ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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FRAGMENTO DE UN “TRABAJO EN PROCESO” DETENIDO

JAVIER AVILÉS VIAPLANA

Me despertó bruscamente la sensación de que algo extraño sucedía. Intenté mirar la hora del reloj de la mesita pero lo tiré al suelo. Una figura entró en la habitación y se detuvo junto a la puerta. Firme, en actitud marcial, una mano sujetando la muñeca del otro brazo a la altura de la cintura. Casi sentí como se cuadraba logrando que el universo se ordenase a su alrededor. — Por fin.
— ¿Quién es usted?
— Vístase. Le estamos esperando.
— Quiero saber quién es usted y que hace en mi casa.
El hombre salió de la habitación sin decir palabra. Le oí caminar por el pasillo y luego, sin entender las palabras, hablar con alguien. Algo más clara, entrecortada, la respuesta, qué quiere saber quienes somos, y las carcajadas de dos hombres.
Me levanté y me vestí apresuradamente escuchando la conversación. Cuando entré en la sala, que aquella mañana, a pesar de la presencia, o debido a la presencia, de aquellos dos individuos, parecía más grande, encontré a uno de ellos sentado en mi sillón junto a la ventana ojeando uno de los libros que había estado leyendo la noche pasada. El otro hombre, el que había entrado en la habitación, permanecía apoyado en el dintel de la puerta que daba al pasillo donde se encontraba la entrada al apartamento, como custodiándolo para impedir mi huida.
— ¿Qué hacen aquí, quienes son ustedes?
— He aquí al hombre. ¿Ha dormido bien? El Agente García ha hecho café, espero que no le importe la confianza que nos hemos tomado. ¿Le apetece una taza? García, por favor, ¿podría traer una taza de café al señor C.?
— Con leche, por favor. — dije.
— Con leche, Agente, ya lo ha oído. Permítame que le diga, —continuó el hombre sin levantarse del sillón—, que la leche, así como el azúcar o cualquier otra cosa que le añada al café, desvirtúa la esencia de éste. Usted no tiene un mal café, lo reconozco — dijo levantando la taza que apoyaba en la mesita junto al sillón—, y teniendo en cuenta que le añade leche, me asombra que sea exigente respecto a su calidad. El café, tomar café, es un ritual que se está perdiendo en esta sociedad que se caracteriza por fluir a demasiada velocidad. Estos son nuestros tiempos, y, el zeitgeist queda representado por una nube de leche aniquilando el aroma del café. Leche que ni siquiera es leche, sino un remedo del alimento primordial, desnatado, desprovisto de sus componentes fundamentales y vuelto a enriquecer a través de procesos químicos. Ese es otro de los signos de nuestro tiempo, la recreación artificial de todo lo natural, la manipulación y adecuación de todo lo que nos proporciona la naturaleza, hasta que obedezca a unos patrones publicitarios que lo convierten en una imitación eficaz. Incluso nuestra alimentación se ha convertido en una impostura, piense en eso… Ah, aquí está su café con leche.
No pude evitar darme cuenta del tono despectivo de sus últimas palabras mientras el otro agente me daba la taza. Comprobé, sin haber sido consciente hasta ese momento, que no había otro sitio donde sentarse en el estudio. El sillón junto a la ventana era el único asiento de la sala donde pasaba tantas horas dedicado a la lectura. Quizás eso explicase muchas cosas sobre mi vida. Lo cierto era que hasta ese momento no había necesitado, ni yo ni nadie, pues nadie venía, otro asiento en el estudio. Entonces el hombre se levantó dejando el libro junto a la taza, que osciló al ser desplazada junto al plato. Gotas de café salpicando la superficie de madera. Se encaminó hacia mí y me estrechó la mano. — Agente Suárez, —dijo —, él es el Agente García, como ya le he dicho. Pertenecemos al Ministerio de Asuntos Exteriores—. Pude entrever una credencial que apareció y desapareció rápidamente del bolsillo de su chaqueta. A continuación examinó la ropa que me había puesto precipitadamente. —Permítame. Me colocó bien el cuello de la camisa. Me observó críticamente. — Quizás quiera ponerse algo mejor. Más elegante y cómodo, si eso es posible. Nos espera un largo viaje. García, vaya a la habitación del señor C. y prepárele una maleta ligera; equipaje de mano; lo imprescindible, ya sabe. — Oiga — dije algo fuera de control— qué se supone que significa todo esto, cómo se atreve a, qué está ocurriendo aquí, le exijo que me diga… — García se dirigió a mi habitación mientras Suárez volvía junto a la ventana sin sentarse en el sillón. — Debemos darnos prisa— musitó— no tardará mucho en empezar. — Qué va a empezar, — grité fuera de mí. — La manifestación de las nueve, como cada día. Mire— hizo un gesto para que me acercase— nuestras Fuerzas del Orden están tomando posiciones. Tenía que mantenerme demasiado cerca del agente para poder ver lo que estaba ocurriendo en la calle. Nuestros cuerpos estaban obligados a permanecer juntos en una obscena intimidad mientras intentaba adivinar los movimientos de los antidisturbios casi fuera del campo de visión. — ¿Lo ve? Mire, mire allí, al otro lado — exclamó jubiloso— parece que los manifestantes están empezando a prepararse también. Están moviendo contenedores y parece que quieren arrastrar aquel coche aparcado al centro de la calle para hacer una barricada. Se apartó de la ventana bruscamente haciéndome perder el equilibrio con lo que mi cara golpeó contra el cristal de la ventana. — ¡García! —, gritó— ¡debemos darnos prisa, cojones! El agente apareció arrastrando una de mis maletas más grandes, la dejó en el centro del estudio. García se aproximó a la ventana y pareció analizar la disposición de los bandos contendientes. — Podemos salir por la parte de atrás— comentó. Luego elevó la vista al cielo, entre los edificios. —Pájaros— y continuó sin apartar la vista del exterior: “Una vez presencié algo que me impresionó. Estábamos en las planicies centrales del país al que nos dirigiremos en cuanto estemos listos. El cielo encapotado y gris. Una parvada se aproximó desde el norte, a poca altura, como una gran mancha negra sobre las nubes plomizas, y ejecutó un baile irrepetible sobre nuestras cabezas. Se estiraba formando bandas que se enrollaban sobre sí mismas como cintas de Moebius y luego se dividía en varias bandadas que se separaban y volvían a unirse sin razón aparente, formando un intrincado conjunto de símbolos en el cielo que se desvanecían al instante. El grupo de pájaros se compactaba en una masa densa y luego se expandía cubriendo todo nuestro campo visual. Subían y bajaban. Después de un largo periodo ejecutando aquella extraña danza, comprendí que aquel caótico movimiento browniano tenía un significado que no podríamos comprender, como si aquellos animales estuviesen transmitiéndonos un mensaje que no íbamos a ser capaces de comprender jamás. Alcancé un estado de comprensión y tranquilidad, aunque no había estado preocupado durante todo el espectáculo, me sentía aliviado, pues se había expresado lo imposible y, así, su imposibilidad se había tornado más evidente. La descripción que acabo de hacer sobre lo que sentía en aquel momento la encontré años después en las notas al pie de página de un libro que seguramente tendrá usted en sus estanterías. Luego los pájaros se agruparon formando una larga franja de carne y plumas, rozaron las copas de los árboles y luego se elevaron hasta lo más alto imitando la forma de un tornado que giraba y giraba sobre sí mismo, enroscándose y ascendiendo hasta que súbitamente todos los pájaros cayeron muertos”. El agente se apartó de la ventana y se nos quedó mirando. —Fulminados en un instante. Se produjo un incómodo silencio hasta que Suárez ordenó que nos fuéramos. Me acerqué a recoger la maleta pero García se adelantó y la levantó del suelo indicándome con la otra mano que avanzase hacia el pasillo mientras el Agente Suárez se adelantaba y los tres caminamos simultáneamente hacia la salida de la casa quedando atascados los tres y la voluminosa maleta en el estrecho pasillo. Sentía la prominente barriga de García presionándome mientras la maleta se clavaba en mi pierna derecha, y el aliento de Suárez sobre mi oreja a causa de que mi hombro le empujaba hacia la pared. —Creo, — dije sintiendo que la situación había llegado ya demasiado lejos, — que me deben ustedes una explicación. ¿Qué hacen aquí, quiénes son ustedes, dónde vamos? Mis palabras parecieron contrariarles. — Escuche, señor C., lo mejor será que no comente nada de esto ante nuestros superiores, — dijo el agente Suárez, mientras seguíamos atorados en el pasillo — solo nos traería problemas a nosotros y, por supuesto, a usted. — Si me permite señor, me gustaría comentar algo a propósito de la anécdota de los pájaros que me parece apropiado a este momento. “Ya les he comentado como encontré una explicación a lo que había presenciado, la expresión palpable de lo imposible como muestra de la existencia de lo imposible. Pero deducir que esa es la única explicación posible sería reducir un acontecimiento excesivo a una simple anécdota. Una investigación reciente llevada a cabo en Michigan tras experimentar con ratas agonizantes concluye que, al parecer, esas historias recurrentes de aquellos que han llegado a estar cercanos a morir, como ver una luz al final de un túnel o ver pasar ‘ante sus ojos’ una proyección de toda su vida, incluyendo las inverosímiles, pero también comunes, experiencias extracorporales, se deben a un aumento repentino de la actividad eléctrica en el cerebro. Las ratas moribundas analizadas avalan a Borges. Mientras agonizo mi cerebro se dispara y experimenta una actividad que sobrepasa a la habitual. Antes de la muerte, según el estudio, experimentamos una lucidez perceptiva como jamás antes hemos podido conocer. ¿Aquellos pájaros sufrieron un proceso como éste? Es decir, ¿trataban en su agonía ante la muerte inminente comunicar algo que sus pequeñas mentes individuales eran incapaces de concebir, pero que su concentración, su entidad como parvada, le permitía sobrepasar y convertir en un mensaje trascendental y perentorio?, ¿o murieron a causa de nuestra patente incapacidad de desentrañar el sentido de su mensaje? Tal vez esta incómoda situación en la que nos encontramos atorados en este momento venga a decirnos algo parecido. Que como grupo, una desigual triada, debemos seguir adelante o que, por el contrario, debemos reconsiderar nuestra misión” —O sencillamente—dijo Suárez— estamos atascados. De un paso atrás, García, y luego mueva la maleta hasta el espacio que ha dejado su pierna. De acuerdo, ya está, movámonos. ¿Está usted bien, señor C.?. Mi cabeza daba vueltas ante la absurda situación, qué había dicho de Borges y de investigaciones sobre ratas, mientras de la calle empezaba a llegar una barahúnda, gritos y silbatos y consignas y un golpeteo metálico acompasado como representando el latir de la turba. —Debemos irnos. —Espere—dije— ahora lo entiendo. Se trata de una broma, ¿no es cierto? Tenía la esperanza de que aquello no fuese más que una farsa orquestada por algún conocido, aunque no podía imaginar en mi limitado círculo social y familiar a nadie capaz de organizar algo así. Pero aun así, aun siendo tan improbable que se tratase de una broma pesada, no quería parecer un individuo sin sentido del humor. —Le gustaría que fuese una broma, ¿cierto? Eso haría que toda esta situación tuviese un sentido para usted. Pero la verdad es otra. Tenemos orden de trasladarle hasta la Delegación del Gobierno y tenerle preparado para un largo viaje. Sus papeles ya están listos y el avión espera en la pista. Cada segundo perdido supone un gran gasto a los ciudadanos que muestran su indignación en las calles cada día. Nosotros no somos nadie, agentes en lo más bajo del escalafón; no sabemos porque debe ser trasladado, simplemente que debe serlo. No cuestionamos las órdenes. Pero le puedo decir, sin transgredir mis atribuciones, que no se trata de una broma; es más, se trata de un asunto muy serio. Insistí, intentando ganar tiempo: — ¿Puedo despedirme de la señora G. y dejarle mis llaves para que riegue las plantas? —Estamos perdiendo un tiempo muy precioso.
Se oyó una detonación en la calle y logramos movernos al fin por el pasillo hasta la puerta. Salimos bajo la mirada vigilante de la señora G. desde su puerta entreabierta. Sorprendí un disimulado intercambio de saludos entre la vecina y el agente García. Nos dirigimos al sótano donde un coche oscuro con las ventanillas tintadas nos aguardaba. García se puso al volante y salimos del edificio. El tumulto se había desplazado hacia la calle trasera. García condujo entre el humo de los contenedores ardiendo y el coche recibió el impacto de varios objetos. Dos enmascarados golpearon las ventanillas tras intentar divisar el interior. Golpearon el techo del vehículo. García condujo hacia donde se situaban las fuerzas antidisturbios dejando atrás a los atacantes. Al llegar frente al pelotón dispuesto a cargar, bajó la ventanilla y enseño una credencial. Los policías se movieron con presteza dejándonos vía libre.
—Ya estamos. Llegaremos en un cuarto de hora. Señor C., si quiere puede darme las llaves de su casa. Ya se las daré a mi madre para que le riegue las plantas.

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