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SUICIDIOS EJEMPLARES
ÁLVARO ENRIGUE
Cuando en 1967 Thomas Bernhard recibió el Premio Nacional Austriaco de Literatura sometió a los asistentes a la ceremonia de entrega con un discurso tan radicalmente crítico del sistema educativo europeo, que provocó la intervención furiosa del Ministerio de Educación. Fue tan grande el escándalo producido por esta escaramuza verbal que cuando al año siguiente la industria austriaca premió a Bernhard con su máximo reconocimiento –el premio Widgans–, extrañamente no hubo tiempo para que el ya legendario campeón de la misantropía leyera sus palabras de agradecimiento. En aquel discurso no-leído, el monstruo de la literatura austriaca contemporánea dejaba de lado el problema educativo para hablar de la muerte.
Bernhard abría su apoteósico discurso (el propositivo) diciendo que “Cuando estamos en la búsqueda de la verdad (…) estamos a la búsqueda del fracaso, de la muerte… De nuestro propio fracaso, de nuestra propia muerte”. Para él la literatura es un medio ejemplar de autoconocimiento, y conocerse es un infinito ascender en conciencia plena hacia la muerte: “…nos oxidamos, nos pudrimos de arriba abajo y de abajo a arriba hasta la médula y partimos, pasando constantemente de una naturaleza a otra, hacia la muerte”. La Academia austriaca, más interesada en agradar al poder que en reconocer la dignidad pedagógica del discurso del gran detractor al que premiaba, le negó la posibilidad de decir que es por lo inapelable de la muerte que la vida es un ejercicio de dignidad y que la literatura es la pura concientización (educación) de lo limitado de nuestras posibilidades de trascendencia.
Era esta misma dignificación de la humanidad a través de la muerte la que Sartre proponía cuando dictaba que la prueba final de nuestra ineludible libertad es la posibilidad del suicidio. Y era esta misma arenga sensualizada la que le impuso a Jacques Rigaut la misión de fundar la Agencia Central del Suicidio, como la llama Vila-Matas en Historia abreviada de la literatura portátil, en la que se facilitaban todos los trámites para que los interesados en dejar al mundo por la puerta de los irredimibles cometieran su obra cumbre cómodamente.
Si el suicidio es una elección que dignifica a la humanidad del suicida porque manifiesta que asume su libertad plenamente dentro del estrecho espectro vital que ofrece la terminalidad de la que habla Bernhard, el suicidio como gesto artístico es el sacramento de los que ven en la muerte la única y gloriosa celebración de la vida.
Si esto no es cierto, al menos parece irrefutable a la luz del tramado impecable de los Suicidios ejemplares de Enrique Vila-Matas, el mito naciente de la litertaura española contemporánea.
Diez cuentos, un prólogo y un telegrama histórico, cada uno independiente del otro formalmente, pero conectado a los demás a través de los cables de la muerte voluntaria componen la totalidad de la obra, en la que parecen reseñarse todas las posibilidades de muerte digna para los que no desean “diluirse oscuramente con el paso de los años”. Vila-Matas relata suicidios por nostalgia, por necesidad de redención, por gracia, por fanatismo, por amistad, por grandeza, por dar risa, por desesperación, pero nunca por miseria. Todos los suicidas del texto concluyen sus vidas en un acto de genuina entrega a la irrevocabilidad de la muerte, todos se adelantan dignamente a la naturaleza y la superan en un estado de gracia visionaria, todos celebran sus vidas en un final ad hoc. Ninguno huye, todos encuentran.
Aunque desde la primera página Suicidios ejemplares está anunciada como una obra de intenciones autocognitivas –“intento orientarme en el laberinto del suicidio a base de marcar el itinerario de mi propio mapa secreto y literario”– su intención, como fue la intención de Bernhard al autobiografiar su cartografía de la muerte, es pedagógica: la colección de cuentos es una botella flotante que lleva dentro un SOS para los que estén dispuestos a empatizar con una moralidad tan libre, tan comprometida con la dignidad de la vida, que estén dispuestos a calcar el plano de sus propias sublimaciones mortuorias en la geografía hostil a la vida propuesta por el autor.
Para conseguir esta ambiciosísima orquestación de empatías suicidas, Vila-Matas supo desplegar todas las tecnologías literarias pertinentes a la ingeniería del relato. Todos los suicidas del texto están dotados de una redondez que los hace casi palpables, no tanto por el uso de descripciones exhaustivas, como por el emborronamiento en el que parecen vivir los otros, los que no se han decidido a dignificar sus propias naturalezas. Esta fantasmagorización de los no-suicidas, que parece ser la llave que abre la puerta de las consonancias secretas del texto, está siempre relatada en un lenguaje hostil, un lenguaje que parece mezquino de tan preciso, porque no está dispuesto a concederle ni un milímetro del terreno de la obra a la tan molesta prosa desbordante a que nos tienen acostumbrados los cuentistas hispánicos de renombre. A los Suicidios ejemplares no les sobra ni una página: sus textos son poéticos porque nos obligan a aducir relaciones desconocidas, sorprendentes, entre la pasión que define al suicida y las pasiones mínimas que suministramos en cada uno de nuestros berrinches, de nuestras vocaciones, de nuestros amores.
Hay una sola pista: los suicidios son ejemplares, como lo fueron las novelas de Cervantes (fracasadas en su tiempo). Vila-Matas cree en el misterio del arte, en la vocación alquímica e iluminadora del relato: la ejemplaridad es el último destello emitido por una moral que termina.
* Artículo rescatado del archivo digital de la revista Vuelta que fundara en México Octavio Paz. Número 189. Agosto de 1992, pág 45-46. |