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LA LEVEDAD, IDA Y VUELTA
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Hasta llegar al relato Porque ella no lo pidió de mi libro Exploradores del abismo, mi obra se dividió en dos partes. En la primera, creo haber desplegado una intensa indagación sobre el sinsentido. Y en la segunda (en deliberada coincidencia con la tan metaliteraria segunda parte del Quijote) me dediqué a construir una automitografía. En mi tercera y última –supongo- etapa, busco literalmente el difícil brillo de lo auténtico, aproximarme a la verdad a través de la ficción, acercarme a esa verdad que hay en todo camino propio. Dicho de otro modo: tratar de no traicionarme nunca a mí mismo. Esta conferencia debe o puede ser escuchada y encuadrada en el contexto de esa tercera etapa.
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No habrá muchas citas literarias en mis palabras de esta noche, pero no porque me haya arrepentido de ponerlas, no porque haga acto de contrición de mi método de escritura en mi “etapa segunda parte del Quijote”, no porque me haya arrepentido de nada, sino porque esta conferencia es un breve y ligero viaje aéreo que va desde mi primera etapa a la tercera –de la Historia abreviada de la literatura portátil a Aire de Dylan- sin pasar por los años de la automitografía, los años metaliterarios.
Sobrevolaremos pues mi culpa española, la “mancha intertextual” que se ve desde lo alto. Una mancha que no es tal, sino pura y simple incomprensión de algunos de mis paisanos que ven sólo “citas literarias” donde siempre hubo una visión del texto narrativo como un tejido intertextual abierto continuamente a referencias múltiples; ven sólo “citas” donde siempre hubo la necesidad de ver cualquier texto como eje de una experiencia literaria, cultural o artística mucho más amplia que el mismo texto; ven sólo “citas” donde siempre hubo en realidad la necesidad de relacionarlo todo, quizás para que no se acaben nunca los relatos y porque, además, a fin de cuentas, ya desde mucho antes de Duchamp un urinario era mucho más que un urinario. De hecho, hasta la casi imposible última mota de polvo del desierto más perdido de la tierra tiene su historia detrás –su densa comunicación de tiempo indefinido con las estrellas, por ejemplo-, sus sorprendentes relaciones de cultura.
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Creo que en mi vida han chocado al menos dos tensiones siempre: afán de alcanzar cierto reconocimiento público de mis trabajos literarios, ser ‘alguien’ en la vida, conviviendo todo esto con una contradictoria pulsión radical hacia la discreción; la necesidad de estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de escribir, pero a la vez la de dejar de hacerlo, y hasta la de olvidarme de mi obra. Todo esto ha guiado mis pasos obsesivamente en los últimos tiempos: esa contradicción entre querer seguir escribiendo y desear dejarlo. Ser el activo Picasso y producir todo el tiempo, pero también ser el inactivo Marcel Duchamp, y prodigarme lo menos posible, y hasta quitarme de en medio –suicidarme o desaparecer, vamos- como Rigaut y Jacques Vaché, también como Cravan, todos ellos artistas sin obra.
Hablar mucho, como mi padre, y a la vez conocer las sabias pautas del silencio, como mi madre. Dos posibilidades de las que ya habló Kafka: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Y en realidad suscribir aquello que decía Walt Whitman: "¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo".
De máquinas solteras como las de Vaché, Cravan y Duchamp se pobló en los primeros meses de 1984 mi Historia abreviada de la literatura portátil.
Un libro feliz.
¿Su género? La ficción radical. En contacto pleno con una libertad narrativa sin límites.
¿Qué clase de experiencia fue escribirlo? Lo ignoro, sólo sé que me adentré en la historia de la fugaz conspiración de los shandys, los defensores en los años veinte de una literatura de máquina soltera y portátil. El libro acabó siendo una especie de instigación a la conversión de la vida propia en un arte, a llevar pues el poema encima y saber pasear como nadie por la última alameda de la tarde, por la poesía de nuestra propia vida.
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La sorpresa me llegó el día en que, doce años después de publicar Historia abreviada, un amigo de Barcelona me informó de que había aparecido en Francia un libro que era, sin duda alguna, directamente shandy. Me acordaré siempre (está debidamente documentado en mi diario) del momento y del lugar en que esto ocurrió, 18 de diciembre de 1997 en la librería Laie, Barcelona. Mi amigo me anotó en un papelito el título de la obra y del autor: Artistas sin obras. I World prefer not to, de Jean-Yves Jouannais.
-Debes saber que en París hay un shandy de verdad –añadió.
Y, dándose media vuelta, se fue corriendo, como si no deseara contemplar mi cara de estupor.
A las pocas semanas, en marzo del 98, compraba en París Artistas sin obras. I World prefer not to. Y esa misma noche lo leía de un tirón en el horrible Hôtel de la Opera. El libro manejaba una amplia lista de dandys o elegantes creadores que habían optado por la no-creación, personas que habían realizado obras para sí mismos en lugar de hacerlas para la lógica industrial. Allí estaban, de entrada, Vaché y Duchamp encabezando una amplia sucesión de artistas perezosos, con poca obra o ninguna. Todos eran dandys y al mismo tiempo todos completamente shandys. Mi propia sombra cruzaba en cierto momento por el libro, pues mi conspiración portátil aparecía citada en ella. Pero había algo raro. Jouannais había incluido en la lista de mis conjurados a un shandy que yo no conocía: “Una improbable sociedad secreta, que de hecho es una comunidad del espíritu, reúne a artistas tales como Marcel Duchamp, Walter Benjamín, Aleister Crowley, Francis Picabia, Félicien Marboeuf, Scott Fitzgerald, Valery Larbaud, y muchos más de la misma especie”.
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¿Quién diablos sería aquel Félicien Marboeuf, tan impunemente incorporado por Jouannais a mi sociedad secreta? Pronto supe que era el “más interesante de los escritores que no han escrito nunca”, el autor de una serie de magníficas novelas no existentes. Por aquellos días, no conocía todavía ciertas ventajas de los buscadores google de internet y por tanto no resultaba tan fácil como ahora averiguar si Marboeuf había existido de verdad. Recuerdo que lo busqué a Marboeuf antes que nada en las biografías de Flaubert, pues me había quedado grabado el episodio que narraba Jouannais acerca de la visita que hiciera el autor de Madame Bovary a la casa de los padres de Félicien, buenos amigos suyos.
Según Jouannais, el joven Félicien Marboeuf, que tenía entonces 17 años, lo había pasado muy mal durante esa visita porque Flaubert apenas se había dignado dirigirle la palabra. Y el pobre Félicien había pensado desde entonces que él no era más que una sombra, un mueble del comedor en el que sus padres habían recibido al gran Flaubert. Todo aquello del joven que al mismo tiempo era un mueble me llegó al alma y algunos años después traería consecuencias cuando me ocupé en Bartleby y compañía de la biografía de Clément Cadou, un joven cuya biografía parecía hermanada con la del pobre Marboeuf.
Ha pasado el tiempo, y hoy tanto Marboeuf –como Vaché, como Cravan, como Firmin Quintrat, como todos los otros artistas sin obra que nombraba Jouannais en las páginas de su ensayo- me parecen unos claros antecedentes de los oblomovs o jóvenes perezosos de Aire de Dylan, la novela que publiqué hace unas semanas.
De hecho, hay una línea en la rama noble –o como mínimo extremadamente shandy- del árbol de la vida de mi obra (o del árbol de la obra de mi vida)- que se inicia con Historia abreviada, sigue con Bartleby y compañía y va a parar a Aire de Dylan. Es la línea portátil pura y dura de esa rama noble dentro de mi producción literaria.
En esos tres libros de la línea portátil hay una exquisita relación con la levedad, con la ligereza, entendidas como ejercicio opuesto a la gravedad, pesadez insufrible de lo libresco cuando, en aras de una supuesta trascendencia, da la espalda a la aterradora posibilidad de que una simple corriente de aire –esa corriente, por ejemplo, que percibimos todavía en pleno verano y que nos anuncia de golpe el otoño y nos llega en forma de frío que mana a ras de suelo y que parece haber hecho su sigilosa aparición para no marcharse- pueda ser también el tema central de una novela.
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Cuando Historia abreviada de la literatura portátil se publicó en 1985 fue un libro visto por los críticos españoles más prestigiosos del momento como una obra light en medio de la explosión de eufórica y “llana narratividad” que, en oposición al “intrincado experimentalismo de la década anterior”, empezaba a darse en España por aquellos días.
Quiero precisar que el calificativo light fue utilizado despectivamente y que, sin embargo, la mayoría de las novelas españolas publicadas aquel año ya no las recuerda nadie, mientras que Historia abreviada –gran dinosaurio en miniatura- sigue ahí, como paradigma de la levedad (que no de lo light), de la levedad de la que se ocuparía tres años después, en 1988, Italo Calvino en su libro Seis propuestas para el próximo milenio, seis conferencias escritas por 1984 y 1985 con destino a la Universidad de Harvard en Estados Unidos. La primera de ellas llevaba por título precisamente Lightness, Levedad.
“Se nota que el autor veranea en Cadaqués”, había dicho la breve reseña que le dedicó El País en 1985 a Historia abreviada. En realidad lo que había ocurrido era simplemente que para el otro país, para el país que conocemos por España, al igual que para el reseñista de El País, en definitiva para los dos países, Marcel Duchamp era un completo desconocido.
En 1988 pude por fin respirar mejor, gracias a la llegada a España del libro de Calvino, libro que en aquellos años fue muy leído. “Estamos en 1985; quince años apenas nos separan de un nuevo milenio…”, comenzaba diciendo Calvino en el prólogo de su libro. Quedaba claro que si había sido en 1985 cuando escribió ese prefacio, mi Historia abreviada de la literatura portátil no podía haber nacido –como había especulado más de un escritor español pesado- de la lectura de aquel libro de propuestas calvinistas para el siguiente Milenio.
No pude explicarlo entonces, pero lo digo hoy: toda la Historia abreviada, la historia entera, nació de una idea estrictamente alcohólica que tuve de repente una noche en un bar horrendo de Palma de Mallorca llamado La Polilla. De hecho, me llegó la idea y me puse allí mismo a escribir el libro. Mejor dicho, el título. Lo anoté en el margen de una página de Diario de signos, un libro de Cristóbal Serra que llevaba conmigo aquella noche; lo anoté justo al lado del fragmento de Serra que hoy sé que me inspiró la Historia abreviada entera: “Estoy por lo corto en literatura. Hasta los libros inspirados los prefiero cortos: Jonás, la epístola de Judas. Hay muchos otros libros, entre los inspirados, que merecen, si no igual, parecida atención, pero a éstos no los releo tanto”.
Al lado de esa reflexión sobre “lo corto en literatura” encontré el otro día las pruebas del primer esbozo del futuro título. Escribí en un primer momento –momento epifánico-, escribí sin saber qué clase de libro trataba de hacer: “Ligera historia móvil abreviada de la literatura portátil del siglo”. Días después, abrevié el título.
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Como ya desde el primer momento de publicarlo tuve que defenderme del sambenito de autor light, fue para mí de inolvidable y gran ayuda el artículo que hacia 1989 publicó Gonzalo Torrente Ballester en ABC en el que, comentando la propuesta de levedad de Calvino, decía que ésta difícilmente encajaba en la poética novelística de la literatura española, una literatura –especialmente la castellana, decía Torrente- grave por definición, además de falta de cualquier sentido del humor. Los países ibéricos con salida al mar –según Torrente- escapaban de esa gravedad, tenían mayor imaginación y humor. Cervantes a fin de cuentas era Cervantes y Saavedra, es decir, su apellido materno era de procedencia gallega, lo que explicaría su sentido del humor y ya no digamos su imaginación, propia de los países con mar y menos habitual en los mesetarios.
Me aferré a ese artículo de Torrente para explicar a quien quisiera oírme que con mi Historia abreviada no había cometido ningún delito y, además, aquel breve ensayo narrativo sobre una conspiración portátil –ligado directamente al Tristram Shandy de Laurence Sterne y por tanto al Cervantes del Quijote- entraba perfectamente dentro de la propuesta de levedad del libro de Calvino. Hice artículos sobre la cuestión. Y así fue cómo, casi sin darme cuenta, la injusticia de aquel calificativo light y otras ofensas posteriores de algunos graves señores pesados, fueron convirtiéndome en el escritor combativo que con mayor o menor intensidad –esto ha ido dependiendo de las circunstancias de cada momento- he venido siendo desde entonces. Sentirme en un pie de guerra continuo contra algunos monstruos –hay muchos entre mis paisanos, uno no elige su tierra- me ha ayudado por fortuna a estar siempre cerca de aquella definición tan certera de Roberto Bolaño sobre la vida y la escritura: "La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura".
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El día antes de que llegara a las librerías mi novela Aire de Dylan, sentí verdadero miedo y les aseguró que me creció la barba más de lo habitual, lo que me hizo recordar unas palabras del torero Belmonte a Chaves Nogales: “El día en que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros habrán podido comprobar: los días de toros la barba crece más aprisa”.
Nunca el día anterior a la publicación de uno de mis libros me había crecido tanto la barba. El miedo venía de muy lejos, de haberme sentido –a lo largo meses y meses mientras escribía la novela- como Marcel Duchamp en la edad madura, cuando falto de ideas que superaran a las que ya había tenido en su vida, decidió profundizar en las más tempranas y juveniles, convencido de que éstas podrían llegar a revelársele, en una hipotética nueva etapa de su obra, con mayor calado y complejidad.
Haber estado profundizando incesantemente –mientras escribía Aire de Dylan- en las mejores ideas de mis mejores días terminó por causarme –en cuanto llegó la fecha señalada de la salida del libro- un gran temor a que pocos percibieran que había jugado con fuego y me había atrevido a ser lo más fiel posible a mí mismo y al mismo tiempo fiel al joven que, si se me permite la leve ironía, introdujo lo light en el panorama de la literatura española no light -------el principiante, en definitiva que escribió Historia abreviada de la literatura portátil.
Dicho con las certeras palabras de un amigo: Que no llegara a percibirse bien que Aire de Dylan, siendo la más personal de todas mis novelas, era al mismo tiempo la que menos lo parecía.
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Dicho queda: Aire de Dylan es la más personal de todas mis novelas. De no saber que alguien ya lo había dicho, seguro que esto lo suscribiría de inmediato ahora Bolaño. Me acuerdo, me acuerdo de Roberto Bolaño. Me acuerdo mucho de una tarde en la que sólo hablamos de Baudelaire. Fue en Blanes hacia 1988. Le gustaban unas palabras de Baudelaire, que tardé después muchos años en encontrar, por lo que incluso llegué a pensar que las había inventado: “En la extensa enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX reemprende frecuentemente con marcada satisfacción, hay dos puntos muy importantes que han sido olvidados, que son el derecho a contradecirse y el derecho a irse”.
Uno y otro derecho se hallan en el origen mismo de Aire de Dylan, donde tenemos, por un lado, a un veterano narrador que se contradice al escribir la novela, pues se había prometido a sí mismo no escribir ninguna otra, y por otro, a Vilnius y Débora, personajes centrales de la historia real que narra el libro, dos jóvenes que defienden su derecho a irse, es decir, su derecho a apartarse, a desentenderse de la estupidez general, a negarse a colaborar con el sistema, a ser unos oblomovs completos (como se sabe, Oblomov es el personaje ‘radicalmente gandul’ de la literatura rusa).
Uno y otro derecho se hallan en los dos extremos de la novela y funcionan atrayéndose y repeliéndose como polos opuestos. De esa tensión entre el narrador y la pareja de redomados indolentes va surgiendo el libro: el narrador contradiciéndose (quisiera dejar de trabajar, pero las circunstancias le obligan a seguir), los otros reivindicando su derecho a irse, a apartarse, mirando seguramente al narrador con la misma compasión que tenía Oblomov por los escritores trabajadores:
“Escribir de noche –pensó Oblomov– ¿cuándo dormirá? Seguramente gana más de cinco mil al año. ¡Eso sí que está bien! Pero escribir todo el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, violentar la propia naturaleza, sufrir la inquietud, la indignación, no conocer el reposo y estar siempre en movimiento…. Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente. ¿Cuándo podrá detenerse y descansar? ¡Qué desgraciado!”.
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“Hay que ser absolutamente moderno”, dijo Rimbaud. Y un siglo y medio después, sufrimos aún las consecuencias. Además de intimidatoria, la frase ha dejado innumerables víctimas, entre ellas muchas damas de la sociedad que aspiraron neciamente el frasco de la vanguardia y artistas y escritores con frecuencia mediocres, pero decididos a todo, con tal de seguir la consigna de lo que los había cegado.
En los últimos tiempos tenemos noticia constante de ese tipo de mediocres que encima no se dan cuenta que de nada sirve que sean ellos mismos quienes digan que son innovadores, pues a la larga, si son revolucionarios o tecnoplastas lo habrá de juzgar el digital tribunal del tiempo, siempre implacable. Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura ni la historia de nada y sin embargo la cambiaron. Es una prueba de que para transformarla no se necesita ir vestido al último grito. El dadaísta Ferdinand H. Gaul, por ejemplo, presumió de ponerlo todo de patas arriba y hoy nadie le recuerda. Si mi generación murió de Thomas Bernhard (aunque la mayor parte murió sólo de costumbrismo), algunos sectores de las siguientes generaciones van camino de asfixiarse de tanta pesadez, inercia y opacidad del mundo que se adhiere a la escritura de sus campanudos teóricos de lo nuevo.
En su momento, sólo Baudelaire estuvo a la gran altura de las circunstancias, quizás por eso hoy es el único moderno que no nos parece anticuado. Brummell nos enseñó que la cumbre de la elegancia es la “simplicidad absoluta”, y Baudelaire que la modernidad máxima se alcanza no siendo moderno, limitándose uno –obligado por los sucesos de su desdichado tiempo- a encarnar el estilo del arte cuando éste alcanza el punto de madurez extrema que las civilizaciones envejecidas producen.
De hecho, la famosa revolución de Baudelaire fue de orden conservador: había leído a Joseph de Maistre y a Chateaubriand (el primero en hablar de “modernidad”) y aprendió de ellos, como ha escrito Christopher D. Michael, “el secreto de la innovación anacrónica, la capacidad de traducir aquello que parece provenir de una lengua muerta”. De hecho, mentalmente fue más fiel al pintor Ingres y a la Edad Media que al romántico Delacroix, y en realidad lo que más le interesó no fue lo moderno, sino buscar su esencia. La buscó en el interior de los instantes, en la volatilidad y precariedad de éstos, en su timbre irreductible a toda historia verdaderamente nueva y a su condición de frágil presente en el que tarde o temprano acabamos siempre topando con alguna forma posible del vacío. Como ese día en el que le mostraron ese fetiche africano, una pequeña cabeza monstruosa tallada en un trozo de madera por un pobre negro. “Es realmente fea”, le dijo alguien. “¡Cuidado!”, dijo él, inquieto. “¡Podría ser el verdadero dios!”.
En el penúltimo párrafo de La Folie Baudelaire, en la descripción de un instante en el que se prevé la inmediata llegada del invierno, Calasso parece apresar el secreto de la innovación anacrónica y la estremecedora y verdadera índole de lo moderno: “El rumor continuo de los troncos cayendo sobre el empedrado de los patios. Eran descargados de las carretas, casa por casa, ante la inminencia del frío. La leña cae al suelo y anuncia el invierno. Baudelaire vela. No tiene necesidad de ninguna otra cosa que no sea ese sonido, sordo, repetido…”
Casi oímos la caída ahogada de los leños y la laboriosa respiración del poeta ante el invierno. Baudelaire vela, se prepara para escribir -con su habitual nervio pero con elegante simplicidad absoluta- unos versos que hoy son leyenda, pero también –por pertenecer a nuestro más rabioso y patético presente- son lo más moderno que uno puede leer en estos días en los que todo trágicamente se repite: “Escucho temblando cada tronco que cae. El patíbulo que erigen no tiene eco más sordo”.
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Aire de Dylan busca en el interior del momento, busca describir la esencia, el aire de nuestro tiempo, la fragancia de lo efímero, la leyenda del instante, su volatilidad y precariedad.
Es también un dialogo con el escritor joven que fui, con el escritor que escribió Historia abreviada de la literatura portátil.
Nadie en mejores condiciones que yo para recordar a ese joven en el momento de tramar aquel libro feliz. Pero para ello he de remontarme a ese momento fundacional (que tuvo como escenario un extraño bar de Palma de Mallorca llamado La Polilla) y he de hablar de una exposición sobre “máquinas solteras de la literatura” (así se llamaba la exposición), vista en Paris en 1983, en el Grand Palais. Era un admirador de Raymond Roussel y de las máquinas que aparecían en su novela Locus Solus, y de pronto ver alguna de ellas reproducidas en la exposición me impresionó; nunca se me había ocurrido pensar que aquellos engendros mecánicos pudieran ser mucho más que unos dibujos en las páginas finales de Locus Solus. Me fascinaba el concepto duchampiano de machine celibataire. Y, aunque no entendía muy bien qué era exactamente, me gustaba también el concepto de femme fatale, y la verdad es que en aquella exposición, aunque parezca raro, había más de una máquina que funcionaba como tal, como mujer fatal. Todo eso fue creando en mí una atmósfera creativa en torno a la idea literaria de las máquinas solteras (estaba también entre otras la máquina que ideó Kafka para La colonia penitenciaria) y terminé por escribir un libro sobre estos temas, Historia abreviada de la literatura portátil, con el fondo de la ligereza como tema obstinado.
El mundo ha cambiado mucho. De todo el ensayo de Calvino sobre la levedad el fragmento más interesante es precisamente el que no entendí en 1985 cuando leí por primera vez ese texto. Es un fragmento en el que Calvino habla de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación, con imágenes de levedad, de ingravidez, porque -dice- como demuestran los científicos, el mundo, más que en sus aspectos visibles, está finalmente apoyado en entidades sutilísimas, como los mensajes del ADN, los impulsos de las neuronas, los quarks y, asómbrense, en los bits del software. El software, sigue diciendo Calvino, manda, las máquinas de hierro siguen existiendo, pero obedecen a los bits sin peso.
Los bits sin peso sí que son unos buenos shandys de verdad, unas perfectas, diría que idóneas máquinas solteras. Nos recuerdan que la idea de que el mundo está constituido por átomos sin peso nos sorprende porque tenemos experiencia del peso de las cosas, así como no podríamos admirar la levedad del lenguaje si no supiéramos admirar también el lenguaje dotado de peso.
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Me gusta, por encima de todo, sentirme desocupado, libre para observar, para pasear. Libre para, si se diera el caso, entrar en una ‘Cámara de Escritura para Desocupados’, aquel establecimiento de Berlín en el que Robert Walser trabajó durante una larga temporada.
Me gusta decir de vez en cuando que con Aire de Dylan he tratado, sobre todo, de divertirme. “Quise divertirme”, recuerdo que decía a menudo Duchamp cuando le preguntaban por aspectos de su obra. Esos “quise divertirme” fueron siempre los hitos irónicos de la demostración de su no-actividad, de su vida de hombre desocupado, dedicado tanto a hacerse preguntas leves como a encontrar respuestas a cuestiones que no sólo nadie se planteaba, sino que seguro que jamás nadie se habría planteado nunca.
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Hacer del lenguaje un elemento sin peso que flota sobre las cosas como una nube.
14
¿Qué edad tenía Hamlet?
15
¿Y por qué regresó a Dinamarca?
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Escribir todo el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, la levedad (…) Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente.
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Imagino que tengo 97 años y estoy agonizando. Charles Simic, con una máscara y aprovechando las tinieblas que entran en mi mirada, se hace pasar por un joven poeta de veinte años y se acerca a mi lecho de muerte para pedirme consejo respecto a la escritura. Apenas me queda aliento para responderle. ¿Qué le diría?
-Vive y averigua quién eres.
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¿Y por qué Marcel Duchamp volvió del mar?
ENRIQUE VILA-MATAS
(Conferencia del 26 de abril de 2012
en la Biblioteca Nacional de Madrid) |