Maupassant
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MAUPASSANT, UN VERDADERO ROMANO
HACIA EL FINAL de este memorable libro de Alberto Savinio, vemos a Maupassant envuelto en el aire fresco y luminoso de una mañana extraordinaria, pero rodeado a la vez por el oscuro anillo de su niebla personal. Se reafirma la evidencia de que hay dos Maupassants y dos voluntades. El escritor ha empezado a afeitarse en su cuarto de baño, pero ve cómo, de vez en cuando, el otro le desvía la mano.
Afeitarse -comenta Savinio- debe de ser ciertamente una ardua operación para alguien en quien cohabitan dos voluntades distintas y no puede contar todavía con la ayuda que podría prestarle una maquinilla mecánica, que desgraciadamente todavía no ha sido inventada. Y es que el otro -el doble, el inquilino negro que se ha apoderado de Maupassant- hace lo imposible para que quien se está afeitando termine por matarse ante el espejo. Es un inquilino incómodo y el centro mismo del iconoclasta retrato biográfico que nos presenta Savinio en Maupassant y “el otro”, libro de 1944, un ensayo narrativo tan divertido como irreverente y agudísimo, una especie de ensayo-divagación, puntuado por 101 aleatorias y geniales notas, que van completando el atípico dibujo de la vida y obra del conteur francés por excelencia.
Ya la misma nota que comenta el epígrafe que abre el libro -la sentenciosa definición de Nietzsche: “Maupassant, un verdadero romano”- es de antología. En ella, Savinio se ríe de la tendencia a poner epígrafes que den seriedad y sentido a los libros y se ríe de sí mismo, que ha elegido la grave y pomposa definición nietzscheana para iniciar su ensayo narrativo: “No bromeo lo más mínimo si digo que la definición de Nietzsche ilumina efectivamente la figura de Maupassant. Y quisiera añadir: la ilumina mediante el absurdo. La ilumina tanto mejor en cuanto no se sabe qué es lo que Nietzsche ha querido decir llamando romano a Maupassant, y quizá después de todo no ha querido decir nada, como ocurre a menudo con Nietzsche. Pero ¿me entenderá el lector si digo que cuanto más se dice es no diciendo nada?”.
En efecto, tenemos la impresión de que la absurda, la inane definición de Nietzsche ha atraído de golpe nuestra atención hacia la figura de Maupassant con más fuerza que una definición exacta, que una definición profunda. Eso es lo que quiere indicarnos la nota erudita y burlona: cuanto más disparatada o imperfecta la escritura, más resquicios abre para nuevas aventuras del lenguaje. De hecho, ninguna de las 101 notas es menospreciable, y más teniendo en cuenta que alguna de ellas propone una hilarante comprensión de la figura de Maupassant a través de lo descabezado, irracional, excesivo. La sensación es que al final del libro, a pesar de la colección de absurdos que resume su vida, conocemos mucho mejor al autor francés. Y da igual que no hayamos entendido mucho, pues a fin de cuentas hemos recuperado aquel placer que descubrimos en nuestra primera juventud, cuando veíamos películas de las que no entendíamos el idioma. “El canto más bello es siempre el de una lengua desconocida”, nos recuerda Savinio.
Las notas, además, son una fuente de sabiduría cordial. En la 88, por ejemplo, después de haber glosado, con aparente seriedad, lo poco que a Maupassant le entusiasmaban los elogios de la gente de las letras y lo mucho que prefería los de la gente sencilla, se da cuenta Savinio de que no ha glosado más que un famoso tópico creado alrededor de su personaje y dice: “Así escriben los biógrafos de Maupassant, pero nosotros no nos dejamos engañar por semejantes coqueterías”. Se concentra en esa frase misma parte de la tarea que está llevando a cabo en el libro: una pulverización de las monografías académicas y de los lugares comunes que éstas crean en torno a los grandes autores.
Maupassant y “el otro” es un ensayo-divagación (anterior, por cierto, al ensayo narrado que oficialmente inventara el posmodernismo), abierto a todos los vientos de la inteligencia.
Cuando lo leí en 1983, el año en que se publicó en España, me descubrió un tipo de estructura muy libre que había visto o intuido en otros libros (en el que escribiera Dalí sobre el Ángelus de Millet, por ejemplo), pero que aquí se me presentó con toda la máxima grandeza: improvisaciones casi jazzísticas, derivaciones de todo tipo en torno a un tema aparentemente central, que en realidad sólo eran un pretexto -como Maupassant para Savinio- para lo que verdaderamente interesaba: una prosa vagabunda.
Recuerdo el deslumbramiento ante la brillantez de los comentarios que escapaban a cualquier seriedad académica y mi consiguiente descubrimiento del portatilismo, o, si se prefiere, de la levedad (que aún no había entronizado Calvino en sus Seis propuestas para el próximo Milenio), un descubrimiento que acabaría infiltrándose en aquellos mismos días en mi obra. “La inmortalidad -decía Savinio acerca de Maupassant- es de los hombres ligeros, porque sólo los hombres sin peso sobreviven, sólo ellos no son abatidos por la lucha (...) La morenez, incluso en sus formas más atenuadas, conduce a la ligereza. Es extraño: la gravedad va ligada a lo rubio...”.
La gratuidad al considerar a todos los rubios como unos pesados me dejó huella y unas divertidas convicciones contra la gravedad y todos sus derivados: la testarudez, la estrechez de miras, el anclaje en los principios más férreos. Desde entonces y a pesar del mito de los ángeles rubios, nunca puedo deslindar a los rubios de la criminal idea de que jamás serán portátiles, jamás ligeros, leves o, simplemente, aéreos.
Espero que algún día alguien entre nosotros decida reeditar este ensayo inmensamente imaginativo, Maupassant y “el otro”, hoy seguramente descatalogado. Si Borges inventó el siglo pasado un género nuevo -la reseña de libros inventados-, no sería de extrañar que el nuevo siglo, a la vista del culto abrumador y exclusivo a cuatro best sellers de pacotilla que no dejan respirar a las obras de arte, acabe inventando desesperadamente, si no lo ha hecho ya, el género de las reseñas de libros descatalogados: libros como Maupassant y “el otro”, brillante trabajo de Alberto Savinio, hermano menor de Giorgio De Chirico y autor también de, por ejemplo, una impagable Nueva Enciclopedia, otro libro hoy fantasmagórico.
En ningún escritor de su época como en Savinio los combates de las grandes vanguardias aparecen tan asimilados como un momento más de la tradición. Al practicar una especie de presurrealismo de raíces neoclásicas -en cierto sentido comparable a la pintura metafísica de su hermano mayor- se adelantó a autores de hoy rabiosamente contemporáneos, autores que se agarran con lucidez a la tradición, pero también se oponen a ella; escritores que, por un lado, son filosóficos y, por el otro, insolentes y vanguardistas, y tratan, en difícil pero alcanzable equilibrio, de pertenecer tanto al centro como a la marginalidad.
Resulta especialmente trágico y al mismo tiempo desternillante el tratamiento que da Savinio a los episodios de la vida de Maupassant marcados por la aparición de aquel inquilino negro que le molestaba al afeitarse y que acabó llevándole al ridículo primero -cuando empezó Maupassant a decir que veía insectos que lanzaban a una gran distancia chorros de morfina, o como cuando le escribió al papa León XIII sugiriéndole la construcción de tumbas de lujo en cuyo interior hubiera agua caliente para los que nacieron para ser inmortales-, y finalmente a la perdición, cuando el inquilino quiso dictarle lo que tenía que escribir y hasta le dictó cómo se tenía que matar sin matarse. Resulta admirable cómo, habiendo alcanzado ya las grandes cimas de la locura, el propio Maupassant, con la ayuda de su inquilino, pidió para él mismo una camisa de fuerza. La pidió como quien dice: “Camarero, una cerveza”. Murió unos días después, aunque para nosotros, dice Savinio, murió en el momento mismo en que pidió la camisa. Un verdadero romano. Le esperaba una tumba de lujo. Sin agua caliente.
ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 4 julio 2009 |