CARTA DESDE PARÍS
D. C. Mateu
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NO TENÍA PREVISTO INSTALARME EN ÉL
F. SANFÉLIX
Acodado en la baranda de una terraza de hotel mallorquín, escucha Vila-Matas Batiscafo Katiuskas, tema del grupo pop Antònia Font. El camarada maquinista mencionado en la letra, la nostalgia submarina que respira la composición y la luminosa mañana mediterránea, llevan al escritor a hacer un canto a los viajeros inmóviles que quedan atrapados en la isla. Nos habla entonces de Louis de Rougemont, el mayor embustero del mundo, que publicó, con éxito, espectaculares crónicas de sus viajes intercontinentales en la Wide World Magazine sin haberse movido de la biblioteca del Museo Británico. Poco después escribe Vila-Matas sobre los hikikomori japoneses, jóvenes que se encierran en una habitación durante años evitando cualquier contacto con el exterior que no les llegue a través del monitor de su ordenador. Y más adelante nos encontramos con varias páginas, que sin duda firmaríamos una gran mayoría, en las que subraya la sustitución del miedo a volar por un pánico diferente, el terror a los aeropuertos.
Dicho todo esto, podría pensarse que Vila-Matas siente la tentación de Jean-Philippe Toussaint -cuando empecé a pasar las tardes en el cuarto de baño, no tenía previsto instalarme en él…-, pero, por la cantidad de viajes narrados en este libro, podemos afirmar que a Vila-Matas no le caerá la casa encima: Mallorca, Cascais, Paris, Nueva York, Verona, Helsinki, Praga, etc. Que le echen un galgo a nuestro escritor portátil; aunque conociendo su afición a difuminar los límites entre realidad y ficción, no nos extrañaría que Vila-Matas, como si de un moderno Rougemont se tratara, no hubiese salido de su cuarto de baño en estos tres años.
Si el libro de Joël Mestre, Cuando la verdad nace del engaño, era una invitación a leer con Google siempre a mano, este Dietario voluble de Vila-Matas alberga una doble invitación: la de leerlo en un acogedor entorno de viajero inmóvil (como los retratados en los cuadros de Dis Berlin: sillón de orejas, globo terráqueo y lámpara de pie de los años 50) o, por el contrario, utilizarlo como guía de viaje en busca del melancólico faro de Santa Marta en Cascais o del enano de mármol de Verona, ante el cual se sentó un agotado Kafka. Vila-Matas consigue con su escritura que, en cada uno de esos lugares, en cada una de esas esquinas, sintamos, como el poeta José Ángel Valente, la memoria difusa de haberlas ya doblado, de haber estado allí antes de haber ido nunca.
Dice Vila-Matas que está encantador, o dice que está encantador para estar encantador, pero lo cierto es que está encantador. Con Vila-Matas nunca podemos estar seguros de qué terreno pisamos, como cuando inventa la cita de Marguerite Duras: escribimos para intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos. Pero lo cierto es que escribe, y que no deja de escribir desde que, en 1963, anotase en su agenda Myrga, por ejemplo, “Día completamente normal”. Cuarenta y cinco años después tenemos la sensación de que ahora ya sabe qué escribiría si escribiese. Dueño absoluto de un terreno y un estilo fértil, Vila-Matas glosa a los escritores del No mientras escribe sin cesar.
Vila-Matas se llama Erik Satie, como todo el mundo; y de sus libros salimos como quien sale de una frase para entrar en otra frase, para entrar en un vagón-restaurante, en un batiscafo, en una estación metafísica de Liubliana, en nuestro cuarto de baño y, de nuevo, en otra frase. Cuando empecé a pasar las tardes en el libro de Vila-Matas, no tenía previsto instalarme en él.
Publicado en www.Cuaderno10.com
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