Baudelaire
Last
Kafka
CASTEL TOBLINO IN RIVA
Chejfec
Alan Pauls
Ben Katchor
Piglia
Lamborghini. El Fiord
Proust
Dante
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HUELLAS MOVEDIZAS (selección)
LUIS MORENO VILLAMEDIANA
[De un diario escamoteado]
7 de junio de 2066
Tengo la impresión de que faltan unos quinientos o seiscientos años para el cumplimiento de alguna ordenanza funesta. ¿Quién habrá de escribir de antemano el relato de unos eventos intuidos como historia imperdible o cumplida? Otra cuestión admisible remite a las precisiones onomásticas: ¿qué nombres podrían resumir el futuro? Me gusta mucho más esquivar ese tema: no hay apellidos que funcionen cabalmente como metonimias de un montón de siglos – seis o siete. Uno puede compilar algunos sin darles el estatuto retórico de lo magnético, pero con qué propósito. El desdén y la arrogancia son, es verdad, tentadores, y buscan la mera omisión como argumento. Una frase de Baudelaire ayuda a enfrentar la displicencia: Il existe aussi des gens qui, ayant lu jadis Bossuet et Racine, croient posséder l’histoire de la littérature, existe también gente que, al haber antiguamente leído a Bossuet y a Racine, cree poseer la historia de la literatura.
23 de abril de 2067
He estado leyendo en estos días unos cuentos de Roberto Bolaño. Están en Last Evenings on Earth, una selección preparada y traducida por Chris Andrews. La lengua es una elección impuesta por las privaciones de la biblioteca. Me toca pensar que Bolaño es tan extranjero como otros. No hay que sentirse culpable: uno lee a Kafka en español y no piensa en la sintaxis inicial; es una forma previsible de la apropiación. Me gusta imaginar el Dostoievski que leyera Roberto Arlt, compuesto de solecismos y tal vez de lunfardo, que Arlt sabría aprovechar. Esos saltos y transfusiones son parte de la rutina literaria. En la anatomía de muchas obras hay huesos prestados, y uno los adivina en el tesauro o la simple posición de un adverbio. El Bolaño de Andrews, por ejemplo, practica el gusto por vocablos latinos; ya en las primeras líneas del primer cuento hay dos: “dilapidated” y “exacerbated”. Ese hallazgo me fuerza a pensar de nuevo en el revés, en el idioma primario del texto, en el que esas palabras tienen una rara y gastada modestia.
26 de abril de 2067
En la antología de Bolaño hay varios cuentos sobre escritores. No habrá de extrañarse quien haya leído sus novelas. En ellas la literatura sirve de estructura temática, a veces como aspiración (como ocurre en Los detectives salvajes), otras como acto confirmado (es el caso de 2666). Lo notable es que en su narrativa la escritura parece más una profesión contextual que una serie de textos: sabemos que este o aquel personaje se dedica a escribir, llena cuadernos y cuadernos, lee sus poemas delante de otros, publica sus novelas o cuentos, pero el caso es que esa obra no está consagrada en citas literales. Nos corresponde creer todo lo que nos dice: esos fulanos son autores, y ya. La fe que Bolaño espera de nosotros se confirma en los títulos de algunos de esos cuentos: “Sensini”, “Henri Simon Leprince”, “Enrique Martín”. El índice debe bastarnos. De esa manera, los relatos cobran la apariencia de entradas en una enciclopedia. Podría pensarse que esa discreción, que se contenta con la sola mención de nombres y apellidos, sería sostenible en el caso de autores consagrados. Estos de Bolaño no lo son. De Leprince se revela: “Naturalmente es un escritor fracasado”. El adverbio es demoledor. Eso hace más interesante el laconismo de esos encabezados. La literatura es en esos relatos una fuerza privada, la contraseña de un clan de facha irrelevante, cuyos miembros obedecen a una lógica que de antemano ha renunciado a las demostraciones. Su propio convencimiento es suficiente. Parece una variante atenuada de la megalomanía.
9 de julio de 2068
La escritura, se dice, no debería ser un acto voluntario, como la elección de una carrera mecánica o la mezcla de camisa y pantalón. Esas dos decisiones son sin duda expresivas, pero no necesariamente patológicas. De la literatura se acostumbra esperar ese color enfermizo, ese impulso casi criminal que, según repiten, muestra el plan de la verdad. Yo, en ese sentido, soy desapegado y ficticio. Puedo estar tiempo sin añadir una sílaba a esto, sin la certidumbre de la comunicación obligatoria.
La inspiración, el constreñimiento, son asuntos complejos. ¿Quién creería que los diarios de Kafka –circulares, cerrados, forzosos– comienzan con una noticia calmada, un mero dibujo? Die Zuschauer erstarren, wenn der Zug vorbeifährt, la multitud se pasma cuando pasa el tren. A menos que uno esté dispuesto a conceder que en esas palabras hay ocultos un proceso más, otro castillo, otra transformación.
30 de noviembre de 2068
La ortografía, esa forma moral de composición basada en signos manifiestos, tiene una relevancia apenas entrevista. Eso no supone nada malo; reivindicar en la escritura únicamente las pasiones y la fiereza de algunas descripciones –la pretendida naturalidad de unas destrezas adquiridas por el género humano– es parte de una vocación adolescente. No quiero decir que la literatura carezca de una porción, quién sabe si mágica, de incertidumbres y erratas. Me refiero más bien a esa conciencia límite ante la cual se presenta el problema de una estructura posible, que no depende de la previsible lógica de las premisas y las conclusiones. Habría que ver, por ejemplo, la forma en que Sergio Chejfec y Alan Pauls apelan a los puntos suspensivos encerrados en corchetes. En el primero, en Lenta biografía, tal uso convierte trozos enteros en adenda, en comentarios laterales, claramente presentes, en la realidad de ese texto, como retrospección: alguien ha abierto un manuscrito hasta entonces cerrado y se ha dedicado a prolongar la narración. El testimonio de Historia del llanto, de Alan Pauls, es por su parte una defensa de la supresión: lo que se consideraba innecesario en el documento inicial se omite en beneficio de la coherencia narrativa. En ambos casos, se presume la existencia de un relato platónico sobre el que se trabaja, solo que en Chejfec ese Ur-Text aún resulta palmario y en Pauls queda eliminado, perdido en el basurero de lo irredimible.
12 de diciembre de 2068
No es del todo imposible que el futuro lugar de la literatura se halle en la letrina de textos descartados. Uno se imagina esos fragmentos, quizá llenos de asomos geniales pero prematuros, asomados a destiempo desde un sistema por completo distinto, y piensa en las obras que se forman desde la arbitrariedad o la justicia de alguna otra lectura. En esas narraciones o poemas casi fortuitos, la extrañeza no es necesariamente el signo congénito: a veces se rechaza el uso más consabido en beneficio de un hallazgo asombroso. Lo que puedan vindicar los lectores ilusorios a lo mejor resulte aquello que hoy es convencional.
La última novela de Bolaño es, con justicia, ese depósito de líneas recusables. Se sabe que 2666 se publicó sin cortes, con la insolencia de sus fallas y desproporciones. Habría que preguntarse cómo esas páginas que hubieran podido quedar fuera llegarían con el tiempo, tal vez, a constituirse en modelo. Hoy, esa obra es un cruce de eras donde conviven lo hecho y lo viable. Las sobras de Bolaño son parte, justamente, de esa obra de Bolaño: lo que circula es, pues, un texto utópico.
17 de mayo de 2069
Hoy debería alborotarse todo con el misterio lento de lo que se espera. Debería caer nieve, por ejemplo, solo para obligarnos a pensar en los extravíos en general, en la salida de órbita cuando más inequívocos nos sentimos en la esfera que hemos formado con alambres y papel transparente. Tal vez el rompimiento de esa geometría no haga más que forzarnos a ver alrededor otras esferas, ajenas, más sólidas, quizá, que las nuestras, o pequeños rectángulos de lana, o rombos de fique que dejan ver, en su interior, alguien bailando, feliz en su encierro. O a lo mejor me obliga a escribir cosas distintas, no solo el atisbo de aquello posible, sino también lo constatable con instrumentos ópticos que aún habrá de inventarse –la literatura de un presente vinculado a otros temas, con lazos de otra tela puestos a unir esquinas insospechadas de un objeto.
14 de septiembre de 2069
Escribo este diario con una parsimonia que anula las certezas del género. Estas frases nada tienen que ver con los sucesos habituales: tal vez al pensar con pausas marcadas en lo que me ocurre prefiero fijarme, más bien, en invisibles correlatos, en estructuras que anotadas apresuradamente solo revelan un impasse o una falsa verdad. Me conviene irme quedando atrás, no para medir una verdad que quizá sea imposible, sino para precisar con mayores detalles lo que medra en los rincones, oblicuamente, lejos de toda atención. Hay ciudades superpuestas en la ciudad que habito; esa certidumbre está presente en los incidentes que describe Patrick Modiano en sus novelas, que transcurren en distritos soñados, parcialmente heredados del Louis Aragon de Le paysan de Paris; en las calles neoyorquinas que dibuja Ben Katchor; en el Buenos Aires de La ciudad ausente…
Nietzsche defendía, en el prefacio tardío a Aurora (1886), esa labor sin premura, que igualaba al trabajo filológico: Philologie nämlich ist jene ehrwürdige Kunst, welche von ihrem Verehrer vor Allem Eins heischt, bei Seite gehn, sich Zeit lassen, still werden, langsam, la filología es precisamente ese arte venerable que demanda de sus seguidores sobre todo una cosa: hacerse a un lado, darse algo de tiempo, volverse quieto, lento.
18 de diciembre de 2069
¿Cuántas veces es uno el que escribe? Lo digo por ver si entiendo cómo es que la pereza, el hastío, la distracción y la contrariedad se convierten en la ordenada cartilla que uno firma. No es improbable que esa rúbrica sea una traición: el nombre del autor no necesariamente corresponde a los recuentos que antecede o culmina. Nadie sabe para quién redacta.
Prefiero ocasionalmente inventarme una vida desde cero. Hoy, en la mañana, fui a la aduana acompañado a confirmar que en las oficinas públicas la multiplicación de la escritura, en papeles y papeles idénticos, es una épica cansona. Cierro los ojos y los abro de nuevo: hay otro fulano con mi nombre afuera, con libros que no pagan impuesto, sentado en un café. El borde de la acera no está sucio, las lámparas cumplen su rutina sin ninguna interrupción, convencidas de que las bujías a gas y las velas son un invento, o una simple nostalgia, de monsieur Marcel Proust. Acabo de nacer, pero no tengo sangre: todo lo que soy en verdad se guarda dentro, aunque puede salir, como al estar herido, sin mayores vergüenzas.
8 de febrero de 2070
La geografía que Piglia retrata en La ciudad ausente mezcla datos reales con otros más, dictados por antiguos horrores militares, por las alucinaciones de la ciencia ficción, por la tensión de la novela policial, por el asombro de un viajero. La experiencia de ese mestizaje topográfico puede servir para admitir que no vivimos en un espacio completamente verificable. El flâneur es el paranoico moderno. El itinerario callejero lleva ocultas las maneras del sueño –sea tranquilo o turbado–: el peatón que tropiezas puede ser inventado por el miedo, el edificio que retratas tiene rastros de avidez y pintura Sherwin Williams, el batallón policial que se aproxima puede encarcelarte o regalarte, antes de que despiertes, la última edición de El eternauta, de Oesterheld y Solano López.
9 de julio de 2070
En el espacio de la página todo es proximidad: las fechas de la propia escritura solo subsisten como rótulos o adornos, no necesariamente como indicaciones pertinentes. Al menos eso quiero creer. Me conviene adelantar la idea de un diario cuyas exposiciones y notas son continuas, a pesar de su diversidad. Es una forma tal vez ingenua de imaginar que los huecos entre entrada y entrada son apenas lugares creados para que el pensamiento se mueva con desahogo. El vacío útil.
2 de septiembre de 2072
Hace cien años cumplí seis años en Escuque. En la noche, mientras un tocadiscos reproducía alguna música que podía forzarnos a bailar, mis hermanos, algún primo y yo nos escondimos en un clóset para evitar aquella eventual obligación. Desde allí escuchamos el estruendo: un camión se volcó frente a la quinta, en la calle que baja hasta la plaza. En la plataforma de carga había niños, una mujer embarazada, reses, bidones de gasoil, pacas de harina, un perro callejero, jirones de ropa engrasada, un látigo, fotos pornográficas en blanco y negro. Recuerdo sobre todo que del desastre rescatamos un libro. Era más bien pequeño. En el borde inferior, el dibujo de una mano con el índice extendido señalaba la parte de arriba. Tenía las letras rojas; de resto, todo blanco. Osvaldo Lamborghini. El fiord. Ediciones Chinatown. Lo que ahí leímos parecía una traducción: ninguno supo cuáles eran los flejes de la cama. Una traducción del mandarín que resguardara la extrañeza del mismo mandarín. Suponíamos que aquel Chinatown era una clave. El volumen contenía los misterios de una geografía trasplantada, un territorio que para uno, con cada frase, se hacía más foráneo o distante. Habría que leer como quien se pasea en un bulevar de abastos y quincallerías donde se consigue lo inimaginable y hasta lo inverosímil. La fiestonga se iniciaba.
A los días nos enteramos de que una de las pasajeras del camión aquel se había muerto. ¿Y por qué, si a fin de cuentas la criatura resultó tan miserable –en lo que hace al tamaño, entendámonos– ella profería semejantes alaridos, arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente las nalgas contra el atigrado colchón?
Con el tiempo uno llega a adivinar que tipos como Sensini, Ulises Lima, Henri Simon Leprince, Enrique Martín o Arturo Belano estaban comprometidos con la legibilidad. Por eso Lamborghini es el personaje que no cabe en la obra de Bolaño. En la de Dante, sí –como un observador taimado de las metamorfosis del Infierno XXIV y XXV.
* Con Huellas movedizas Luis Moreno Villamediana fue ganador de la Bienal Eugenio Montejo 2017 Mención Ensayo. El jurado lo formaron Diomedes Cordero, José Napoleón Oropeza y Manuel Borrás. |