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WALSER Y EL ARTE DE 'ESCRIBIR SIN MOTIVO'
P. UNAMUNO
Los suizos son de natural discretos. Al parecer prefieren hablar de vacas o de bricolaje antes que de sí mismos. Sin embargo, una de sus grandes personalidades, el escritor Robert Walser -muerto de la manera más suiza, caído sobre la nieve, el día de Navidad de 1956, en una de sus eternas caminatas-, consagró su vida a una perorata sin fin sobre sí mismo, oral y por escrito, antes de hundirse en el silencio en sus últimos 23 años.
Enrique Vila-Matas une a sus muchos méritos como escritor el de haber introducido en España la figura de Walser, al que también ha convertido en personaje de algunas de sus novelas a partir de El mal de Montano. Coincidiendo con el 60 aniversario de la muerte del novelista suizo, y del próximo centenario (en enero) de su obra más conocida, El paseo, Vila-Matas y Reto Sorg, director del Robert Walser-Zentrum, con sede en Berna, lo han evocado en un acto organizado en el Instituto Goethe de Madrid por la embajada de Suiza y la editorial Siruela, que ha publicado casi toda su obra en español.
Vila-Matas desliza, no del todo en broma, que la «cháchara» perpetua de Walser, su hablar sobre nada, en realidad estaba destinada a ocultarse, a «no desvelar nada sobre él mismo», de manera que al fin y al cabo «pudo ser más suizo» que todos sus compatriotas, y sin que éstos pudieran acusarlo de egocéntrico, apostilla Sorg. El equivalente de esta charla infinita tiene su paralelismo en el caminar impenitente del que Walser hizo su divisa. «Sin pasear estaría muerto», decía según nos recuerda Menchu Gutiérrez en el prólogo a la edición conmemorativa del centenario de El paseo, recién publicada también por Siruela.
Para el autor de Bartleby y compañía, Walser es su “héroe moral”, alguien que llega a ser importante a fuerza de hacerse pequeño, de quedar al margen de todo, empezando por las camarillas literarias, y que se erige en «rey de las paradojas». Entre otros muchos oficios (el último, mayordomo en un castillo de Silesia), desempeñará el de pulcro escribano, al tiempo que por las mañanas escribe sus Microgramas con letra minúscula e ininteligible.
Walser consigue conjugar «ingenuidad con melancolía», apunta Sorg, la pureza de la mirada sobre las cosas insignificantes con un sentido del humor sumamente particular que a veces se nos escapa. Es además autor de una prosa preciosista en la que, bajo su aparente clasicismo, late rabiosamente la modernidad.
Como Hesse, Musil, Mann y Benjamin, Kafka admiraba los escritos de Walser -que anticipan de hecho su propio estilo- y aseguraba que los leía en voz alta y riendo a carcajadas, especialmente aquel Jakob von Gunten que relata el afanoso método de un instituto para convertir a los alumnos en seres cien por cien obedientes, ceros a la izquierda. «Sus libros son divertidos, pero arrancan una risa infinitamente seria, de la que no se puede dudar», afirma Vila-Matas.
«La literatura debe ser humilde», aseveraba Walser, y su creación fue una infinita exploración de lo pequeño, lo inesperado, atenta siempre a «los clichés y las palabras vacías» gracias al dominio imperial de la lengua de un auténtico estilista del alemán, sin duda uno de los más refinados del siglo XX.
Sorg y Vila-Matas coinciden en detectar en el suizo otro rasgo extraordinario, que en una época marcada a fuego por inmensas tensiones que desembocaron en dos guerras mundiales y que dio lugar a una literatura cargada de agresividad, el autor del volumen hasta ahora inédito en español Desde la oficina -cuyos relatos habrían podido firmar Melville o el propio Kafka- «no conoce el odio» a pesar de su agudo sentido crítico.
No sólo eso, añade Vila-Matas: al igual que Samuel Beckett, que según Cioran era incapaz de hablar mal de nadie, Walser no estaba hecho para difamar ni cuestionar, como si en el fondo de sí mismo estuviera buscando permiso para que los demás lo dejaran a él tranquilo en su largo camino hacia la «desaparición», el mutis perfecto.
Mucho se ha debatido sobre el diagnóstico preciso que llevó a Walser a una institución mental. La creencia general sentencia que padecía esquizofrenia, una enfermedad acuñada por Bleuler apenas 20 años antes de su ingreso en Herisau en 1929 y que todavía hoy presenta contornos difusos. Vila-Matas sostiene que, si padecía esquizofrenia, debió de ser en una variante leve, pues no hay evidencias de que el escritor escuchara voces, manifestara otros rasgos psicóticos ni recibiera tratamiento de ningún tipo.
Reto Sorg se inclina a pensar que Walser «no estaba loco» (valga la expresión coloquial) sino que decidió recluirse de forma voluntaria a consecuencia de un cúmulo asfixiante de circunstancias que hoy se resumirían en el síndrome del burn out y que incluían agotamiento, cansancio del mundo y de los hombres, desencanto, soledad y estrés excesivo, una parte del cual guardaba relación con la falta del éxito profesional que conoció brevemente en Berlín, donde trató a los Kafka y Musil, y que contempló de cerca en la figura de su hermano, el pintor Karl Walser.
Vila-Matas apunta también al hecho de que su hermana, sobre quién recayó la responsabilidad de cuidar de Walser, se habría desentendido del asunto por falta de dinero suficiente para mantenerlo en casa y habría preferido su internamiento en Herisau.
Cuando Vila-Matas se propuso en su momento seguir los pasos del literato en el sanatorio para contarlo en Doctor Pasavento, quiso hacerlo hasta las últimas consecuencias. Pidió que lo ingresaran para relatarlo en la novela y llenar así de algún modo el silencio de 23 años del último Walser; el director negó por tres veces, categóricamente, aunque al terminar la conversación le dijo que quizá no sería mala idea a la vista de su estado mental, bromea el propio escritor barcelonés.
En las alturas alpinas de Herisau, donde se conserva el pabellón en el que dormía Walser y en la sala de espera se exhiben sus Microgramas, Vila-Matas respiró el aire del maestro que le enseñó el arte de «escribir sin motivo» y de diluirse en la nada.
* El Mundo. 15.12.16 |