Marcel Duchamp
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UNA VIDA ABSOLUTAMENTE MARAVILLOSA
ME FASCINÓ LA CUBIERTA que reproducía Obligation pour la roulette de Monte Carlo, un ready-made de Duchamp que consistía en un rostro enjabonado en medio de un bono de casino para la ruleta monegasca. Entré en la librería que exponía en su escaparate Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne. Y la contraportada de Anagrama aún me resultó más atractiva que la cubierta, porque empezaba diciendo: “Marcel Duchamp ha sido, según André Breton, “uno de los hombres más inteligentes (y para muchos el más molesto) de este siglo. También uno de los más enigmáticos”.
Corría el año de 1972 y tenía una cierta idea de lo que podía ser un hombre inteligente, pero ninguna sobre cómo se podía llegar a ser el hombre más molesto de todo un siglo, y eso me interesaba bárbaramente. Vi muy pronto que había comprado mi biblia personal, pero tardé más en enterarme de que ya no me separaría nunca de aquel libro. Siempre lo he tenido en la estantería que está a la izquierda del escritorio del que no me he movido en los últimos cuarenta años. El libro se convirtió en mi biblia, pero no porque me fascinara ese hombre que todo el tiempo estaba a punto de dejar de ser un artista, sino por algo más sencillo e interesante: a sus setenta y nueve años, decía que había tenido “una vida absolutamente maravillosa” y parecía proponer un estilo ágil de conducta y de relaciones con el arte y con el mundo para quien quisiera sacar provecho de su involuntaria lección. ¿Los no inteligentes le consideraban molesto? Sería porque creían que se oponía a lo que estaban haciendo, pero en realidad no hacía tal cosa, simplemente ellos no se daban cuenta de que se podía hacer algo distinto a lo que se hacía en aquel momento.
-¿Leía lo que se escribía sobre usted?
-Claro. Pero lo he olvidado.
Conversaciones con Marcel Duchamp estaba cargado de respuestas que parecían funcionar a modo de pistas para moverse por la vida de una forma que uno pudiera llegar a una edad ya muy respetable pudiendo proclamar que todo había resultado absolutamente maravilloso. Recuerdo todavía las primeras frases de Duchamp, porque me dejaron plenamente conectado al libro: “Espero que haya un día en que se pueda vivir sin tener la obligación de trabajar. Gracias a mi suerte he podido pasar a través de las gotas. En un cierto momento comprendí que no debía cargarse a la vida con demasiado peso, con demasiadas cosas por hacer, con aquello a lo que se llama una mujer, niños, una casa en el campo, un coche, etc. Y lo comprendí felizmente muy pronto”.
Después de volver ayer al libro, me dije que con razón Duchamp se atrevió a hablar de una vida maravillosa. Artista no, decía de sí mismo: anartista. Y la inminencia de tener que abandonarlo todo no le parecía nunca horrible, pues no sentía que pudiera haber en esa renuncia algo que lamentar. “El anartista –dice Alan Pauls- es como el célibe; como el artista del hambre de Kafka: la privación no es un accidente, no interrumpe ni corta nada: es el corazón mismo del programa”. Los espectadores de la vida y del programa de Duchamp no podemos más que quedarnos pasmados mientras nos preguntamos cómo fue posible que un anartista que apenas tenía obra y se autoexcluía de los grandes movimientos artísticos de su juventud, acabara convirtiéndose en el artista más influyente de los últimos cien años.
Un misterio. Una felicidad. Existe sin duda la posibilidad de que todo fuera el producto de un sinfín de equívocos provocados por el escándalo americano de 1913 de Desnudo bajando una escalera, y que gracias a este equívoco y a este cuadro se haya proyectado sobre su vida y sobre su obra una veneración que el propio Duchamp sólo entendía si recurría a la ironía: “He tenido más suerte al final de mi vida que al principio”.
En realidad, frente a los groseros esfuerzos de Dalí por ser visto, frente al trabajo metódico y obsesivo de Picasso, frente a los antojos teóricos de Metzinger, Duchamp siempre fue un artista que no se caracterizó precisamente por su voluntad de llamar la atención, ni por su entrega desmedida al trabajo, ni por sus fatigas teóricas. Por el contrario, nunca consideró el arte como solución de nada, y para colmo dejó de pintar y se dedicó a buscar la suerte de poder pasar a través de las gotas. Y esa suerte la encontró. Pasó a través de las gotas como el consumado nadador que era, y encima fue envidiablemente feliz.
Un día, en París, Naum Gabo le preguntó por qué habla dejado de pintar. “Mais que voulez-vous?”, respondió Duchamp abriendo los brazos, “je n´ai plus d´idées” (¿Qué quiere?, ya no tengo ideas). Qué tranquilidad puede llegar a dar una respuesta así y qué sereno debe de quedarse quien la da. Si no hay ideas, tampoco es cuestión de repetirse. Y sin embargo nuestro anartista dejó un legado, sin enterarse. O enterándose poco, porque le absorbía el ajedrez. El enigma, si se quiere, sigue ahí. ¿Qué hace que Duchamp, que no hizo casi nada, siga presente y las estrellas de Picasso y Dalí y otros maestros se estén apagando? La clave podría estar en su ironía y su escepticismo y en haber tomado distancias con lo que los románticos entendían como la religión del arte. “Me temo que en arte soy agnóstico”, le dice a Cabanne en un momento de este libro de conversaciones que después de releerlo creo que influyó en mi obra y no tanto en mi vida, aunque me ha permitido tener la conciencia, si cabe más clara, de que he podido conocer el choque de al menos dos tensiones siempre: la necesidad de estar y no estar al mismo tiempo. Ser el activo y pesado Picasso y producir todo el rato, pero también ser el indolente y gran amante del juego que fue Duchamp, y prodigarme lo menos posible y en realidad no hacer nada y practicar el arte de saber respirar y de caminar por la Quinta Avenida. Hablar mucho, como mi padre, y a la vez conocer las sabias pautas del silencio, como mi madre. Dos posibilidades de las que ya habló Kafka: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Y en realidad suscribir aquello que decía el propio Duchamp: “Siempre me he forzado a la contradicción, para evitar conformarme con mi propio gusto”. Que viene a ser parecido a lo de Walt Whitman: “¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo”. En esa frase el poeta norteamericano habría encontrado una manera como otra de tomar posiciones ante la vida y una forma de tener, como mínimo, dos versiones de un mismo tema: él mismo. Por eso a veces juego con el gato de Schrödinger, que encarna la paradoja cuántica de estar vivo y muerto a la vez. En otras palabras, juego a no ser Duchamp y serlo. Después de todo, Shakespeare me importa un rábano, no soy su nieto. Y que tengan ahora ustedes muy buenas noches y una vida absolutamente maravillosa. Yo no la he tenido. Pero la tengo.
ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 18 abril 2009 |