ENRIQUE VILA-MATAS
DISIENTE DE SÍ MISMO
Cuadernos Hispanoamericanos
Número 688, octubre 2007
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ENRIQUE VILA-MATAS DISIENTE DE SÍ MISMO
“Nadie regresa impunemente al cuento”, son palabras suyas. ¿Por qué esa vuelta después de más de una década? ¿Le ha costado adaptarse y frenar los hábitos de novelista?
Pueden ser necesarios años de preparación antes de que el artista dé con los códigos, las claves y los equilibrios correctos y pueda entrar y salir más o menos libremente de la visita a los distintos temas de su obra. A lo largo de la elaboración de la Trilogía de la Catedral Metaliteraria (Bartleby, Montano, Pasavento), cada vez me fui sintiendo más cómodo con lo que escribía, cada vez más en mi casa. Llegué a tener la sensación de que me había instalado en “una casa para siempre”. Y ahí sonó mi alarma. Había dado con una forma demasiado idónea para mí y decidí no cometer el error –que otros cometen- de instalarme en la comodidad de mi propio invento y método. Fue entonces cuando me propuse partir –como un explorador más- a la búsqueda de nuevas procedimientos. Y así inicié la aventura de regresar al cuento y ver qué pasaba...
Ha dicho que es su libro más genuino, que en este libro apenas se escuchan ecos de otros autores...
Es que procuré no dejarme contaminar demasiado por las referencias a otros autores. Aún así, Kafka, por ejemplo, juega un papel determinante en el libro. Y también otros escritores tienen ahí una presencia... En cuanto a lo de más genuino, siento que el libro tiene menos artificio que otros. Cuando dije que era el más genuino que había escrito, en realidad quería decir que –ya sé que tal vez no tiene mucho que ver una cosa con otra- se trataba del libro que daría a leer al Vulgo, es decir, a una persona corriente que me encontrara por la calle y me dijera que le gustaría leer algo mío. Es un libro que al principio parece modesto, casi engaña hablando precisamente de la modestia y de “odiadores” y otras vulgaridades y que poco a poco va preparando al lector para entrar en mi mundo más complejo, el más verdadero. El libro se disfraza al principio de cordero para ganar lectores incondicionales que, a medida que van adentrándose en el libro van viéndole las orejas al lobo. Mi deseo es que algunos sientan curiosidad por seguir adelante –recuerde aquello de Borges: “la curiosidad pudo más que el miedo”- y sigan avanzando para ver cómo son esas orejas y acaben descubriendo al lobo en su plenitud. El lobo se pasea radiante por el relato antepenúltimo, Porque ella no lo pidió.
Asegura irónicamente haber hecho un gran esfuerzo por lograr cierto cambio de estilo y contar historias “con sangre e hígado”, como le exigen sus “odiadores”, tan críticos con sus excesos metaliterarios. ¿De verdad pensó alguna vez escuchar a esos supuestos enemigos de los que habla?
Bueno, usted misma lo ha dicho. Lo aseguro irónicamente. Los enemigos, en todo caso, siempre han sido un gran motor de mi obra. Y encima me divierto con ellos. Pero también es cierto que acabo perdiéndolos a todos siempre en el camino. Ahora, por ejemplo, estoy sin enemigos visibles. Y es que los últimos en aparecer, los “odiadores” de ese relato, ya no me resultan válidos desde que confirmé que no tienen envergadura literaria y que encima esperan que les haga propaganda.
“Exploradores del abismo” es un libro de cuentos independientes pero que pueden ser leídos como un todo, un todo por el que camina ese equilibrista que aparece fugazmente para recordarnos que cada uno de los protagonistas está, como él, caminando por el filo ¿así también se siente usted, como un explorador asomado a un precipicio? ¿Qué ve cuando se asoma a su abismo particular?
En efecto, soy un explorador asomado al precipicio, sí. ¿Qué veo en mi abismo particular? Pues lo que usted quiera, estoy dispuesto a ver lo que usted quiera, porque todo es abismo. Abismo es, sin ir más lejos, escribir textos en los que siempre arriesgo, porque soy consciente de que sin ese peligro esos textos no serían nada, es decir, que sólo adquieren sentido gracias a ese riesgo. Ahora bien, no quiero mitificar demasiado lo que hago. Ser un equilibrista como Philippe Petit (cuya contrafigura, Maurice Forest-Meyer, es ese señor del que usted me habla y que cruza por Exploradores del abismo hilando los relatos) es algo que considero todavía más arriesgado. Aunque en el fondo Petit está haciendo lo mismo que yo, casi un deporte mental: la escritura de nuestras vidas sobre el alambre.
¿Y cuáles son sus armas para atravesarlo, para lidiar con ese vacío?
Las puede usted imaginar, pero no las diré, no sea que vuelvan a decir que soy demasiado metaliterario y todo eso que dicen en España –sólo en España- donde asombrosamente tan poco cervantinos son. Coincido completamente con Javier Marías cuando señala que este país se ha convertido en una sociedad de nuevos ricos con pocos escrúpulos y una moral muy laxa. Por no hablar del grado de ignorancia y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Si eres culto, estás perdido. Es un país con mucha saña y mucha mala leche, de escasa –por no decir nula- categoría moral. Barcelona, por su parte, era una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad está espantosa ahora, por muy de moda que esté en el mundo. Está de moda, por otra parte, por esa permisividad que no están dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. Aquí a Barcelona viene todo el mundo a cagarse a la calle, y hasta les aplauden. La ciudad se ha vuelto un parque temático y no pienso tardar mucho en irme de ella para empezar una nueva y mejor vida.
¿Puedo preguntar dónde le gustaría irse? ¿Al faro de Cascáis, quizá?
Me acuesto temprano. Como Proust, pensará usted. Exacto. Pero se lo digo porque quiero que sepa que ya no salgo de noche, voy a dormir hacia las once. Cuando alguna vez rompo ese horario y voy a alguna cena, se me complica todo. Me ocurrió en Nueva York, hace poco, cuando fui a cenar a casa de Siri Hustvedt y Paul Auster. Yo siempre había soñado en Nueva York, que ha sido siempre mi lugar ideal para vivir. De hecho, antes tenía sueños en los que sentía que era feliz porque vivía en Nueva York. En mi primer viaje a esa ciudad hace diez años, busqué esa felicidad que encontraba en los sueños, pero no di con ella. Ahora recientemente, en mi segundo viaje, la encontré por fin. A medianoche en casa de Paul Auster y Siri Hustvedt. Estábamos en los postres y sentí que era completamente feliz. Estaba en Nueva York, estaba en aquella casa genial. Todo cuadraba. Sin embargo, debido a mi horario y a pesar de mi estado de felicidad, no podía evitar largos bostezos que daban la impresión a mis anfitriones de que podía estar aburriéndome cuando era todo lo contrario. Pero el alma iba por un lado y el cuerpo por otro. Con todo, me quedó muy claro que la felicidad estaba en Nueva York. Es el primer lugar en la lista, pero estoy seguro de que, por comodidad, la ciudad elegida será París, donde lo tengo más fácil todo y que, a fin de cuentas, tampoco está tan mal. Sí, me iré a vivir a París a pensar –como cuando Pessoa estaba en Sintra y quería estar en Lisboa, aunque cuando estaba en Lisboa quería estar en Sintra- que tendría que estar viviendo en Nueva York.
Se habla de vacíos, de abismos, de precipicios... y sin embargo son cuentos muy optimistas. El libro se lee con una sonrisa constante. El humor, dice, «es el centro del universo, no la esperanza»...
Eso lo dice en Ame a Bo el astronauta que narra la historia. Pero seguramente el astronauta, ese hombre perdido en el espacio, soy yo. Con ese relato sucedió que, al escribirlo y ponerme en la que para mí era la situación más angustiosa del libro –ese hombre que viaja en soledad, infinitamente en línea recta, sin posibilidad de retorno-, descubrí que no era la esperanza, sino el humor el centro mismo de mi universo. Ante la muerte física sólo veo dos salidas, así a priori: dignidad y humor.
Ha reflexionado mucho sobre la ironía: “la forma más alta de la sinceridad”, “el mejor artefacto para desactivar la realidad”... ¿Es para usted una actitud ante la vida? En “Exploradores del abismo” habla de “la utilización de la ironía templada como rasgo de elegancia” ¿Ha ido evolucionando esa mirada irónica con el paso del tiempo?
Me interesa la ironía como complot contra la realidad. Y en cuanto a eso de “la forma más alta de la sinceridad”, la verdad es que me han preguntado por esa frase muchas veces. Le seré sincero. La escribí sin saber muy bien lo qué quería decir. Por eso la frase me persigue. Todo el mundo me pregunta por ella. Y yo la aclaro cada día de una forma distinta. Dicen que un libro clásico es aquel que no acaba nunca de contestar a las preguntas que nos hacemos sobre él y que por eso dura tanto y se convierte en un clásico. Es lo que me sucede a mí con esta pregunta, que se ha convertido en un “clásico” de mis entrevistas más recientes. Anda todo el mundo dando vueltas a qué he querido decir con la frase. Esto me recuerda a una de Nietzsche que Savinio colocó al frente de su libro Maupassant y el otro. “Maupassant, un verdadero romano”, decía el epígrafe de Nietzsche. “No bromeo lo más mínimo –decía Savinio en una nota a pie de página a este epígrafe- si digo que la definición de Nietzsche ilumina efectivamente la figura de Maupassant. Y quisiera añadir: mediante el absurdo. La ilumina tanto mejor cuanto que no se sabe qué es lo que Nietzsche ha querido decir llamando romano a Maupassant, y quizá después de todo no ha querido decir nada, como ocurre a menudo con Nietzsche. Pero, ¿me entenderá el lector si digo que cuando más se dice es no diciendo nada?”.
Otro nexo común entre los cuentos es ese guiño autobiográfico que lleva a que muchos de sus protagonistas acaben de pasar por el quirófano, o vayan a enfrentarse próximamente a una operación, incluso usted mismo relata el grave colapso físico que sufrió recientemente. ¿Siente de verdad, como afirma en el libro, que tras esa experiencia es usted “otro”? ¿De qué forma la enfermedad ha cambiado su literatura, y su vida, por mucho que en usted ambas sean una misma cosa?
Como persona, me he serenado. Incluso me he vuelto extraordinariamente receptivo y atento con los demás. En mi círculo íntimo, no hay duda alguna sobre mis cambios y hasta se habla de un renacimiento, en el amplio sentido de la palabra. En lo literario, la respuesta a si he cambiado es: Sí y no. Y creo que está bien que así sea. No he cambiado porque a estas alturas de la expedición ya hay –afortunadamente para mis lectores- un estilo propio y es imposible extirparme el ADN literario. Hay un ritmo, un tono, una melancolía y un humor a los que sólo podría renunciar con el silencio y la desaparición, y me temo que ni siquiera así. Y es que, como dice mi amigo y admirado Rodrigo Fresán, por más que declare mi admiración por la sencillez de un Raymond Carver por ejemplo, a mí me seguirán sucediendo cosas vila-matasianas. Y sí he cambiado, porque en Exploradores del abismo me interrogo sobre mi obra y me pregunto por dónde proseguir y me abro a mí mismo nuevos caminos para continuar. He tenido inclusión la impresión en el libro de que si hasta ahora comentaba las obras de otros y las convertía en mías, ahora comento mi propia obra, la discuto y la altero, he pasado a ser en algunos aspectos –como digo en Café Kubista, el prólogo, donde no todo, por otra parte, de lo que digo allí, es cierto- un disidente de mí mismo
Ese placer por el juego, por hacer desaparecer las fronteras entre realidad y ficción y sembrar la confusión en los lectores, sumado a sus ya conocidas entrevistas falsas, o las citas que son suyas y pone en boca de otros escritores, cuando no se las inventa directamente, provoca que el lector acabe intrigado y divertido, pero a la vez que siempre ponga en duda todo lo que afirma como realidad. ¿Le divierte, le es indiferente o puede llegar a preocuparle ese grado de desconfianza? ¿Fuera de la literatura está también siempre “bajo sospecha” por parte de quienes le rodean y conocen su afición a la impostura?
Se olvida a menudo que yo trabajo literalmente en el campo de la ficción. La ficción es invención. La ficción es ficción. Como decía Nabokov (y no invento la cita, pero si lo hiciera la frase diría lo mismo que dice), “calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza”. Y bueno, me habla usted de cuando estoy fuera de la literatura... Ese es mi terreno privado, donde solo puedo decirle que distingo perfectamente entre ficción y realidad, aunque a veces, ¡ay!, me suceden en la vida real cosas exageradamente literarias.
En el cuento “Porque ella no lo pidió” va todavía un poco más allá y presenta como ficción algo que ocurrió en realidad: la propuesta que le hizo Sophie Calle de escribir una historia para que ella pudiera vivirla. Al final consigue que ya no sepamos qué es ficción y qué es realidad, aunque quizá el mayor logro es conseguir que eso nos de exactamente lo mismo. Da la impresión de que con este cuento ha querido dar todavía un paso más en la relación vida-literatura que tanto ha explorado.
Es que tanto divagar y disertar en torno a las relaciones entre literatura y vida y va Sophie Calle y me dice: “Escríbeme una historia, y yo la vivo”. Me pareció que eso iba más allá de la literatura. Todo eso, además, me llegó cuando acababa de publicar Doctor Pasavento y no sabía por dónde iría. O sea que, en un primer momento, pensé que todo aquello me llevaba más allá de mi literatura. De alguna forma, fue como la historia del señor del Tiempo Lento de Mantua. La aparición de Sophie Calle en mi vida me pareció providencial. Entre otras cosas, me mostró la puerta de salida de mi Trilogía de la Catedral Metaliteraria. En Exploradores del abismo lo cuento como si fuera inventado, pero mi historia con Sophie ha ocurrido en la vida real. Lo que sucede es que, contándola como ficción, he dado una vuelta de tuerca más a mis exploraciones sobre realidad y ficción, he ido más allá de mi literatura, pero quedándome en la literatura, es decir, no dando el salto a la vida, porque me pareció que, si lo daba, iba a quedarme sin nada y la buena de Sophie se quedaría con mi literatura... Y bueno, no puedo dejar de contarle a usted ahora que ayer, después de un año de silencio, Sophie me envió un e-mail para preguntarme mi dirección de Barcelona, ya que quiere enviarme un libro que acaba ella de publicar. No tuve más remedio que comunicarle que también yo he escrito y publicado algo y que quiero enviárselo. O sea que, si no me equivoco y como era previsible, la historia sigue, lo cual –tengo que confesarle- me da un poco de miedo, aunque confío en mí y sé que sabré sobreponerme a cualquier pánico posible.
Es curioso que usted haya generado su propio adjetivo. Igual que se habla de algo kafkiano o dantesco, muchos de sus seguidores se reconocen a veces en situaciones “vila-matasianas”. ¿Le gusta, le hace gracia? ¿Qué elementos se dan en las situaciones que llevan su apellido? ¿Cuál ha sido la ultima experiencia vila-matasiana de Vila Matas?
¿Si me gusta? Lo vivo con resignación divertida. Pero es que es verdad que me suceden en la vida real cosas muy literarias. El otro día, por ejemplo, sin ir más lejos, estaba en Mantua y acababa de dar una conferencia y se me acercó un señor que me dijo si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el titulo de mi libro El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que después de todo era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación Internacional del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Sólo pensé que parecía un personaje salido de mis relatos. Es increíble como la Naturaleza puede imitar a la ficción... La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el Tiempo. “Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro”, dije imitando a San Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en un cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil –después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía una cierta prisa porque me esperaban en la plaza Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: “Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?”. Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. “Siga su camino”, añadió magnánimo. Salí de allí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.
En Bartleby y compañía abordó el tema de los escritores que dejan de escribir, de las personas que viven y luego dejan de hacerlo. ¿A usted también le asalta ese miedo?
Miedo ninguno. La columna vertebral de mi método creativo –ampliado gracias a la exploración, valga la redundancia, de Exploradores del abismo- no permite el silencio exagerado. En la esencia de esa columna se halla una frase que yo sé que vertebra toda mi obra futura, lo cual –dicho sea de paso y con mi sonrisa más amplia- es todo un descanso saberlo, pues se vive muy bien alejado de cualquier inquietud bartleby. ¿Le digo la frase? Espere, que no sé si voy a recordarla bien... Sí, ya está, es de Beckett. A ver... “No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree querer decir, y decirlo siempre”
Y se fue al extremo contrario, a narrar la historia de un moderno Don Quijote en enfermo de literatura con El mal de Montano...
El mal de Montano –destacaría de él su estructura, inédita en el mundo de la novela- dio nombre a un síndrome que en catalán ya lo tenía: lletraferit, es decir, letraherido. Tener el mal de Montano es, en definitiva, ser un letraherido. Me pareció que hablar de ese síndrome era la única salida que tenía después de Bartleby y compañía. Pero no quería hablar sólo de ese síndrome, sino del mundo de los diarios literarios que son fronterizos con la ficción. Gide, Gombrowicz, Kafka... Ese era para mí el tema central y también el tema de estudio del libro, y no el síndrome de Montano. En Doctor Pasavento sucede algo parecido; se considera que el libro habla del tema de la desaparición, pero en realidad habla de la soledad de ese personaje que se esconde creyendo que todo el mundo lo buscará y no lo busca nadie.
Se comentó mucho, sobre todo cuando le dieron el premio Rómulo Gallegos, el hecho de que el reconocimiento le llegara en países como Francia, Argentina o México, antes que en España. Incluso llegó a decir que se había autoaplicado la ley de extranjería en vista de que no encajaba en ese panorama narrativo español. ¿Se siente hoy más cómodo tras la llegada del éxito, los premios y la valoración como uno de los escritores más importantes y originales del país? ¿Sigue siendo igual de cerrado ese panorama?
Ahora está todavía más cerrado. Porque estamos en el país en el que, en cuanto uno crece, le llueven los palos. Ni siquiera el Premio de la Real Academia a Doctor Pasavento aplacó los ánimos, sino todo lo contrario, claro. Pero ya me da igual porque, a fin de cuentas, nunca he creído en las literaturas nacionales, de modo que quiero desentenderme ya de una vez por todas del tema del reconocimiento español y de todas esas zarandajas. Pero queda un poso de rencor inevitable. Una anécdota ilustra lo que me ha pasado a lo largo de estos últimos años: el día en que recibí el Médicis-Etranger, el premio al mejor libro extranjero publicado durante el año 2002 en Francia (algo así como ganar la Copa de Europa en Wembley), llamaron desde París a las páginas de Cultura de El País para que publicaran la noticia y desde allí les dijeron que no le darían mucho relieve porque “a ese ya lo hemos sacado mucho últimamente”. Sobra decir que si el ganador hubiera sido alguien de la casa, el despliegue de información sobre el premio (a la final llegaron DeLillo y Joyce Carol Oates) habría sido apabullante. Más anécdotas: A un ensayista de quinta fila que se califica a sí mismo de “crítico honesto” le dio por decir, el otro día, que yo triunfaba en Francia porque ese era un país tradicionalmente “de acogida”, o algo por el estilo. Ya está: así justificaba ante sus pobres seguidores que yo fuera un escritor pésimo, aunque triunfara en Francia. O sea, que para él era algo chupado que te hicieran caso allí cuando en realidad todo el mundo sabe que algún mérito literario tienes que haber hecho para que en ese país de gran tradición lectora hayan llegado, por ejemplo –como ocurrió la semana pasada-, a proponerme para que entrara en la Academie Française. Y bien, ahora acabo de recibir dos premios seguidos en Italia, el Flaiano y el premio letterario Elsa Morante “a un gran escritor extranjero” (silenciado los dos, por cierto, por la sección de Cultura de La Vanguardia, el periódico de mi ciudad), dos premios notables, y me gustará saber qué nueva explicación le encontrará el “crítico honesto” a esa expansión de mi obra en Italia. ¿También quedará todo explicado diciendo que Italia es “acogedora”?
¿Le interesa la literatura que se hace ahora mismo en España? ¿Y en Hispanoamérica, cree que se está viviendo un importante momento de creatividad?
Creo en escritores individuales y, como le he dicho, no he creído nunca en las literaturas nacionales. Hay buenos narradores españoles. No doy nombres para evitarme problemas. Lo que sí tengo que decir es que una de las cosas que más me sorprenden de los escritores españoles y de los escritores catalanes de hoy en día es que sientan deslumbramiento ante cualquier patán norteamericano y no hayan mostrado apenas interés por la vigorosa literatura hispanoamericana de ahora. Por lo demás, ya lo dije en un artículo en El País y puedo repetírselo a usted ahora si quiere: he tenido que viajar a muy diversos países y padecer –o, mejor dicho, observar- de cerca el desconocimiento de la literatura española en casi todas partes. Sólo cinco o seis nombres de escritores en lengua española son realmente conocidos por el público literario europeo. El referéndum más cruel lo pasan los escritores españoles en Hispanoamérica, donde, a diferencia de Europa, sólo dos o tres escritores -más bien los más alejados del tradicional realismo hispánico y de la prosa castiza- interesan. Si comienzan por no interesar en Hispanoamérica, ¿cómo van a interesar al mundo? Los 101 escritores catalanes que acuden a Frankfurt podrían comenzar a tomar nota de esto, pues quizás les convenga no caer en el mismo pozo en el que han caído numerosos escritores españoles. Pero los catalanes –exceptuando a algunos genios- aún son más cerrados todavía.
Supongo que conservará aquella cuartilla en la que Marguerite Duras –su casera durante los dos años que vivió en París- le apuntó las claves que debía tener presentes para escribir una novela... unidad, armonía, estilo, tiempo... ¿Cuáles le escribiría usted en una cuartilla en blanco a un joven que quiere ser escritor, lo mismo que era usted entonces?
Francamente, no creo en los consejos. Es más, me parece que en general se piden consejos para no seguirlos o, en el caso de seguirlos, para reprochárselos luego a quien te los ha dado. Pero en fin, supongamos que me obligaran con una pistola a dar algún consejo a un joven. Le daría aquel que le dio Oscar Wilde a un muchacho al que le habían dicho que debía comenzar desde abajo: «No, empieza desde la cumbre y siéntate arriba.»
“Un verdadero artista es un solitario de sí mismo” dice en uno de sus últimos cuentos, que es en realidad un ensayo sobre el placer de la invisibilidad y la necesidad del artista de blindarse contra el mundo. ¿Cómo vive esa tensión entre el personaje público con una agenda llena de actos, conferencias, entrevistas, compromisos... y el deseo de aislamiento que le atrajo en un principio de la idea de ser escritor?
¡Ay, ese texto, La gloria solitaria...! En realidad, a mí me gustaría poder escribir siempre como lo le hecho en el ensayo que cierra Exploradores del abismo. En ese escrito es donde más me reconozco. Ahí precisamente queda claro que el público lector puede ser a veces un gran engorro. Como no estoy actualmente para perder el tiempo, creo que cada vez haré más lo que realmente quiero hacer y que por tanto mi literatura se dirigirá hacia ese tipo de escritura en la que me siento más auténtico y más libre, por mucho que siempre habrá quien se sentirá olvidado como lector. Pero lo siento –le diría yo a ese lector-, no haberte contaminado tanto con la televisión y con la lectura de tanto pesebre castizo.
¿Qué opina de la crítica que se hace en España? ¿A usted en particular sigue afectándole una mala crítica, por insignificante que sea, como ha comentado en alguna ocasión?
Eso me ocurre porque tengo en gran estima la crítica literaria. He leído siempre crítica, inglesa y francesa sobre todo. En España se cree absurdamente que “criticar” es darle un buen palo a alguien. En fin. A mí me ocurre que cuando me halagan suele importarme poco, pues, como no soy tonto, el éxito lo vivo como algo muy relativo. Y en cambio puede ocurrirme que cualquier mínimo rechazo a mi obra lo vea como una gran afrenta, un rechazo a la totalidad. Ese sentirlo como una gran afrenta es algo que queda ilustrado perfectamente en la anécdota de Pier Paolo Pasolini, artista de la máxima honradez, que lloró por una crítica negativa en la hoja parroquial de un pueblo de mala muerte. Y es que una crítica en contra (aunque el crítico sea un famoso idiota o sea un retrato mío hecho por Trapiello en el que en realidad sólo se retrata a sí mismo), las malas ventas de un libro, ese premio insignificante pero que sin embargo no te han dado, ese escaparate de librería donde no está tu libro y sí en cambio uno de tu más odiado colega, ese suplemento cultural en el que no te nombran y encima dedican tres páginas a un mamarracho, todo eso pueden ser para mí rechazos que me impiden vivir en paz. En esta entrevista he ilustrado precisamente este drama. Por eso ahora tocaba ironizar sobre él. Y es que en todo texto de los que escribo, pero también en cualquier entrevista que mantengo, necesito incluir la dosis precisa de autoironía.
Con esa frontera imprecisa entre su literatura y su vida, es fácil imaginarle siempre escribiendo porque incluso cuando lee, está implícitamente creando, reelaborando lo leído ¿no se da nunca vacaciones?
Es que no tengo sensación nunca de trabajar y por tanto carecería de sentido que me fuera de vacaciones.
Sabemos el tipo de literatura que no le interesa, en “París no se acaba nunca”, por ejemplo, escribe que le hacen reír esos escritores realistas “que duplican la realidad empobreciéndola”. Y sabemos también cuáles son sus héroes literarios Walser, Pynchon, Melville, Raymond Roussel, o Samuel Beckett... ¿qué espera encontrar cuando abre un libro? ¿Es fácil seguir hallando literatura subversiva?
Espero encontrar una visión del mundo original, distinta de las que ya conocía. En cuanto a la literatura subversiva, la verdad es que no tengo problema para encontrarla siempre.
Además del cuento o la novela, también ha cultivado el ensayo, la crónica periodística, las conferencias y multitud de textos –“artefactos literarios”- híbridos. ¿Se siente cómodo fuera de la ficción, por ejemplo, en las crónicas periodísticas que le obligan poner los pies en la tierra para pasearse por la realidad cotidiana?
Tiendo a eliminar fronteras entre los géneros para llevarlo todo a mi terreno, a mi aguijón y estilo propio. Dicho de otro modo, todo lo vilamatizo, incluida la realidad cotidiana. No lo puedo evitar, va con mi carácter.
Reproduzco unas palabras suyas, una bella forma de describir la tarea del escritor “es algo terrible pero que recomiendo a todo el mundo, porque escribir es corregir la vida, es lo único que nos protege de las heridas insensatas y golpes absurdos que nos da la horrenda vida auténtica”. ¿La literatura es un refugio para usted?
Me gusta mucho una foto que hizo Juan Rulfo en México, donde podía verse un pino seco y un bar cerrado y en ruinas desde hacía años, en pleno desierto, sin ninguna otra casa en varios kilómetros a la redonda. Ese bar recordaba mucho a ese caserón o salón de juegos solitario en medio de la nada que aparece en la película Johnny Guitar. Pero el bar de Rulfo era real. Había sido abandonado hacía muchos años. Lo que me gustó de él es el nombre, el nombre de ese bar, se llamaba (o se había llamado) El Último Refugio.
En esta serie de entrevistas a escritores me gusta plantear un juego cuando sé quién será el entrevistado del próximo mes, y existe entre ustedes cierta amistad o complicidad. En este caso será (confío) Javier Marías ¿Qué pregunta le haría? (y yo le invitaré a adivinar quién cree que le plantea la pregunta)
Lógicamente no le voy a hacer una pregunta difícil, pues quiero evitar el mal trance de que no me reconozca. De modo que voy a preguntarle si ha perdido, regalado o conserva el libro blanco de Toussaint sobre Zidane que le di en nuestro encuentro futbolístico de diciembre pasado en Barcelona.
También, claro, he pedido una pregunta prestada... en este caso a Ricardo Piglia:
“Un amigo común me ha dicho que, inicialmente, el Doctor Pasavento se iba llamar Doctor Pynchon y hoy a la tarde he leído con admiración su texto La gloria solitaria donde, entre otras historias, comenta el ensayo Contrapunto de Don De Lillo, ¿podría conocer su opinión sobre esos dos novelistas norteamericanos? ¿Cree usted que han sido influidos, como todos nosotros -desde el más allá- por Macedonio Fernández?”
Sí. Y hasta me imagino un libro de Pynchon que se titularía No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Los dos norteamericanos me parecen absolutamente geniales, aunque todavía han de aprender a titular como lo hacía Macedonio. En cuanto a éste, es, sin duda, mi escritor de conspiraciones metafísicas preferido y no me extraña que su alargada sombra se proyecte sobre DeLillo y Pynchon y sobre nosotros y sobre el mundo entero.
Dígame la verdad ¿se ha inventado alguna de las respuestas de esta entrevista?
Sólo la última, esta respuesta.
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