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ENTRETIEMPO
MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE
Mi agradecimiento a Catalina Martínez Muñoz y a Pere Sureda
Ahora que la primavera se nos empieza a enemistar un año más y las trompetas del Apocalipsis adquieren la calidad de un monumental atasco en el que nadie calla un instante y nadie dice nada, y al negro final de la era Gutenberg se empieza a superponer el final crepuscular de la realidad misma, que si empiezan a cuajar las investigaciones en curso, al menos de las que tenemos atisbos, y si tenemos atisbos de lo que se hace en secreto es porque hay un estamento superior al estamento inferior que tiene interés supremo en que vayamos enterándonos al menos un poco, así sea para que nos callemos del todo en medio de los bocinazos perpetuamente atascados en un domingo por la tarde, todo hace pensar en que la realidad misma es un holograma y va a ser cierto que la alta tecnología confirmará pronto los supuestos del budismo, que esto es pura apariencia, puro sueño de Segismundo, en cuyo caso tal vez quien aspira al silencio en medio del gentío tal vez deje de ser un apestado; ahora que, en fin, las cortinas de humo se espesan por donde uno pase y para no hablar de lo que importa hablamos del libro electrónico y otros gadgets que harán menos real la realidad, aun siendo lo mismo y sin que se entienda nada, o hablamos de fbk cuando queríamos en realidad hablar de las relaciones que aún tenemos unos con otros, y así nos preguntamos de qué hablamos cuando hablamos del amor y sale siempre a relucir esa metáfora involuntaria y tan nítida de la incomunicación que es el muro ―si no me equivoco quien tiene fbk tiene muro, en el que cuelga carteles y trapos recién lavados y fotos edulcoradas para que no se vea lo que hay detrás del muro, la intimidad a resguardo, mera fachada se enseña, malentendido perpetuo―, ahora que la primavera es incipiente y engañosa me da por pensar que, por ejemplo, Billy el Niño tiene una excepcional obra completa, o que Isak Dinesen y Marguerite Yourcenar tienen puntos en común que acaso hasta la fecha no se habían sospechado, que Samuel Johnson no soportaba que nadie le hablase del tiempo que hace ―pero el cambio climático no es una cortina de humo y el humor es una palabra con la que nada más salir a la palestra desaparece lo que designa―, que seguramente en el final de El innombrable se sigue cifrando la clave exacta de muchas cosas, y eso que del final de El innombrable poco se puede decir, porque lo dice todo y todo está dicho: «… me sorprendería, si es que se abre, seré yo, será el silencio en donde esté yo, no sé, nunca lo sabré, en el silencio no se sabe, hay que seguir aún, no puedo seguir (aún, aún), he de seguir.» Ahora me acuerdo de que Jack MacGowran montó un espectáculo unipersonal en el que enhebraba textos narrativos de Samuel Beckett. Lo tituló Beginning to End. El único final propiamente dicho es una afirmación del poder del lenguaje frente al ser fuera del lenguaje. La escritura desmiente o desmonta la realidad. Lo que parece un final niega el final. Sigamos aún.
Eso fue antes del antes. Antes, Billy el Niño ―sub specie Michael Ondaatje: Las obras completas de Billy el Niño― andaba aparentemente preocupado por un comienzo, un buen comienzo: «No son por tanto ellos quienes cuentan mi historia. Descubrir el comienzo, la liviana llave de plata para abrirlo, desenterrarlo. He ahí un laberinto para comenzar, para adentrarse.» Cuando algo abren ―por ejemplo, el corazón de una mujer―, las llaves de plata son un regalo imprevisto, como el corazón de una mujer.
Entre pistolas y jaranas en el saloon y violencia gratuita y amistad y agua de fuego a espuertas, que concienzudamente aprende a trasegar, a Billy le traía a mal traer el comienzo. «Dos años antes, Charlie Bowdre y yo anduvimos cruzando en zigzag la frontera canadiense. Diez millas al norte, diez al sur. Nuestros caballos avanzaban de país en país, vadeando ríos de escasa profundidad, entre distintos matices del verde en los bosques. Los dos y nuestro zig-zag como un látigo a cámara lenta, la cumbre de la acción en ascenso y en descenso, su radio estrechándose hasta que todo terminó y nos dejamos llevar tranquilamente hasta México y el calor del hogar. Sé que no hay profundidad, ni exactitud significativa, ni riqueza de imágenes. Era tan sólo un comienzo.»
Es extraño, porque en busca del comienzo dice Billy, acaba de decirlo, «todo terminó». «Ay, que todo termine», dijo Beckett en su penúltima obra (A vueltas quietas, 1989). Yo sigo sin saber si esa coma implica un ojalá o un qué pena, ay.
Al comienzo, el verbo. Al comienzo de la vida de Isak Dinesen y de la vida de Marguerite Yourcenar, dos vidas que empiezan cerca, Copenhague y Bruselas, dos vidas que empiezan juntas (1885, 1903), una misma figura originaria, el padre, una misma relación especial con el origen, tanto que ambas la prolongan en sus escritos respectivos, en los que alienta la voz del padre que al principio pronto las abandona, el danés ahorcándose al colgarse de una viga en la casa solariega, el francés de achaques varios de bon-vivant, y que pervive y respira en las palabras que ponen sobre el papel las hijas, la voz del padre y la vida terminada del padre al principio en el final de ambas en dos continentes alejados. ¿Qué hacía Yourcenar, me pregunto, aquella noche de 1959 en que una Dinesen emaciada y consumida por las consecuencias de la sífilis que contrajo en el lecho conyugal y luego desperdigó a su manera por media África se sienta a cenar con Arthur Miller, que la mira embelesado, Marilyn Monroe, que la mira risueña, y Carson McCullers, que mira al infinito y sabe que es la que sabe?
Desde luego, ninguna de las tres, ni el cuarto en discordia, ni Billy y su caballo lento, ni los contrahechos seres que pueblan esa narrativa desoladora de Beckett que es en su aparente nihilismo acabado una íntima y compartida celebración de la existencia, ninguno estaba pensando en dejar que otro contara su historia. Eso es lo que pretenden Ellos. Ellos: los mercachifles de la banalidad cuelgamuros, los laboratorios que comercializan las pastillas de la felicidad obligatoria, los arquitectos de los centros comerciales, los concejales de los urinarios de los centros comerciales, los escritores resentidos que patalean y se tiran de los pelos al pensar en la tinta electrónica y los que no escriben y están resentidos sólo de pensar que exista la tinta simpática que no obedece a formatos. Los que no tomarán Manhattan ―pero se toman un Manhattan―, los que ni siquiera sueñan con Berlín. Nuestra historia la cuentan, la contamos, los firmes partidarios de la felicidad a la contra, los defensores de la melancolía: Eric G. Wilson por ejemplo, en su libro así titulado, Contra la felicidad, en realidad defensa enardecida del derecho a la tristeza que es casi condición necesaria de la felicidad entredicha, como lo es de la noche el día. O Roberto Juárroz, en uno de sus poemas, Séptima poesía vertical:
La naturaleza del tiempo
es radicalmente injusta.
Debería ser posible invertir su sentido
o escoger por lo menos
entre el ir hacia ayer o mañana.
Y también debería ser posible
detenerse en un hueco del tiempo,
sin el estremecimiento de una mano que tiembla
al sostener a otra mano que tiembla
para poder escribir una sola palabra,
pero no de este lado
sino del otro lado del muro.
¿Para qué tantos lugares
si uno solo bastaba?
¿Para qué tantas horas
si bastaba una sola?
Las agujas del reloj y la brújula
deberían señalar hacia el centro de la esfera.
¿O es acaso hora de parar, ahora, al final de un largo día? Porque sé que hora no es de decir, por ejemplo, que llevo la poesía vertical de Juárroz en el libro de la tinta electrónica que me lee a mí, simpática, en los trenes y en las camas por las que voy cruzando la mitad del país mientras sueño que leo y asisto a presentaciones de libros en las que todo parece tan esotérico que sólo puede ser cierto. Ciertas son las preguntas parcas que les hacen a dos traductores y a un editor que presentan libros nuevos de Perec, El hombre que duerme, El aumento, El pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio. Ciertas son las preguntas raras que le hacen a Enrique Vila-Matas cuando presenta Dublinesca, la novela en la que engarza la tristeza del funeral con la entusiasmada celebración del futuro. El funeral conmemora la desaparición de la era Gutenberg y abre los brazos para recibir lo que vendrá, convencido el personaje de que nada hago sin alegría. El final, Billy, es la condición sine qua non del principio. O todo lo contrario. Ahora que el estruendo arrecia, es hora del silencio. Por ejemplo, emprendiendo con Sara Maitland un Viaje al silencio. Ella, sin Beckett, que sólo dejó manchas en el silencio que habló entre líneas, en los silencios en torno a los cuales disponía sus precisas palabras, de ese desgarro que erosiona sin pesadumbre, de esa acerada acumulación de la merma, de ese movimiento envolvente que hace pinza en el vacío, que lógicamente ha de terminar en el silencio hacia el que tiende. Y habló de la épica búsqueda de una liberación o un alivio que lo exonerasen de la obligación de expresarse y a la vez contó nuestra historia, breve como un par de fotos. Beckett era bastante más zen de lo que parecía. En paralelo a Sara Maitland y sin cruzarme con sus pasos, continúo con Beckett adentrándome despacio en la madurez imperturbable del silencio, como maduran al silencio las uvas de la felicidad, aunque sea preñadas de remordimiento.
Entretiempo. El pez de Tinta. Mayo 2010. |