conseguía mayor información de Raúl. "¿Es un crimen el estilo?", pregunté. "Los escritores del futuro serán secos, poco elocuentes, el Gran Estilo les parecerá una mona de pascua", dijo de pronto Raúl. Y luego, poco después, coincidiendo con las primeras gotas de lluvia, añadió un tanto enigmáticamente: "Estar constipado es el futuro del estilo". Al llegar a la rue Mouffetard, entramos en el café Robin, y fue entonces cuando Raúl, viendo que yo estaba tan desconcertado como ansioso por saber más cosas sobre el tema, añadió, casi anidiándose de mí: "Mira, llueve o bien nieva y tú quieres informarme de esto. ¿Cómo lo haces? Pues dices: llueve, nieva. Eso es el estilo. ¿Está claro?"
Busquemos la rue Amyot
pero la rue Amyot es fácil si uno baja en la estación Monge del Metro y después, como puede, pregunta por la rue Amyot
donde Vila-Matas encuentra una de esas coincidencias literarias que tanto le gustan:
Jeanne Hébuterne se mató.
En esta última visita a París he andado persiguiendo su sombra, leyendo las ideas de los demás sobre ella, interesado en la juventud de esta infeliz artista, amante de Modigliani, del que había tenido un hijo -una niña- y estaba esperando otro cuando el pintor -alcohol y enfermedades varias- murió.
Jeanne tenía muchos problemas con la burguesía, con su familia. Al día siguiente de la muerte de Modigliani, embarazada de nueve meses, abrió la ventana de la quinta planta de la casa de sus padres, en el número 8 de la rue Amyot de París, y se dejó caer de espaldas. Leí la historia de su suicidio hace treinta años, cuando era joven y vivía en París, la leí y recuerdo que imaginé la calle y la caída, imaginé la escena completa, y luego la olvidé. Pero Jeanne ha vuelto a mí este agosto en París, al leer yo casualmente un artículo sobre sus amores con Modigliani y su muerte desesperada. Y ese suicidio a los diecinueve años ha vuelto a impresionarme, sólo que ahora no pienso olvidarlo. Volví a leer su historia encontrándome en París y me di cuenta de que podía buscar el número 8 de la rue Amyot y, si ese inmueble y esa calle todavía existían, examinar el lugar donde Jeanne se despidió de la vida.
No sólo existían la calle y la casa sino que estaban cerca de mi hotel. Por callejuelas estrechas, ayudado por un mapa de la ciudad, acabé plantándome en esa calle muy breve con sólidos edificios antiguos y que no debe de haber cambiado mucho en los últimos ochenta y dos años. Miré desde la calle hacia la ventana de Jeanne en la quinta planta, la miré desde el lugar, posiblemente exacto, donde cayera su cuerpo suicida, y me pareció que toda mi juventud y todo mi verano cabían en ese momento de vida y muerte, cabían en esa rue Amyot de París, ciudad cargada de placas recordatorias, pero que no ha colocado placa alguna en el sitio donde se quitó la vida Jeanne. Nada en la rue Amyot recuerda hoy la tragedia que hace ochenta y dos años tuvo lugar allí. Ni siquiera ramos de flores de algún cultivador secreto de la leyenda de ella, ni un triste graffiti en la pared. Nada. Y es que parece obvio que no se la considera una artista demasiado importante, aun cuando su muerte fue posiblemente más artística que la obra entera de Modigliani. Y, además, se suicidó y los suicidas, ya se sabe, no tienen placas, no se celebran ni conmemoran.
Justo enfrente del inmueble del número 8 de la rue Amyot donde ella, en trágico y gimnástico dibujo en el aire, se lanzó al vacío, han instalado un limpio y alegre gimnasio para la burguesía del barrio, seguramente partidaria del deporte y la familia y no muy aficionada al arte, la bohemia o la muerte por pirueta propia. Tal vez los gimnastas se han instalado ahí a propósito. Como esos enemigos del tabaco que se plantan con mirada de reprobación moral frente al primer pobre suicida que ven fumando.
Y en una nota a este capítulo 7 de París no se acaba nunca añade:
Una vez escrito este fragmento para la conferencia, me enteré casualmente -con gran sorpresa- de que La cena, un maravilloso cuento de Augusto Monterroso que yo habla leído muchas veces, transcurre en el 8 bis de la rue Amyot de París: una dirección en la que, a pesar de haber leído muchas veces el cuento, no había yo reparado demasiado, más atento probablemente a lo que el relato contaba. Allí, por lo visto, en el segundo piso izquierda, tuvo durante un tiempo un apartamento el escritor Alfredo Bryce Echenique, que un día dio una cena -la que da título al cuento- a la que invitó a Monterroso, pero también a Kafka, al que esperaron en la rue Amyot sin éxito.
Aunque yo, muchos años después, encontré esa calle con cierta dificultad "por callejuelas estrechas, ayudado por un mapa de la ciudad", a Monterroso en cambio le resultó más bien sencillo: "Como en cualquier gran ciudad, en París hay calles difíciles de encontrar; pero la rue Amyot es fácil si uno baja en la estación Monge del Metro y después, como puede, pregunta por la rue Amyot".
3. Alrededor de la rue Vaneau
La rue Vaneau da para un itinerario por sí sola. El itinerario de un libro, Doctor Pasavento, donde ella es protagonista,
“Hay episodios de nuestra vida dictados por una discreta ley que se nos escapa”.
Así podía iniciar yo mi intervención esa tarde en Sevilla y pasar a contarle al público de la Cartuja la historia de mi reciente exploración de la rue Vaneau de París. Me pareció que no contaba con una historia personal más adecuada para ilustrar hasta qué punto la ficción y la realidad se fundían en mi vida.
Ensayé mentalmente la forma en que podía contar mi historia de la rue Vaneau. Podía empezar diciendo “Hay episodios...” y luego continuar por la farmacia Dupeyroux, en el número 25 de la rue Vaneau, y explicar cómo entré en ella a comprar aspirinas francesas, porque me habían dicho que eran mejores que las españolas. Yo me estaba hospedando por tres días en el Hotel de Suède, al lado de la farmacia. Había viajado a París (…)
Era cierto. Desde el mismo día en que supe, a través de mi editorial en Francia, que me hospedaría en el hotel de Suède de la rue Vaneau, me había dedicado en mi ordenador a reunir un poco de información en torno a la calle en la que iba a pasar tres días. Había seleccionado y anotado cinco datos: En el número 1 bis (hay una placa que lo recuerda) vivió durante veinticinco años, hasta su muerte, el escritor André Gide; en el 20 se encuentra la embajada de Siria; en el 24, la bella mansión de Chanaleilles, construida en 1770, habitada por Antoine de Saint- Exupéry en 1931 y adquirida por el multimillonario griego Niarchos en 1951; en el 25, la histórica (histórica porque lo decía internet) farmacia Dupeyroux; en el 31, el Hotel de Suède.
Había anotado estos cinco datos sólo por tener una noción más amplia de lo que podía encontrarme en aquella breve calle en la que iba a pasar tres días. Pero la verdad era que, cuando en París entré en aquel lugar a comprar aspirinas, ni me acordaba ya de que había estado observando, hasta el último detalle, la fotografía de la fachada de la farmacia. Es más, de no haber hecho la dependienta aquella inesperada pregunta, ni me habría acordado de mis actividades de espionaje desde mi ordenador. Pero, sea como fuere, el hecho es que la pregunta de la farmacéutica puso en marcha el relato que publicaría yo un mes después en un suplemento cultural español: una trascripción fiel, pero sin duda demasiado precipitada, de lo que percibí en la rue Vaneau a lo largo de los tres días que pasé en ella.
Mi relato no empezaba en la farmacia, sino que arrancaba antes de mi entrada en ella, empezaba con la narración de mi llegada al hotel de Suède y contaba cómo, al entrar en el cuarto que me había reservado la editorial, lo primero que había visto era que la ventana daba a la rue Vaneau y a los jardines de Matignon, la residencia del primer ministro de Francia. Después, el relato narraba cómo había yo salido de mi habitación y paseado largo rato por París y cómo, al regresar a la rue Vaneau, había hecho una incursión en la farmacia Dupeyroux, donde había ocurrido lo que podríamos llamar el incidente de las aspirinas.
(...)
Por la noche de aquel mismo día, en la puerta del hotel, Christian Bourgois, después de uno de sus legendarios silencios, me habló de pronto de la mansión de Chanaleilles, supongo que para que reparara en la casa más distinguida de aquella calle. Se quedó algo sorprendido cuando le dije que ya había oído hablar de la mansión y que sabía, por ejemplo, que Saint-Exupéry había vivido en ella y que también sabía que la había comprado Niarchos en 1951. Debió preguntarse cómo era posible que conociera tantos detalles, pero no dijo nada. Al poco rato, para romper de nuevo el silencio, Bourgois desvió su mirada hacia otra de las grandes mansiones de la rue Vaneau, una que estaba a cuatro pasos del hotel. Nadie en París, me dijo, sabía quiénes eran los propietarios de aquella misteriosa casa. Aunque sin duda estaba habitada, no se había visto nunca a nadie entrar o salir de ella. A veces, de noche, se veían unas discretas luces, única y exclusivamente en la planta baja y en tan sólo tres de las doce ventanas de esa planta.
Al día siguiente, al ir a fotografiar la placa recordatoria de la casa de André Gide, había mucha policía por allí (la hay siempre, es la policía que custodia los alrededores de Matignon) y preferí no complicarme la vida, no fuera que se les ocurriera comenzar a preguntarme qué interés tenía yo en fotografiar aquel inmueble. Desayuné en el bar de la esquina y luego regresé al hotel. Sentía una cierta frustración, para qué negarlo. Una de las cosas que antes de viajar había decidido hacer cuando estuviera en la rue Vaneau era retratar aquella placa, con destino a mi colección de fotografías de placas recordatorias de todo el mundo.
(...)
Unas horas después, vi en la sala de espera de la radio independiente Aligre algo que leí como una señal que, en forma de mensaje del mundo exterior, tal vez estaba tratando de indicarme que insistiera e insistiera en volcar aún más mi atención sobre la rue Vaneau. Y es que al término de la entrevista que me hicieron en esa emisora de radio independiente (en el 42 de la rue Montreuil, a veinte minutos de taxi del hotel de Suède), me demoré en el vestíbulo de la emisora mirando en unos páneles unos recortes de prensa y descubrí de pronto, entre ellos, una carta de Julien Green con elogios para aquella radio. Era una carta escrita por Green desde su domicilio, desde el 9 de la rue... Vaneau.
No sabía que Green (al que tanto había leído en mis días escolares) había vivido también en la rue Vaneau. Poco después me informé y supe que el Diario de Green abarca un periodo de 70 años (1926-1996) contra los 62 años del Diario de André Gide (1889-1951), que es el segundo clasificado en el ránking de los records de diarios escritos por franceses. Ya sólo por eso la rue Vaneau debería ser considerada una calle excepcional, pues había tenido como vecinos durante muchos años a los dos máximos recordmen de la escritura de diarios de toda la historia de la literatura francesa.
(…)
Fui para asistir a la inauguración de una exposición de fotografías de Daniel Mordzinski, al que dos semanas antes había conocido en Barcelona. Como viajaba con una agencia, fui a parar a un hotel distinto del Suède, a uno de la rue Littré. En la fiesta de presentación de las fotografías, Fernando Carvallo, un amigo de Mordzinski, me habló de pronto de la callada amenaza de la rue Vaneau. Comprendí que había leído mi relato en el suplemento cultural español y le comenté que no había inventado nada, que había yo percibido de verdad esa amenaza. “Si te compras un libro que se llama Paris Ouvrier”, me dijo enigmático, “verás que la amenaza lleva en la rue Vaneau más tiempo del que imaginas”.
Intrigadísimo, compré al día siguiente Paris Ouvrier de Alain Rustenholz y no tardé en encontrar allí más información sobre la rue Vaneau. En el número 38, en octubre de 1843, se había instalado allí Karl Marx con su familia. Y allí, el 1 de mayo (curioso día para nacer) del año siguiente, había venido al mundo Jenny Marx, su primera hija. Y en esa casa, un 26 de agosto de ese mismo año, había nacido la gran amistad entre Marx y Engels. Incluso hay una pintura de 1953 de Hans Mocznay (que hoy en día se encuentra en el Deutsches Historisches Museum de Berlín), donde se ve a los dos intelectuales en el apartamento del 38 de la rue Vaneau, a finales de agosto de 1844, entre libros y papeles, conspirando —nacía el Comunismo— junto a una mesa con tapete blanco.
Comprendí que no me quedaba otro remedio que dar un nuevo vistazo a la rue Vaneau, la calle donde había nacido el Comunismo. Era domingo y la farmacia estaba cerrada. Seguía habiendo mucha policía en la calle, pero, como siempre, se encontraba toda concentrada junto a la antigua casa de André Gide. Apenas se veían transeúntes. La enigmática mansión, a la luz del día, carecía de misterio alguno. La de Chanaleilles, por su parte, lucía más esplendorosa que nunca. La mansión misteriosa se intuía habitada, pero eso era todo. Había que esperar a la noche para que aparecieran las inmóviles y apretadas siluetas en la ventana de la luz de pocos vatios. Fotografié el 38 de la rue Vaneau, el edificio de apartamentos de lujo en el que no había reparado en anteriores estancias y cuya fachada vi que había sido restaurada recientemente.
Años más tarde volverá aún con esta calle,
Me he enredado viajando a Berlín. Y lo que ha sido más del todo inesperado: me he detenido en París para hacer una investigación acerca del 42 de la rue Vaneau, donde según mi corresponsal en esta ciudad, D.C. Mateu, hubo una vez una dirección que me pasó desapercibida cuando escribí Doctor Pasavento: el 42 de la rue Vaneau. Esa dirección la escribe Joseph Roth en una misteriosa carta desde el desaparecido Hotel Foyot de la rue Tournon. He ido a ver la casa del 42 de la rue Vaneau. Ya la había visto muchas veces, pero hasta hoy no había para mí nada relevante en ella. Tampoco lo hay ahora, pero me es imposible olvidar que aparece citada en una carta de Roth. Es un lujoso inmueble, situado frente a una brasserie-tabac, esquina rue de Babylone.
Hagamos pues el recorrido, Doctor Pasavento en mano, del Hotel de Suède, la embajada de Siria, la farmacia Dupeyroux, la casa, y la placa, de André Gide, la mansión de Chanaleilles, los jardines de Matignon, la casa de Julien Green, la casa de Marx, incluso el número 42…
4. Montparnasse
Dos son los barrios de Vila-Matas en París: el Quartier Latin y Montparnasse. Comencemos ahora un recorrido Montparnasse en la rue Littré, donde queda el Hotel Littré, otro de sus hoteles en la ciudad,
Fui para asistir a la inauguración de una exposición de fotografías de Daniel Mordzinski, al que dos semanas antes había conocido en Barcelona. Como viajaba con una agencia, fui a parar a un hotel distinto del Suède, a uno de la rue Littré.
(…)
En París, en agosto del año pasado, cada día al regresar al hotel pasábamos por delante del edificio de la rue Littré, en cuya segunda planta hubo a mediados de los años setenta —cuando yo vivía en esa ciudad— una librería clandestina llamada Zékian. El por qué en un París libre existía una librería secreta siempre me pareció un misterio notable. Ni mi mujer ni yo, este agosto pasado, nos decidíamos a entrar en ese inmueble para tratar de averiguar qué había en el piso donde antaño estuvo la librería Zékian. ¿Estaría tal vez todavía ahí la librería y encima seguiría siendo clandestina? Recordaba perfectamente y de manera casi obsesiva la escalera pintada de un fuerte color rojo que conducía a la segunda planta, donde había una puerta blanca y en ella, pintada en negro, encima de la mirilla, una minúscula pero orientadora letra Z.
Aunque sentía constantemente la tentación de recuperar para mí mismo el espacio en el que un día vi en una reunión secreta al legendario Borges hablando de sus recuerdos de juventud, no acababa de decidirme a dar el primer paso, a entrar en el edificio e indagar la verdad sobre aquella librería clandestina. Pero precisamente esa indecisión, que compartía con mi mujer, iba en realidad agigantando mi curiosidad por saber en qué se habría convertido la enigmática Zékian. ¿Era tal vez ahora la vivienda de una apacible familia burguesa que ignoraba el pasado de la casa y a la que dejaría muy turbada saber que un día, en el comedor de su dulce hogar, Borges confesó que le entristecía pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud?
¿Qué habría detrás de la puerta blanca? Pasaban los días y no nos decidíamos a entrar en el inmueble de la rue Littré. Hasta que una tarde, en el café de Flore, nos encontramos de pronto —no sabíamos que andaba por París y fue para nosotros una alegría— con el amigo Sergio Pitol, que se convirtió de inmediato en el jefe de la expedición al inmueble de la rue Littré. Fue él quien prácticamente nos arrastró hacia ese lugar. En cuanto aflojara la lluvia, averiguaríamos, dijo, todo lo que tuviéramos que averiguar y no nos iríamos del edificio de la calle Littré hasta que no supiéramos qué había detrás de la puerta blanca, qué clase de persona o mueble -dijo sonriendo- ocupaba el lugar exacto donde un día Borges dijo que era triste no tener recuerdos verdaderos de nuestra juventud.
Me sorprendió, ya en el edificio de la calle Littré, ver que en la segunda planta había, una frente a la otra, dos viviendas con sus correspondientes puertas, ninguna de ellas pintada de blanco. Seguía allí, tal como la recordaba, la escalera (aunque el color rojo no era tan intenso como lo recordaba), de modo que no nos habíamos equivocado de inmueble, pero sin duda me había traicionado la memoria en lo que se refería a la puerta única en el rellano de la segunda planta. De pronto, toda la investigación en torno al misterio de la Zékian pasó a girar en torno a cuál de las dos era la antaño puerta blanca. Miramos bien y no quedaba ni rastro de dónde, un día, encima de la mirilla, podía verse una minúscula pero orientadora letra Z.
A pesar de mis esfuerzos, me resultó imposible saber cuál de las dos puertas era la que yo, casi treinta años antes, había atravesado en cierta ocasión para escuchar clandestinamente a Borges. Decidimos llamar a la puerta de la izquierda, que era la que más me parecía que podía ser. Nadie contestó. Insistimos, hubo varios timbrazos. Nada. "Está tan claro que ésta fue la puerta de la librería como que no hay nadie ahí dentro. Eran tan secretos sus habitantes que, ya veis, se han hecho invisibles", dijo Pitol, que no ocultaba lo mucho que le divertía aquella investigación. De pronto, me pareció que él se estaba moviendo como si estuviera dentro de un relato. Y me acordé de que sus cuentos serían cuentos perfectamente cerrados si nos revelaran algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno de nosotros. El estilo cuentístico de Pitol consiste en contarlo todo pero no resolver el misterio. De pronto, mi mujer y yo nos miramos y, sin mediar palabra, nos entendimos de inmediato: estábamos dentro de un cuento de Pitol.
Tanto se divertía él con la investigación que acabó aporreando la puerta, se moría de risa. Entonces oímos que alguien, en la puerta de enfrente, hacía girar la mirilla y pasaba a espiarnos. Llamamos poco después al timbre de esa puerta de enfrente. Una mujer de avanzada edad, una vieja dama, la entreabrió con precauciones, dejando puesta la cadena de seguridad. "¿Buscan a alguien?", preguntó pausadamente, con cierta serenidad. Y entonces Pitol tuvo una salida ocurrente y preguntó en su francés impecable: "¿Monsieur Jorge Luis Borges? ¿Vive ahí enfrente?" Tras un breve silencio muy reflexivo, la mujer nos dijo: "Viven ahí, pero nunca están."
A Pitol se le iluminó la mirada. Ahora ya sabíamos dónde había estado y dónde podía seguir estando la librería Zékian. ¿Dónde? Pues estaba bien claro y hasta parecía una metáfora del lugar de la literatura en el mundo actual: "Donde viven los Borges que nunca están." Abandonamos el lugar entre risas, con la impresión de haber hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para resolver el enigma de la librería secreta y, en definitiva, del mundo. Nos fuimos de allí con la impresión de haber estado más cerca que nunca de la invisible verdad. (Letras libres en julio de 2003)
Bajemos después caminado por el Boulevard Montparnasse hasta Select, la famosa brasserie en el 99,
Luego anduve unos segundos errante, sin tener nada en qué pensar hasta que compré Le Monde, tomé un taxi y me fui con mi mujer a la terraza del Select, en el boulevard Montparnasse, y allí, mientras ella iba al lavabo, desplegué el periódico y entré de lleno en las primeras frases de un artículo de Claudio Magris en el que hablaba de una gran conjura para asesinar al verano…
Algo más abajo empieza la rue Delambre, por donde transita el capítulo 20 de París no se acaba nunca,
Cuando fui a París este último agosto, una tarde me di una vuelta con mi mujer por la rue Delambre, en Montparnasse, para ver si por casualidad todavía existía el Dingo Bar, donde en 1925 se conocieron Scout Fitzgerald y Hemingway.
La rue Delambre es más bien breve, repleta de bares y hoteles, está detrás del mítico Café Le Dôme. La recorrimos en cinco escasos minutos y comprobamos que en ella lo queda ni rastro del Dingo Bar, lo que en le fondo es bastante lógico, pues han pasado setenta y cinco años desde que Hemingway estaba allí un día tranquilamente sentado en compañía (…)
(…)
El Dingo bar había estado en el número 10 de la rue Delambre, donde hoy está un restaurante italiano que habíamos visto antes y que nos había parecido, con toda la razón del mundo horrendo.
“L´Auberge de Venise, ¿te acuerdas?” Me acordaba perfectamente. En la acera de enfrente y delante mismo de aquel restaurante habíamos visto a un clochard que se parecía mucho a Hemingway, y ella había dicho: “Se le parece de verdad, no como tú, que no te pareces en nada.”
También trajo del cibercafé otro dato interesante: en el número 15 de la misma calle, donde ahora está el Hotel Lennox, tras dar por finalizada para siempre su vida en Nueva Cork, había alquilado un taller mi admirado Marcel Duchamp, en realidad el único mito artístico de mi juventud que aún no se me había derrumbado del todo.
“La rue Delambre será pequeña, pero desde luego tiene más encanto y pedigrí del que pensábamos, ¿no te parece?”, dijo mi mujer.
Y como para confirmarlo, vuelve de nuevo a la calle en un artículo en El País en 2009 que se llama precisamente Dingo Bar,
Nos hemos refugiado en París después de la celebración exagerada. El gol de Messi fue un momento completo. Los otros que siguieron, resultaron más bien incompletos. Estamos en París en aquel bar donde pasaron tantas cosas (en los años veinte), en el Dingo American Bar del 10 de la Rue Delambre, lugar entonces central para los norteamericanos de Montparnasse, hoy reconvertido en un discreto restaurante italiano llamado Auberge de Venise.
(…)
Al haber ido a cenar tan pronto al antiguo Dingo, hemos podido hacernos con una mesa ideal, que da a una de las ventanas que se asoman a la Rue Delambre y desde la que podemos controlar quién entra y sale del animado y firmemente alcohólico Rosebud, el enloquecido antro al otro lado de la calle: un local frecuentado por Jean-Paul Sartre en los años treinta y hoy en día todo un clásico de la reducida lista de bares auténticamente explosivos del universo.
Cuando esto era lo que era, en una tarde de finales de mayo como la de hoy, pero en un tiempo ciertamente distinto, Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway se vieron aquí por primera vez. No fue un encuentro excesivamente feliz, porque Scott tuvo la impertinencia de iniciar desde la barra un viaje -o caída etílica desde lo alto de un taburete- hasta el centro mismo de la mesa de Hemingway, que quedó partida en dos.
Esto sucedió a tres metros de donde ahora estamos. Hoy tiene todo un aire tan vulgar de trattoria ordinaria que nadie diría que aquí hubo gran variedad de acontecimientos alcohólicos y que este local fue el bar preferido de Sinclair Lewis, John Dos Passos, Ezra Pound... En el 13 de esta misma calle, donde ahora hay un parking, tenía su taller fotográfico Man Ray. En el 15 sigue todavía el hotel en el que Tristan Tzara conspiró para la fundación de Dada. En el 27 vivió Duchamp después de su primer regreso de Nueva York. Y en el 35, en el hoy confortable hotel Delambre, vivió André Breton cuando aún no era surrealista y pasó una larga temporada Paul Gauguin, a finales del siglo XIX, cuando aún no era nada pero sabía perfectamente que tenía que huir de París.
Por el Boulevard Montparnasse de nuevo llegamos a la Closerie de Lilas, en el 171. Si los barrios de Vila-Matas son dos, cada uno tiene uno de sus cafés de cabecera, el Flore y la Closerie de Lilas,
(...) la Closerie de Lilas, un bar en el que Fitzgerald y Hemingway, allá por los años veinte del siglo XX, se encontrarían a menudo, primero como colegas y amigos y después como rivales y enemigos.
(…)
El Café de la Closerie de Lilas, donde adquirí al costumbre de sentarme en la mesa en otro tiempo habitual de Hemingway y escaparme siempre sin pagar.
Ahí, en la Closerie de Lilas, se encuentra un día con Severo Sarduy,
Pero en aquellos días de juventud en París yo creía que la alegría era una tontería y una vulgaridad imperdonable y, con notable impostura, fingía leer a Lautréamont y no paraba de molestar a los amigos insinuando a todas horas que el mundo era triste y que no tardaría en suicidarme, pues sólo pensaba en estar muerto. Hasta que un día me encontré con Severo Sarduy en la Closerie des Lilas y me preguntó qué pensaba hacer el sábado por la noche. "Matarme", le respondí, muy circunspecto, con deje sumamente trágico. "Entonces quedemos el viernes", dijo Sarduy. (La desesperación en negro, El País, 18/01/2003)
y ahí también dice que es él la única persona del mundo que tiene tratos con el odradek Scott.
Scott, como el odradek que es, siempre situado entre al puerta y la barra de La Closerie de Lilas” en esos días de su juventud en que tanto lo frecuentaba. Aunque luego en París no se acaba nunca dice que “Entré este agosto en La Closerie y no le vi.”
El París de Vila-Matas es el París de Hemingway y de Scott Fitzgerald, y también el de Perec, como si él hiciera los recorridos de sus pasos como estamos haciendo ahora nosotros el de los pasos de Vila-Matas.
5. Recorrido de cafés
Decía Hemingway que cuando la primavera llega a París, incluso si es una primavera falsa, la única cuestión está en encontrar el lugar donde uno pueda ser más feliz. Recuerdo muy bien el primer día de la primavera de 1974, no el primer día oficial de la primavera, sino un día esplendido de abril, recuerdo muy bien la fecha, el 9 abril, un día en el que de pronto cesaron por completo las lluvias y todo el mundo dejó atrás la ropa de invierno y se llenaron las terrazas de los cafés.
(…)
Me gusta sentarme en las terrazas de los cafés de París (…)
Hay también un recorrido Vila-Matas de cafés parisinos. Ya empezamos en uno en la Place Saint-Michel y hemos estado en el Robin, en el de la place Saint-Sulpice donde Georges Perec espiaba horas y horas, en el Flore varias veces, en la Closerie des Lilas… Él mismo nos da lista en las páginas 37 y 38 de París no se acaba nunca:
Numerosos lugares están unidos a recuerdos preciosos: (…) cafés donde me han sucedido cosas raras: el Café de la Paix, por ejemplo, junto a la Ópera, donde un día un extraño vecino de mesa intentó convencerme de que a mi físico le sentaría bien una chaqueta idéntica a la que lucía Yves Montand en su última película; el Café de Flore, donde trabé una fugaz conversación con Roland Barthes, que me contó (…); el Café Blaise, donde me hizo efecto un LSD de notable potencia y por muy poco no fui asesinado por una novia muy malvada; el café Aux Deux Magots, donde sin venir a cuento el arquitecto Ricardo Bofill me dijo no sé cuántas veces que era muy fácil destacar en Barcelona pero muy difícil –“como lo estoy logrando yo en estos momentos”, repetía todo el rato- triunfar en París; el Café de la Closerie de Lilas, donde adquirí la costumbre de sentarme en la mesa en otro tiempo habitual de Hemingway y escaparme siempre sin pagar; el café Bonaparte...; el café que está cerca del cruce entre la rue du Bac y el boulevard Saint-Germain, donde Perec recomendaba sentarse para observar la calle con un esmero un poco sistemático y anotar lo que viéramos, lo que nos llama la atención, obligándonos a nosotros mismos a escribir “incluso lo que aparentemente no tiene interés, lo que es más evidente, lo más común, lo más opaco”.
Hay más, el Relais Odéon, desde donde llamaba a su madre una vez al mes
La llamaba siempre desde la cabina –habilitada especialmente para llamadas al extranjero- que había en los sótanos del Relais Odéon, un café del Boulevard Saint-Germain.
y donde va un día a ver
si encontraba a Martine Simonet y la felicitaba, porque era el día de su santo.
o el café Rien de la Terre
Me recuerdo en un día de lluvia, sentado en la terraza del Café Rien de la Terre de la rue Sainte-Anne, a finales de enero del 76, dándole vueltas al libro de Walser (Jacob von Gunten) y preguntándome si no serán realmente un falso mito los famosos años de aprendizaje.
6. Otros lugares
El Palais de Chaillot
Una mañana, vi de verdad a Jean Seberg. Andaba con el pelo muy corto (como una heroína de Hemingway), gafas de sol y un vestido blanco de lunares negros. La vi pasar caminando muy rápido por delante de uno de los frontones neoclásicos del Palais de Chaillot donde hay inscritas, en letras doradas, unas solemnes frases de Paul Valéry escritas especialmente para ese lugar y que de pronto, ante el paso veloz de la bella Seberg, parecían estar encontrando su verdadera significación: Depende de quién pase para que sea yo tumba o tesoro.
La estación de Austerlitz
Como la buhardilla tenía un mínimo y repugnante lavabo comunal en el rellano y carecía de ducha, iba semanalmente con una toalla, en largo trayecto en metro, a asearme a los baños públicos de la estación de Austerlitz, donde precisamente llegaban todos los trenes procedentes de mi ciudad, lo que me infundía u n miedo bastante grande a ser descubierto por amigos o conocidos de Barcelona, recién llegados a París.
El Hotel Esmeralda, en la Île de la Cité
Una tarde, al salir del cine, fui andando hasta el Hotel Esmeralda, junto a Notre Dame, el famoso Esmegaldá, centro indiscutible en aquellos días del alma bohemia de la ciudad, un legendario espacio de libertad sobre el que circulaba el rumor de que ellas habitaciones no tenían llave y, además, estaban comunicadas todas entre sí. Germán, un joven español que trabajaba en la recepción y que era amigo de Arrieta y Javier Grandes, me contó que el hotel lo frecuentaba mucho, y siempre con notable escándalo, el travesti que imitaba a Josette Day.
El Bar Hemingway, rue Cambon
“Dice la leyenda que Hemingway, armado de una metralleta y acompañado por un grupo de la resistencia francesa, el 25 d agosto de 1944, trascendente cuatro largos años de ocupación alemana, se adelantó unas horas a la entrada de los aliados en París y liberó el bar del Ritz, el famoso Petit Bar de la rue Cambon.
(…)
El 25 de agosto de este verano fui al Petit Bar, a ese pequeño bar al que hace veinte años le cambiaron el nombre y ahora la dirección del Ritz llama Bar Hemingway, aunque ha tenido otros muchos clientes famosos: Marlene Dietrich, Scott Fitzgerald, Ingrid Bergman, Graham Greene y Truman Capote, entre otros.
Al entrar allí con mi mujer con la idea de celebrar el 58 aniversario de la liberación del bar, me encontré el pequeño local repleto de una multitud de gente que, en medio de una horrible borrachera, daba la impresión de estar celebrando también aquella fecha. Gente fea, muy ebria. Lo que yo vi allí distaba mucho de ser paradisíaco. ¨Cuando sueño en el Paraíso¨, decía Hemingway, ¨me veo siempre trasportado al Ritz de París”
Place Falguière, a la búsqueda del inmueble donde vivía Julio Ramón Ribeyro:
Lo más probable es que las galeradas que a finales del 74 transporté de Barcelona a París fueron las de Prosas apátridas, artefacto literario que con el tiempo se convertiría en uno de mis libros favoritos. Beatriz de Moura, su editora en España, me dijo que ya que iba a París pasara por la casa del peruano Julio Ramón Ribeyro y le entregara esas galeradas. Creo que no había oído hablar nunca de Ribeyro, pero la misión que me habían encargado me la tomé muy en serio, como si fuera la primera responsabilidad que tenía en mi vida. Busqué al llegar a París la dirección de metro más cercana a la plaza Falguière y emprendí un largo viaje hasta la casa del escritor. Subí por una empinada escalera, llamé al timbre y Ribeyro, que estaba jugando con su hijo en el recibidor de la casa, abrió esa puerta en el acto. Yo era muy tímido. Ribeyro, por lo visto, también. "Le traigo esto", dije. Luego he sabido, por su diario personal —La tentación del fracaso, acaba de publicar Seix Barral en España este extraordinario documento, un gran libro—, que para Ribeyro había un paralelismo entre la actividad de su hijo y la suya, entre el juego y la escritura: "El estado de ánimo que a mi hijo le conduce a los juguetes es similar al que me sienta frente a mi máquina. Insatisfacción, aburrimiento, deseo de ceder la palabra al otro o los otros que hay en nosotros mismos..."
7. Mini-recorrido Vila-Matas, por fin, para quien no tiene mucho tiempo
El capítulo 17 de París no se acaba nunca es otro mini-recorrido Vila-Matas, sin necesidad de un compilador, para quienes apenas tengan unas horas.
Aunque haga años que ya no vivo en esa ciudad, tengo siempre la sensación de continuar estando allí. Recuerden el eslogan de mi ídolo de juventud, el escritor Hemingway: “Quien ha tenido la suerte de vivir en ella cuando joven, luego París le acompaña, vaya a donde vaya, todo el resto de su vida”
Como es lógico, no conozco todas las calles de París, pero todas las he oído nombrar alguna vez o bien he leído su nombre en alguna parte… (…)
Numerosos lugares están unidos a recuerdos precios: se trata de casas donde han vivido antes amigos que hace tiempo que no veo –el viejo Hotel des Pyrénées de la rue de l´Ancienne Comedie, por ejemplo, donde vivían Adolfo Arrieta y Javier Grandes, hoy una moderna casa de pisos, o bien cafés donde me han sucedido cosas raras: el Café de la Paix, por ejemplo, junto a la Ópera, donde un día un extraño vecino de mesa intentó convencerme de que a mi físico le sentaría bien una chaqueta idéntica a la que lucía Yves Montand en su última película; el Café de Flore, donde trabé una fugaz conversación con Roland Barthes, que me contó que… El Café Blaise, donde me hizo efecto un LSD de notable potencia y por muy poco no fui asesinado por una novia muy malvada; el café Aux Deux Magots, donde sin venir a cuento el arquitecto Ricardo Bofill me dijo no sé cuántas veces que era muy fácil destacar en Barcelona pero muy difícil –“como lo estoy logrando yo en estos momentos”, repetía todo el rato- triunfar en París; el Café de la Closerie de Lilas, donde adquirí al costumbre de sentarme en la mesa en otro tiempo habitual de Hemingway y escaparme siempre sin pagar; el café Bonaparte…….; el café que está cerca del cruce entre la rue du Bac y el boulevard Saint-Germain, donde Perec recomendaba sentarse para observar la calle con un esmero un poco sistemático y anotar lo que viéramos, lo que nos llama la atención, obligándonos a nosotros mismos a escribir “incluso lo que aparentemente no tiene interés, lo que es más evidente, lo más común, lo más opaco”.
Me gusta sentarme en las terrazas de los cafés de París, y también me gusta mucho andar por esta ciudad, andar a veces toda una tarde, sin rumbo preciso, aunque tampoco exactamente al azar, ni a la aventura, pero tratando de dejarme llevar. … O bien caminando deliberadamente por la rue de Seine para asomarme al arco que da al Quai de Conti y allí descubrir la silueta delgada de mi amiga La Maga detenida en el pretil de hierro del Pont des Arts.
Me gusta París, la place de Furstemberg, el 27 de la rue Fleurus, el Museo Moreau, la tumba de Tristan Tzara, las rosadas arcadas de la rue Nadja, el bar Au Chien qui Fume, la fachada azul del Hotel Vaché, los puestos de libros en los muelles. Y sobre todo una carretera secundaria, cerca del castillo de Vincennes, en la que hay un modesto y antiguo letrero sobre un poste que señala, como si acabáramos de llegar a un pueblo, que vamos a entrar en París. Me gusta mucho en esta ciudad pasar por un sitio que no he visto hace tiempo. Pero también lo contrario: pasar por uno por el que acabo de pasar. Me gusta tanto lo que hay en París que la ciudad no se me acaba nunca. Me gusta mucho París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí. |