Un día festivo en Duluth, Minnesota,
ciudad natal de Bob Dylan, años 40
|
EL ESTILO DE LA FELICIDAD
RODRIGO FRESÁN
En la portada de este Dietario voluble –ensamblado en parte a partir de la columna que Enrique Vila-Matas viene publicando en la edición de Barcelona de El País desde el 2005– aparece el autor fotografiado por el francés Olivier Roller, especialista en corregir actitudes y poses familiares de narradores.
Ahí, Vila-Matas de espaldas, como advirtiendo: “el de aquí dentro soy yo pero... ¿soy yo?” O mejor aún: las espaldas de Vila-Matas. Porque este Dietario voluble juega –e invita a jugar– con todo lo que el escritor lleva sobre sus espaldas y dentro de su cabeza. Así, una especie de aleph de este barcelonés errante con mucho de Internet privada enseguida convertida en objeto público y en constante movimiento. Y –ahora que lo pienso– tal vez lo mejor habría sido una foto de un Vila-Matas movido pero, sin embargo, en perfecto foco.
Dicho esto, el Dietario voluble no es un diario típico. Tampoco es un journal o un travelogue, sino algo más cercano al modelo para armar o desarmar; y estas resonancias cortazarianas no me parecen gratuitas porque sobre este libro aletean los combates y viajes de volúmenes atomizados como lo fueron en su momento La vuelta al día en ochenta mundos o Ultimo round. Sumarle a esto, a esa voracidad rayuelesca, la voluntad kafkiana de mirar fijo y llegar a los huesos de las ideas, a su potencia medular de aforismo definitivo o su sorpresiva explosión de humor.
Manual de instrucciones y reporte forense (pero en vida) de lo que bulle y desborda en el cerebro de alguien que no puede dejar de leer para vivir y para escribirlo, el Dietario voluble es punto de partida y meta cruzada. El sitio exacto en el que Vila-Matas –en más de una ocasión presente de cuerpo entero o como sombra apenas velada en sus ficciones y personajes– se muestra y se expone y se confiesa y, por supuesto, se miente por el solo placer de engañarnos con las más verdaderas de las mentiras.
En uno de sus textos más citados –“Autobiografía caprichosa”–, Vila-Matas admitía que “como decía Nabokov, la mejor parte de la biografía de un escritor no es la crónica de sus aventuras sino la historia de su estilo”. De este modo –con sus engañosos aires cotidianos, con sus epifanías de luxe, con sus enfermedades auténticas, con sus curas legítimas, con sus amores y sus odios, con sus órbitas alrededor del escritorio o la biblioteca y sus paseos por el barrio y sus travesías de larga distancia, y hasta con un tan gracioso como revelador viaje a su propia prehistoria a partir de los extractos de un antiguo diario–, Vila-Matas, de ida y vuelta, una y otra vez, no hace otra cosa que poner aquí de manifiesto la historia de un estilo. Un estilo literario que es también, a esta altura, un estilo de vida y –por suerte para nosotros– un destino que ya sabe imposible de alterar. Y paradoja de este conocimiento absoluto es que resulta el milagro o el don o el estigma de saberse un desconocido a completar. “Hasta no hace mucho yo creía que escribir equivalía a empezar a conocerse a sí mismo; pero a medida que va pasando el tiempo me doy cuenta de que nunca sabré quién soy por culpa de escribir. Y es que tal vez la felicidad, la verdadera felicidad, el mejor premio de todos, sea simplemente esto”, me comentó Enrique Vila-Matas hace años, al final de una conversación. Así, Dietario voluble es un doble triunfo: un libro de un Vila-Matas feliz que hará muy felices a los lectores de Vila-Matas.
Y, además, se trata de una felicidad que no termina entre sus páginas y bajo esa foto. Porque si bien la última entrada de Dietario voluble termina con una conversación telefónica en la que a Vila-Matas, en su piso de Travessera de Dalt, le cuentan por teléfono cómo es la tumba de Herman Melville, mientras escribo esta crítica, fuera del libro, en El País del domingo pasado, Vila-Matas finalmente llega personalmente al Bronx, a Woodland, a la tumba del creador de Moby Dick y, por supuesto, de Bartleby el escribiente.
Allí, desde allí, Vila-Matas reporta: “Los dos policías de cementerio, con sus respectivos revólveres, acceden a hacerse una foto conmigo junto a la tumba. Miro la imagen ahora. Ambos exhiben dos obscenas y grandes carcajadas, mientras sus pistolas parecen apuntar al fotógrafo. A mí, en medio de los dos, se me ve literalmente encogido, mirando a la cámara sin gesto alguno, como si prefiriera no hacerlo”.
Pero lo hace, claro. O –es igual, es atributo y derecho y privilegio de los grandes contadores de historias– nos dice que lo hace, que lo hizo. Y exactamente de eso se trata y de eso trata la vida de este hacedor tan compulsivo como adictivo.
Y no he visto la foto en cuestión; pero, por lo que se dice y se nos describe, me parece la imagen ideal para la portada de un Dietario voluble 2.
La aventura –la felicidad, el estilo, Vila-Matas– continúa.
|