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KAFKA EN TRANVÍA
AL ENCONTRARME de nuevo con el penúltimo fragmento de Jakob von Gunten de Robert Walser –aquel en el que Herr Benjamenta y el narrador cabalgan por el mundo en un sueño de libertad absoluta- capto un posible aire de familia con Deseo de convertirse en indio, una de las prosas breves de Contemplación, el primer libro que publicara Kafka. En esa juvenil y breve prosa indecisa, Kafka muestra su deseo de ser de verdad un indio, siempre alerta, sobre el caballo galopante, en viaje sin bridas por el ancho mundo. Aunque es una prosa indecisa, aunque es un texto de sus primeros tiempos, ahí está ya en toda su plenitud el espíritu de un Kafka recién salido de las lecturas de Walser.
Reencontrarme con esa breve prosa del Kafka incipiente -esa prosa en la que ya estaba condensado el escritor incomprensible y al mismo tiempo sorprendentemente diáfano que fue- me hace caer en la cuenta de que no siempre Kafka fue Kafka. Hoy estamos acostumbrados a leerlo como tal, pero hubo una etapa -días de indecisiones y de vacilaciones- en la que pasó por el clásico trance por el que transitan aquellos que desean cabalgar sin bridas y ser extranjeros dentro del doméstico y pusilánime paisaje literario de su época. Es decir, también Kafka tuvo que forjarse un estilo. Lo inventó a la sombra de Walser, pero también de Kleist, de Chejov, de Dickens y del cervantino Flaubert.
Tal vez nadie ha estudiado mejor los años de la forja del estilo kafkiano que Reiner Stach en Kafka, Los años de las decisiones. Es un libro que acabo de releer estos días y que creo que opera como perfecto antídoto contra la devastadora y fanfarrona veneración de Kafka por parte de quienes aún piensan que su creatividad fue solitaria y genial. Sin duda, Kafka fue un genio, pero no estaba tan ciego como para haber querido producir sus textos a partir de una interioridad carente de experiencia. “Al contrario: precisamente su trato controlado, artesanalmente refinado, con influencias y hechos, le señala como autor de la Modernidad, que –al menos en este sentido- se alinea con Musil, Joyce, Broch y Arno Schmidt”, nos dice Reiner Stach, estudioso de los años en los que un escritor de Praga deseaba convertirse en Kafka y para ello tuvo que librarse, ante todo, de su amigo Brod, que le proponía escribir prosas a cuatro manos. Y luego, tras librarse de semejante pelmazo, leer en profundidad, por ejemplo, a Dickens, un autor con grandes dosis de humorismo en sus obras, ese humorismo que ha tardado tanto en ser percibido en Kafka, que escribió El desaparecido pensando en escribir a ratos una novela cómica dickensiana, y de ahí que Walter Benjamin dijera que ese libro era, sobre todo, una gran payasada, ya que en él uno podía reírse en cada página.
Pero es que incluso en El castillo y El proceso, que son novelas que han agobiado y angustiado tanto, hay muchas situaciones que pueden despertar hilaridad.
Hilaridad que el lector en ocasiones reprime porque está metido dentro de un absurdo, de una problemática que es aterradora. Pero esos elementos humorísticos son el contrapunto que el propio Kafka establecía para restarle presión al drama. Una hilaridad aprendida de los días en que leía precisamente a Robert Walser en voz alta y se partía literalmente de risa, muy especialmente con Jacob von Gunten: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada”.
El personal docente lo encontró Kafka en los libros de sus autores preferidos. En los días de aprendizaje, hacia 1910, empezó a trabajar en un peculiar laboratorio de influencias, el más singular del siglo pasado. Los Diarios, por un lado. Y, por el otro, las prosas indecisas que acabarían conformando su primer libro, Contemplación, publicado en 1912, libro al que le faltan ya menos de cuatro años para que algunos amigos de los números redondos celebren su centenario. Se diría que ha pasado mucho más tiempo desde que Kafka comenzó a ser Kafka y dejó atrás ciertas indecisiones. “Estoy en la plataforma de un tranvía y me siento totalmente inseguro con respecto a la posición que ocupo en este mundo, en esta ciudad, en el seno de mi familia”, escribió en El pasajero, prosa breve de Contemplación. En esos días, Kafka ni siquiera se sentía capaz de justificar qué hacía allí en aquella plataforma, sujeto de aquella correa, dejándose llevar por el tranvía. Pero ya también en esos días Kafka era implacable. Con una muchacha, por ejemplo, que se instala junto a la escalerilla, lista para bajar del tranvía. “Se me muestra tan nítida como si la hubiera palpado (...). Su orejita está muy pegada a la cabeza, pero como estoy cerca, veo toda la parte posterior del pabellón derecho y la sombra en la raíz”, escribe. Y termina preguntándose cómo es que la muchacha no se asombra de sí misma y mantiene la boca cerrada sin decir nada.
Todo eso ocurrió en los años de las lecturas decisivas, en los años de las incertidumbres repartidas por las plataformas de todos los tranvías. Durante un tiempo, el matrimonio Nabokov, en el Berlín de 1922, subió al mismo tranvía que tomaba Kafka, el Berlín-Litchterfelde. Nunca le hablaron porque no sabían que era él, pero Vera Nabokov siempre dijo recordar “aquella cara, su palidez, la tirantez de la piel, aquellos ojos tan extraordinarios, ojos hipnóticos resplandeciendo en una cueva”.
De los años de formación en la oscura cueva no se ha librado nunca nadie. Ni Kafka. Nadie le exigía en aquellos días que justificara sus lecturas, ni su presencia en la extraña plataforma de la vida. Pero el gran tranvía, más allá de las iniciales influencias, se estaba ya poniendo en marcha. “Cierto es que nadie me lo exige, pero eso no importa”.
ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 22 noviembre 2008 |