ENRIQUE VILA-MATAS RELECTURAS 
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Al revés
Al revés.



Fontenay-aux-Roses
Fontenay-aux-Roses.



AL REVÉS

Desde que descubrí que nada hay tan aburrido como la diversión, evito frecuentar lugares a los que antes iba. Y eso ha ido modelando mi carácter como el mar esculpe una roca. Casi sin darme cuenta me he ido acercando a Des Esseintes, personaje principal de Al revés (A rebours) de Joris-Karl Huysmans, un tipo que descubre un día el inmenso sopor que se esconde detrás de la alegría absurda de toda jarana y decide abandonar su festiva ciudad. Dejarla tiene su mérito, porque vive en el mejor París de todos los tiempos, en el París de finales del siglo XIX,  capital en aquellos días del arte y del universo supuestamente más civilizado.

En busca de una vida más intensa, Des Esseintes decide abandonar su Faubourg Saint-Germain (es decir, el mundo) y recluirse en las afueras de la ciudad, en una mansión de Fontenay-aux-Roses, que decora de acuerdo con sus gustos excéntricos  y que convierte en un sitio en el que se dedica a explorar toda clase de manifestaciones artísticas (muy especialmente libros, cuadros y perfumes), hasta que algo no previsto clausura su paraíso artificial. 

Leí el libro de Huysmans hace años sin que me dejara huella alguna. Creo que no lo entendí porque me fijé sólo en su lado diabólico y en su vistosa afición al reverso, en su voluntad de ir a contrapelo. Su relectura, en cambio, me está dejando huella, incluso dejando extrañamente muy animado, como si hubiera conocido de golpe la dimensión depravada de ciertas fiestas privadas. La tercera persona a la que recurre Huysmans para narrar el profundo rechazo y el tedio del egoísta Des Esseintes, no es en realidad más que una máscara que encubre al propio autor. Como escribiera en su momento Beatriz Trabarais, “Des Esseintes era simplemente el Míster Hyde del futuro trapense Huysmans, del que sólo podía librarse para salvarse como escritor, y quizá como hombre, expulsándolo fuera de sí mediante la escritura y reconociendo de este modo la presencia fantasmal de su doble”.

Resulta curioso observar que ese Míster Hyde de Huysmans fue creado en 1884, sólo un año antes de que R.L Stevenson escribiera su libro sobre el Doctor Jekyll. Ese doble de Huysmans está también emparentado con el conde de Maistre que, un siglo antes, se encierra en Turín en el invierno de 1794  para perpetrar Viaje alrededor de mi cuarto. El de De Maistre es sin duda más optimista que el libro de Huysmans, pues el primero aún aprecia lo que hay en su cuarto de estar, es decir, aún valora la vida en la vida, aunque sea la vida en una habitación, mientras que el decadente Huysmans odia al mundo y lo odia todo, salvo el arte y aquello que pueda resultarle sublimemente artificial.

     A lo largo del siglo pasado, aparecieron algunos notables sucesores de lo que podríamos llamar “el  extraño caso del conde de Maistre y monsieur Huysmans”. Pienso, entre otros muchos, en el narrador de La habitación cerrada de Paul Auster, un hombre que en un momento determinado del libro es abandonado por las manos invisibles que construían la trama de su vida y se queda a merced de la intemperie y de una sensación de aislamiento inesperadamente angustiosa: “Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo”.

Podría Auster haber dicho “estaba situada dentro de mi mente”, pero prefiere hablar de un cráneo, quizás porque quiere ser muy concreto y un cráneo es un cráneo mientras que una mente es algo ligeramente más impreciso o etéreo, o bien porque quiere homenajear a un libro pariente del viaje interior del conde de Maistre: Viaje alrededor de mi cráneo, de Frigyes Karinthy, dramática historia (1938) de un hombre que cae enfermo cuando comienza a oír que unos trenes invisibles recorren sus tímpanos.

Soñando Dios sabe qué, Des Esseintes cultiva en su casa  plantas que parecen metálicas y tiene como animal doméstico una tortuga a la que le ha pintado de oro el caparazón. Todo en su craneal mansión  recuerda a un acuario. Cree mucho en ella, en la imaginación. Imagina, por ejemplo, que París no le da la espalda a la mar salada y entonces “la ilusión  de estar en la playa deseada es innegable, absoluta y cierta”.

A veces hasta resultan ridículos los que creen que es tan poderosa su  imaginación, porque en realidad nada es tan raro ni difícil como parece y casi todo acaba siendo posible. ¿O acaso no quedaría Huysmans perplejo al ver que hoy en día, en verano, los muelles del Sena están llenos de bañistas que vegetan en sus playas simuladas?

Fuera de su acuario casero, la única gran aventura emprendida por de Des Esseintes  en Al revés  es su viaje inmóvil a Inglaterra en el capítulo onceavo, viaje que es heredero directo de la odisea estancada del cuarto de Turín de De Maistre. A causa del horrible temporal en París, Des Esseintes dispone todo para dejar su casa de Fontenay-aux-Roses por un tiempo y cruzar el canal de la Mancha, donde prevé, a su llegada, encontrar una hilera de muelles comerciales que se pierden en la distancia, muelles llenos de grúas, cabrestantes y fardos de mercancías, en los que pulularán enjambres de hombres, trepados unos a los mástiles o sentados a horcajadas sobre las vergas. El tumulto de un gran puerto. Londres. El tiempo en París es realmente horrible y se le antoja “un anticipo del clima inglés adelantado en París”, y es curioso porque, según se mire, su propio libro iba a ser literalmente “un anticipo del clima inglés”, es decir, un adelanto del clima británico de trastornos de la personalidad que, un año después, proporcionaría Stevenson a sus lectores cuando con su míster Hyde vino, sin saberlo, a ampliar la historia de Des Esseintes y el mundo de las presencias fantasmales de dobles que luego recorrerían glacialmente el mundo del siglo veinte.

Antes de emprender el largo viaje a Londres, el doble de Huysmans le dice al cochero que le lleve un momento a la rue de Rivoli junto a la de Castiglione, donde está un establecimiento llamado La Bodega, lleno de toneles y flamenco, y donde se bebe oporto, el vino portugués de los ingleses. Allí, Des Esseintes hace planes sobre su estancia en la tierra inglesa y, al hilo del oporto, tiene un recuerdo para su admirado Edgar Allan Poe y su espeluznante pesadilla del barril de amontillado: la historia de aquel hombre emparedado en un sótano; hombre de habitación helada y cerrada, estilo Auster cien años antes. Y no para de ver que por todas partes le rodea un público inglés: clérigos pálidos y enjutos, de mentón rasurado, anteojos redondos y pelo grasiento, vestidos de negro de pies a cabeza: ciudadanos de rostros abotargados, apopléticos, hocicos de bulldog, mejillas amoratadas... 

Gracias al oporto y a la imaginación, se impregna de un clima tan inglés que le resulta muy aburrida la sola idea de tener a continuación que viajar de verdad, viajar a un lugar donde encontrará muchas menos cosas de las que acaba de imaginar en la taberna  desierta. Y emprende el regreso a su casa. Ya ha visto Londres. Des Esseintes reflexiona: “Después de todo, ¿por qué ponerse en marcha, cuando uno puede viajar tan ricamente sentado en una silla?”.

Si partiera hacia Londres tendría que correr sin cesar hasta el andén, atosigar a los mozos de cuerda… “Me he saturado de vida inglesa”, piensa Des Esseintes. Y vuelve a su depravado interior de Fontenay-aux-Roses.

“Ya es hora de volver a casa”, leemos al término de ese onceavo capítulo. Y es admirable y hasta llamativo ver cómo a finales del XIX todavía era posible regresar al hogar. Después, el mundo se ha enredado mucho. “El gran drama moderno es que ya no podemos volver a casa”, le dijo Nicholas Ray a Wim Wenders. Y su sentencia cada día nos parece menos enigmática. El mundo se ha enrarecido tanto que ya nadie conoce el camino de vuelta a la vida.

ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 17 de abril de 2010

· Contra natura. Joris-Karl Huysmans. Prólogo de Guillermo Cabrera Infante. Tusquets, 1980.
· Aguas grises. Joris-Karl Huysmans. Prólogo y traducción de Antonio Martínez Sarrión. Cuatro ediciones, 2010.

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