ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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En la puerta de The Gravediggers (Los Enterradores), pub en el cementerio de Dublín
En la puerta de The Gravediggers (Los Enterradores), pub en el cementerio de Dublín




Presentación de Dublinesca. Madrid, marzo 2010
Presentación de Dublinesca
Madrid, marzo 2010




Con Ray Loriga. Presentación de Dublinesca. Madrid, marzo 2010
Vila-Matas y Loriga
Madrid, marzo 2010




SAINT PATRICK'S DAY

JOAN DE SAGARRA

Madrid, restaurante Salvador, 17 de marzo, diez y siete minutos de la noche. Enrique Vila-Matas moja un pedacito de pan en un huevo frito (sin sal) y se lo lleva a la boca en el mismo instante en que el camarero anuncia el tercer gol del Barça (el segundo de Messi) frente al Stuttgart. Mi primo Enrique sonríe la mar de contento. Ernest Hemingway, en una fotografía en la que aparece junto a Luis Miguel Dominguín, le devuelve la sonrisa.

El restaurante Salvador, situado en la calle Barbieri, en la esquina con San Marcos, es uno de esos restaurantes de toda la vida, con viejos y honestos camareros, en el que se come más que decentemente –mi rabo de buey estaba muy rico- arropado por centenares de fotos de toreros y escenas taurinas. Tres horas antes de que Messi marcase el tercer gol del Barça, mi primo Enrique presentaba su última novela, Dublinesca (Seix Barral) en la Biblioteca histórica Marqués de Valdecilla, una dependencia de la Universidad Complutense madrileña, donde mantuvo una amable y divertida conversación con su colega y amigo Ray Loriga, el cual se sentaba a su lado en la mesa del restaurante Salvador, junto a otros colegas y amigos: Ignacio Martínez de Pisón, Luis Martin-Santos, Marcos Giralt Torrente, César Antonio Molina y su mujer, Mercedes Monmany; Mónica Martín, la agente de Enrique; la escritora francesa Muriel Barbery, Elena Ramírez, la directora de Seix Barral; Nahir Rodríguez, Txell Torrent, María Jesús de Elda, mi mujer, y Paula de Parma, la mujer de Enrique.

Eso de las presentaciones de libros suele ser, la mayoría de las veces, un coñazo o, cuando menos, “uno de eses grandes malentendidos”, como dice Jean Echenoz, el colega y amigo francés de mi primo Enrique. ¿Por qué? Pues porque, según dice Echenoz, “el autor no lo había concebido (el libro) para después hablar de él”. “Casi todo lo contrario, dice el autor de Cherokee: fue hecho para no tener que hablar”. Y cita una frase de Pascal Quignard: “La voz del libro viene de un deseo de callarse”. Pero el público que abarrotaba literalmente la Biblioteca del Marqués de Valdecilla no lo veía así. Era un público compuesto en su inmensa mayoría por fans de Enrique Vila-Matas y Ray Loriga, dispuesto a divertirse, a pasarlo bien, y a fe mía que lo consiguió.

Dublinesca es una novela que tiene múltiples lecturas. Una de ellas, la mía, es un tanto patética y a la vez divertida. Samuel Riba, el último editor literario, “por fin libre, sin la atadura criminal de la edición de ficciones (el negocio se le ha ido a la ruina), una labor que a la larga se volvió un tormento, con la competencia siniestra de los libros de historias góticas y Santos Griales y sábanas santas y toda aquella parafernalia de los editores modernos, tan analfabetos”, ha tenido un “sueño premonitorio” y decide viajar a Dublín para celebrar un 16 de junio, el Bloomsday , “las honras fúnebres de la galaxia Gutenberg”. Eso del sueño premonitorio queda muy bien, pero el lector se pregunta, como el propio Riba, si eso del previsto viaje a Dublín no es una de esas mentiras que le cuenta Riba a su madre –Riba suele visitar los miércoles a sus ancianos padres, que todavía le creen editor, y a los que describe, cariñosamente, como los padres del Fin de partie beckettiano (“Tout de même, comment peut-on mettre ses parents dans une poubelle”, se exclamaba escandalizada la madre de Roger Blin, el director de la pieza). Una mentira que Riba se verá forzado a cumplir, para luego contarle el viaje a su madre.

Total, que sueño premonitorio o no, mentira o no mentira contada a su madre, Riba viaja a Dublín, da el “salto inglés” e inicia “su gran viaje sentimental sterneiano, su odisea en busca del entusiasmo original”. (la palabra entusiasmo se repite muy a menudo). En un intento de “reencontrar al genio, a la primera persona que hubo en él y que se esfumó tan pronto”, dice. Pero en Dublín, en compañía de sus amigotes de la Orden de Finnegans, amén de celebrar unas ridículas honras fúnebres por la galaxia Gutenberg –todos los Apocalipsis tienen algo o mucho de ridículos-, Riba sólo encontrará a un tipo desgarbado, el desconocido del impermeable un -mackintosh-, que se parece al joven Beckett y que no sabemos a ciencia cierta si es aquella primera persona que se esfumó, o el escritor genial que el editor Riba ha buscado toda su vida y que nunca encontró. O el fantasma del amante –un mozo de Cork- de su mujer Celia, la budista, que, dicen, falleció.

En mi opinión, ese Mackintosh, el hombre de la gabardina, no es otro que mi primo Enrique, aquel “escritor genial” que ahora escribe la patética historia dublinesa del editor Riba –pero, ¿quién es Riba, ese hombre enamorado de Nueva York que viaja a Dublín para volver a caer en la bebida?-  y que Riba jamás editará. En la contraportada del libro de Enrique, una mano anónima ha escrito dos palabras: “Simplemente genial”. Una novela muy esperada y que ya ha sido vendida a Francia (Bourgois), Italia (Feltrinelli), Grecia (Kastaniotis), Brasil (Cosac Naify), Portugal (Teorema), Israel (Rimonim), Estados Unidos (New Directions) e Inglaterra (Harvill).

Ese miércoles, 17 de marzo, era la festividad de San Patricio, patrono de Irlanda, y el cumpleaños de mi mujer. Al salir del restaurante nos fuimos a tomar unas copas al pub James Joyce, en Alcalá. Al cruzar la puerta nos acogió la voz inconfundible de Dino: “When the moon hits your eye like a big pizza pie… That´s amore”. Al pasar por Cibeles, cuatro chicas con camisetas del Barça se hacían una foto mientras gritaban: “¡Messi, Messi, Messi!”.

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